La Constitución de 1978, clave de libertad

El artículo 2 de la Constitución de 1978 afirma que su fundamento se encuentra en «la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles». El artículo 1 del mismo texto constitucional, en su párrafo tercero, establece que «la forma política del Estado español es la Monarquía parlamentaria». Y el artículo 3 del texto del 78, como los anteriormente citados parte de su Título Preliminar, en su párrafo 1, prescribe: «El castellano es la lengua española oficial del Estado. Todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla». La Constitución de 1978 nació, como suele ser habitual en todas las constituciones de países democráticos, para garantizar la libertad y la igualdad de los ciudadanos y con una lógica voluntad de permanencia, ya que no de eternidad, y por ello contiene en sus párrafos finales un sistema de reforma constitucional «duro» que, según el artículo 168, se ve reforzado en el caso del Título preliminar, el Capítulo segundo, sección primera del Título 1, o el Título 2, al exigir para su aprobación mayorías de dos tercios en ambas Cámaras parlamentarias, que serían inmediatamente después disueltas de manera que la ratificación de la reforma quedaría en manos de las nuevas Cortes, también con mayoría de dos tercios, para desembocar finalmente en su aprobación por referéndum nacional.

Viven España y los españoles, en los tiempos en que gobiernan sus destinos los integrantes de un Ejecutivo compuesto por militantes asociados a la extrema izquierda radical -que en su momento creó la Unión Soviética y hoy todavía rige en Venezuela, en Cuba o en Corea del Norte- con un espíritu perplejo y apesadumbrado. En efecto, esos tres aspectos básicos de la arquitectura constitucional patria -el carácter indivisible del territorio, la Monarquía parlamentaria como centralidad del sistema político y la presencia del idioma castellano o español como lengua común- están siendo hoy puestos diariamente en duda por el mismo Gobierno que prometió fidelidad a la Constitución de 1978. En la misma formulación de ciertos integrantes de la coalición gubernamental, en el silencio recurrente de los demás participantes en la misma, en las aproximaciones permanentes a los socios -que incluyen filoeterras convictos y confesos, separatistas catalanes y vascos de diferente ralea pero similares propósitos- la dirección del conjunto es patente: imaginar escenarios en que se diluya y finalmente se destruya la unidad territorial de España, la Monarquía parlamentaria sea sustituida por una república que algunos de entre ellos califican de «plurinacional» e instalada la progresiva dificultad para que los españoles en las escuelas aprendan a hablar y escribir en español. Naturalmente cualquiera de esos propósitos requeriría una reforma constitucional endurecida que, como es previsible, no encontraría respuesta favorable en la inmensa mayoría de los ciudadanos que pueblan este país, por lo que el recurso es tan artero como evidente: proceder paso a paso, como vienen haciendo los separatistas vascos y catalanes desde principios del siglo XX, cuando sus respectivas burguesías extractivas estimaron que el mejor futuro para la preservación de sus intereses radicaba en la creación de un enemigo exterior y compartido que tenía diferencias craneales y lingüísticas con las razas superiores que poblaban ambos territorios, e imaginar la independencia de la propia tribu fuera de la vetusta España. Las diversas fragilidades gubernamentales que España ha conocido en los últimos cuarenta años y la permanente deslealtad política y constitucional de las huestes tribales vasco-catalanas han contribuido a crear un caldo de cultivo que, bajo el tortuoso caparazón hoy de un gobierno paradójicamente antisistema al frente del Ejecutivo español, hacen que esas ensoñaciones sean ahora motivo de goce anticipado por los Sánchez, Iglesias, Otegui o Rufián que en el mundo son. Y además sin necesidad de recurrir al 168: un paso hoy aquí, otro mañana acullá y la Monarquía podría perecer de inanición, la unidad patria olvidada en los libros de historia y el castellano, antes conocido como español, archivado en los pergaminos de Alfonso X el Sabio.

En este 42 aniversario de la aprobación por referéndum nacional de la Constitución de 1978 es imprescindible evocar las asechanzas que quieren poner en duda su continuidad y recordar la grandeza de la Transición hacia la democracia que hizo posible su misma existencia. No había habido en la historia de España desde al menos 1812 un momento en que la ciudadanía supiera mejor encauzar sus destinos en un espíritu de reconciliación y paz, de entrega y sacrificio, de libertad y comprensión. La salida pacíficamente pactada de la dictadura a la democracia para propiciar un entendimiento en el que todos los españoles cupieran, con independencia de sus ideas, de sus orígenes o de su pasado, encarnó como nunca antes en los previos doscientos años una capacidad creativa que suscitó la admiración y envidia de propios y extraños, propulsó el mejor nivel de autoestima conocido por los habitantes del solar patrio y, al tiempo, generó la excelente reputación internacional raramente conocida por estos pagos. De todo ello fue adecuado reflejo y fuerte propulsor el texto del 78. Por eso la fecha exige un vigoroso ¡Viva la Constitución! en reclamación de lo que adquirimos y no deseamos perder: la libertad, el progreso, la paz, la igualdad. Y el orgullo de pertenecer a la comunidad de naciones que en democracia viven de y para la defensa de esos principios. Es hoy, más que nunca, la hora de España. La del 78.

Javier Rupérez es académico correspondiente de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

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