La Constitución de la mejor España

Esta semana hemos celebrado treinta y ocho años de nuestra Constitución. Celebrar es el verbo correcto, porque aquel 6 de diciembre debe ser considerado, sin duda, como una fecha feliz. Inaugurábamos entonces el periodo de mayor paz, de mayor desarrollo humano y de mayores conquistas sociales de toda nuestra historia. No serían logros obtenidos por casualidad: ya desde el momento en que respaldamos la Ley para la Reforma Política –de lo que se cumplen, también en este mes, cuarenta años–, nos hallábamos embarcados en la empresa de hacer de España una nación democrática, moderna y plural. La nación que tenemos hoy.

Basta con echar una mirada a los periódicos extranjeros de la época para comprobar los elogios que España suscitó en la opinión pública internacional, admirada de que una sociedad pudiese efectuar un cambio tan profundo y positivo con la sola disposición al consenso, evitando caer en el caos y en el conflicto.

El clima generado por esa responsable actitud de los ciudadanos y de las fuerzas políticas es lo que representa un hito sin precedentes en nuestro largo intento por establecer en España un sistema de derechos ciudadanos. Desde 1812, con la proclamación de la Constitución de Cádiz, aquel deseo había inspirado la lucha de los patriotas más ilustrados. Pero, como suele recordar José Pedro Pérez-Llorca, la implantación del orden constitucional había ido siempre acompañada de convulsiones; algo que asentaba sobre bases muy endebles la consolidación de la institucionalidad y de la paz social.

La Monarquía parlamentaria estuvo en el centro del proyecto democrático desde el comienzo de nuestra historia constitucional. La Constitución de 1978 amplió el alcance de ese modelo incorporando los lineamientos del Estado social y democrático de derecho, que en la segunda mitad del siglo XX habían permitido a los países de Europa occidental convertirse en naciones igualmente avanzadas por lo que respecta al disfrute de los derechos individuales y al logro de la cohesión social. Nuestra entrada en la Unión Europea nos puso en la órbita de las sociedades que en lo político aspiraban a ser más libres; en lo económico, más prósperas; en lo social, más solidarias.

Lejos de invalidar esas aspiraciones, el paso del tiempo ha reforzado en la comunidad internacional la admiración por el sistema político del que formamos parte. Entre 1989 y 2011, el número de gobiernos democráticos en el mundo creció alrededor de un 70 por ciento. Lo que los españoles logramos hace treinta y ocho años se sigue valorando en nuestros días como el mayor testimonio de madurez política que puede ofrecer una sociedad.

A la vez, el mundo ha experimentado grandes transformaciones en las últimas décadas. La globalización ha impuesto novedosas circunstancias a la vida de los países y de las personas. Las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación aumentan el protagonismo de una ciudadanía cada vez más deseosa de participar, más dispuesta a defender sus intereses y a exponer sus necesidades. Sobre todo cuando, en un contexto de crisis económica, esas necesidades pueden llegar a crear inquietud sobre el futuro.

En este tipo de sociedades, la democracia representativa cobra más sentido que nunca. Sus mecanismos para traducir las demandas de una comunidad compleja son los más aptos para garantizar el pluralismo y el respeto a las diversas posturas. Por otra parte, el debate ordenado y reflexivo resulta especialmente valioso en un tiempo en el que todo lleva el signo de la inmediatez y del contagio viral; características que pueden ser muy convenientes a efectos publicitarios, pero no cuando se trata de tomar las decisiones más sabias para el bien de la nación.

La naturaleza garantista de la democracia representativa es un antídoto eficaz contra la agitación demagógica, que sustituye la convivencia política por un relato en el que sólo existen amigos y enemigos, y que impone, en consecuencia, la exclusión de cuantos no participen de ciertas ideas.

Es fundamental, pues, conservar las libertades y garantías que la democracia representativa protege con su vocación por el diálogo y su celo por los procedimientos. Pero esto no depende sólo de la arquitectura institucional del sistema parlamentario, sino también de la forma en que sus responsables políticos asimilen los principios de este modelo. Ya en 1885, en una obra dedicada a la práctica del parlamentarismo, Gumersindo de Azcárate advertía sobre la inconveniencia de que los partidos se nieguen recíprocamente «el agua y el fuego», y decía que, cuando políticos y ciudadanos se mueven sólo por la intolerancia, «vienen todos a negar, en su esencia, la base del régimen parlamentario, porque olvidan que partidos, individuos y colectividades valen, en la esfera política, en cuanto son elementos integrantes del Estado y llevan su representación; por donde la intolerancia es, en realidad, un ataque a la soberanía del todo social».

Los planteamientos sobre la reforma constitucional no deben presentarse en un clima de sectarismo como el descrito por Azcárate. La discusión sobre el alcance, el propósito y la conveniencia de los cambios debe permitir que los ciudadanos sepan muy bien lo que esperan ganar, estando, a la vez, seguros de que nada perderán en lo que respecta a sus libertades y a sus expectativas de progreso. Seguramente, la Constitución que tanto nos ha dado necesita de ajustes para continuar sirviendo a una sociedad que no está estática, sino en constante evolución. Pero ello exige un consenso semejante al que la convirtió, en 1978, en la base de un orden en el que todos teníamos cabida.

Nuestra Constitución fundó la mejor España que jamás habíamos tenido. Si se la reforma, ha de aspirar a darnos en el futuro la mejor España que todos y cada uno de los españoles podamos tener.

Ana Pastor Julián, presidente del Congreso de los Diputados.

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