La constitución de Francia a prueba

Era casi una obviedad: cualquiera fuera el partido que ganara la elección presidencial de abril en Francia, los votantes iban a elegir parlamentarios de ese mismo partido en la elección legislativa de este mes. Pero al dejar sin mayoría absoluta en la Asamblea Nacional a la coalición centrista del presidente Emmanuel Macron, el electorado se apartó del guión usual, planteando al hacerlo un enorme desafío al sistema político francés.

Aunque la constitución estipula que «El Gobierno determinará y dirigirá la política de la Nación», los votantes franceses muestran escaso interés en las elecciones para la Asamblea Nacional. Se preveía una participación minúscula, y así fue: al menos el 70% de los votantes de entre 18 y 34 años de edad se quedaron en casa. Hasta ahí era predecible.

Pero el resultado inesperado de esta elección muestra que incluso sistemas políticos muy estables pueden llegar a un punto de quiebre. La elección presidencial reveló un país dividido en tres bloques aproximadamente iguales en tamaño: la extrema izquierda, el centro más moderado y la extrema derecha. El líder de la extrema izquierda, Jean-Luc Mélenchon, tuvo la habilidad de conformar una alianza improbable y hacer campaña bajo el eslogan «elegidme primer ministro». Macron no perdió ocasión de mostrar el grado de su distracción (al punto de que no indicó cómo deseaba que los votantes eligieran entre extrema izquierda y extrema derecha). Y acaso lo más importante, los votantes franceses están muy insatisfechos.

La gran sorpresa en la elección para la Asamblea Nacional no vino de la izquierda, sino de la extrema derecha. Su portaestandarte Marine Le Pen, que perdió ante Macron en la segunda vuelta de la elección presidencial, apenas se molestó en hacer campaña. Se había fijado el objetivo moderadamente optimista de conseguir los 15 escaños necesarios para formar un grupo parlamentario en la nueva asamblea. Pero al final, tendrá 89 de los 577 escaños; hasta ahora sólo tenía ocho.

Lo que sucedió es una especie de semi‑Brexit francés que indica la rabia de los votantes y se suma a muchas otras expresiones de resentimiento popular de las últimas décadas, entre ellas: las protestas de los «chalecos amarillos» en 2018; los índices de aprobación históricamente bajos del expresidente François Hollande, que lo llevaron a no buscar la reelección en 2017 y sentaron las bases para la victoria sorpresiva de Macron; la revuelta de los «bonetes rojos» en 2013‑14 contra un impuesto al transporte de cargas en ruta; el rechazo de los votantes a una constitución europea de diseño francés en 2005; y la eliminación del primer ministro socialista Lionel Jospin antes de la segunda vuelta en la elección presidencial de 2002.

Así pues, no se puede pasar por alto este último resultado. El sistema político francés (una rareza mundial que combina la elección de un monarca y de una mayoría parlamentaria) ha llegado a su límite. Es verdad que la unidad de la coalición izquierdista de Mélenchon no está garantizada; sus miembros ya han comenzado a pelearse por puestos en el parlamento. Pero es probable que el cambio más duradero sea el hecho de que la extrema derecha haya multiplicado por más de diez su cantidad de parlamentarios. Algunos pasarán sin pena ni gloria, pero habrá una cantidad suficiente que permanecerá, aprenderá y dejará huella. Con la extrema izquierda y la extrema derecha bien representadas en el parlamento, el debate político en Francia ha cambiado en forma irreversible.

La consecuencia inmediata es una probable parálisis política en un país europeo importante, en momentos en que el continente se enfrenta a una guerra, a una crisis energética inminente, alta inflación y la amenaza de una recesión (por no hablar de la emergencia climática). Es comprensible que los mercados, que esperaban decisiones claras en vez de postergaciones, estén intranquilos. El resultado no presagia nada bueno para las reformas económicas y las finanzas públicas.

Pero la cuestión real a la que se enfrenta Francia es mucho más profunda: ¿cómo manejará su sistema político una situación hasta ahora imprevista? Como sea que se lo analice, es difícil evitar la conclusión de que Francia va camino de un atasco político duradero. La ambigüedad inherente al régimen constitucional francés ya es inocultable.

Dicha ambigüedad se relaciona con la falta de certidumbre respecto del papel de los partidos políticos. En 1958, al fundar Charles de Gaulle la Quinta República en la forma de un régimen semipresidencial con una base inestable de predominio parlamentario, se pensaba que la función principal de los partidos debía ser canalizar la expresión de las preferencias políticas.

Pero todas las enmiendas constitucionales posteriores fueron acercando a Francia a un sistema presidencialista puro. En esto se destacan la adopción tras un referendo en 1962 de la elección presidencial por voto popular directo; la experiencia de «cohabitación» en 1986, cuando un presidente de izquierda gobernó con un primer ministro de derecha; el acortamiento del mandato presidencial de siete a cinco años en 2000; y el colapso de los partidos políticos tradicionales de izquierda y derecha después de 2017.

A los votantes franceses les apasionan las elecciones presidenciales, ya que equivalen a elegir a un rey; lo que suceda en la posterior elección parlamentaria no les importa demasiado. Pero el resultado importa desde un punto de vista constitucional, ya que en esencia el sistema es de tipo parlamentario. Y los partidos políticos importan, a menos que el presidente tenga poder para gobernar sin ellos. Como mostraron tres períodos de cohabitación previos, el sistema resulta muy eficaz cuando el presidente y el primer ministro son de partidos distintos. El presidente puede ocuparse de su función constitucional: nombrar primer ministro, llamar elecciones, comandar el ejército y tener voz en la política exterior; todo lo demás es tarea del primer ministro.

A este panorama se le puede sumar una crisis política que llevó a los votantes franceses a distanciarse de lo que denominan «el sistema». Igual que en muchos otros países en los últimos cuarenta años, cada vez más votantes trabajadores y de clase media han ido dejando de participar en las elecciones parlamentarias. Este fenómeno, que tuvo ocupados a los sociólogos de la política por años, se ha convertido ahora en un problema importante al que ningún partido parece capaz de hacer frente.

En lo inmediato, el resultado de la elección siembra dudas sobre la gobernabilidad durante el segundo mandato de Macron; pero mucho más preocupante es que expone los límites constitucionales del sistema político francés.

Jean Pisani-Ferry, a senior fellow at the Brussels-based think tank Bruegel and a senior non-resident fellow at the Peterson Institute for International Economics, holds the Tommaso Padoa-Schioppa chair at the European University Institute. Traducción: Esteban Flamini.

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