La vigente Constitución, como toda obra humana, no es perfecta, pero en los 32 años que cumple hoy desde su aprobación por el pueblo español, ha regido el periodo más próspero y fecundo de toda nuestra historia constitucional. La razón de ese relativo éxito se explica porque, por primera vez en España, se había aprobado una Carta Magna hecha por todos y para todos sin excepción. Todos, salvo los que se autoexcluyeron, nos hemos sentido amparados por ella. Pero esta situación ya no es así.
En efecto, especialmente desde la llegada al poder del actual Gobierno presidido por Rodríguez Zapatero, la Constitución, como esas telas de mala calidad cuando se lavan, se ha ido encogiendo y hoy ya no constituye el baluarte con el que los ciudadanos han contado hasta ahora frente a los abusos del poder. Lo que quiero señalar es que la Constitución en el año 2010 ya no tiene la misma virtualidad jurídica que en 1978. Pero para entender esto mejor, podemos recurrir a una clasificación de las Constituciones, que formuló uno de los mejores constitucionalistas alemanes, Karl Löwenstein, en la que se distingue entre normativas, nominales y semánticas.
Las normativas son aquellas que poseen una vinculación jurídica inmediata y en las que sus normas dominan el proceso político o, a la inversa, el proceso del poder se adapta a los preceptos de la Constitución y se somete a ellos. Las nominales, aun poseyendo un cierto valor jurídico, no rigen la dinámica del proceso político puesto que no se adapta a sus normas y, por tanto, la Constitución carece de realidad existencial. Por último, las semánticas consisten en que aparecen como una mera apariencia o disfraz, puesto que ni tienen valor jurídico, ni el proceso político se ajusta a sus normas.
Pues bien, el desarrollo constitucional de estos últimos años nos señala que nuestra Constitución, que nació con la vocación ineludible de ser una auténtica Constitución normativa, ha ido perdiendo valor jurídico y político en estos años hasta pasar a convertirse en una nominal. Probablemente, la razón de más peso para entender por qué se ha producido esta mutación hay que buscarla en la orientación que desde el principio de su elección tomaron el presidente Zapatero y sus gobiernos.
La piedra angular de nuestra Constitución, que se basa en el consenso, con la que todos podían gobernar, rápidamente ha sido interpretada y aplicada a favor de la mayoría socialista y de sus aliados: los partidos nacionalistas. Se empezó a gobernar así, desvirtuando el espíritu de la Constitución, adoptándose un cierto marchamo revanchista que ha producido como resultado la aberrante Ley de Memoria Histórica, destinada a perpetuar el espíritu de la Guerra Civil. De esta manera, la casi mitad de los electores españoles, representados por el Partido Popular, quedaban al margen de ciertas decisiones fundamentales que debían haber sido aprobadas por consenso. Es más: la alianza estratégica del Gobierno del PSOE con los partidos nacionalistas catalanes, de clara ideología separatista, contribuyó a la inoperancia de la Constitución. La iniciativa, impulso y aprobación del Estatuto catalán, que desbordaba claramente el marco constitucional, fueron llevadas a cabo principalmente por el presidente del Gobierno, hasta el punto de que también alentó que el PSC -en principio un partido sometido a la disciplina del PSOE, pues forma parte del mismo grupo parlamentario- diese a luz la formación de los gobiernos tripartitos, es decir, junto con dos partidos independentistas, que han gobernado Cataluña en estos últimos ocho años.
De este modo, un partido nacional, que debe respetar lo que dice el artículo 2 de la Constitución, al señalar que se «fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española», ha estado gobernando con nacionalistas que no aceptan la Carta Magna y cuyo objetivo es la separación de España. Durante su mandato han legislado y tomado decisiones que iban contra los derechos de muchos españoles en Cataluña reconocidos en la Constitución.
Ante esta situación, como es sabido, el PP y el Defensor del Pueblo recurrieron el Estatuto de Cataluña ante el Tribunal Constitucional, cuya sentencia se ha demorado cuatro años, porque las razones jurídicas no querían someterse a las razones políticas. Pero, con todo y con eso, la sentencia ha demostrado la inconstitucionalidad manifiesta de la Norma catalana, que no ha sido aceptada por los partidos catalanes, promoviendo una manifestación, presidida por el propio presidente de la Generalitat, en contra del Tribunal Constitucional, es decir, en contra de la Constitución.
Sin embargo, después de las recientes elecciones catalanes, no parece que las cosas vayan a cambiar, pues a los nacionalistas de izquierdas les han sucedido los nacionalistas de derecha. Es sintomático, a este respecto, que el próximo presidente de la Generalitat, Arturo Mas, haya declarado lo siguiente: «Si España quiere que Cataluña esté dentro del Estado, algo tiene que hacer. Lo que no puede hacer es simplemente imponer un texto del año 78 que se hizo en las condiciones que se hizo. Si se coge la Constitución como la ha cogido el TC, es un desastre monumental reconocido por los padres catalanes (sic) de la Constitución, que no son sospechosos…».
En resumidas cuentas, tanto las reivindicaciones de un concierto económico para Cataluña, al estilo vasco, las promesas del presidente del Gobierno y de su ministro de Injusticia para corregir la plana al Tribunal Constitucional dándoles a los nacionalistas las competencias que no les reconoce la sentencia, como, igualmente el pacto insólito entre el Gobierno y el PNV -partido en la oposición, que a cambio de su apoyo en los Presupuestos Generales del Estado ha conseguido que se reconozcan competencias al País Vasco que no permite la Constitución-, son las muestras más palpables de que están sonando todas las alarmas de que nuestra Constitución está punto de convertirse en una Constitución nominal, en la terminología de Löwenstein. Porque las Constituciones, como señala este autor, no cambian tan sólo a través de enmiendas constitucionales formales, sino que están sometidas, quizá en mayor grado, a la metamorfosis imperceptible que sufre toda norma establecida por efecto del contexto político.
Pero no sólo eso, sino que los gobernantes, que son los máximos garantes del cumplimiento de la Constitución, han sido con frecuencia, como he demostrado, los primeros que conculcan los preceptos constitucionales a fin de favorecer sus intereses políticos. En cualquier caso, la primera víctima del estropicio de la Carta Magna ha sido el propio Tribunal Constitucional, que ha sido trastocado, sin modificar aquélla, lo que es sumamente grave, en cuestiones, como, por ejemplo, las que se refieren a la duración del mandato del presidente y de varios de sus magistrados, modificando en dos ocasiones la Ley Orgánica por la que se rige, en contra de lo que indica la propia Constitución, que ha sido violada, rompiendo así la seguridad jurídica que debe regir en todo Estado de Derecho.
Por lo demás, no vale la pena insistir aquí en los casos de modificaciones habidas de la Constitución, al margen de los preceptos establecidos para ello; de la única modificación que se ha hecho a la misma y que se hizo equívocamente porque se cambió más de lo que se quería; de las interpretaciones que se han hecho de la misma que cambian su sentido original; y, por no agotar el tema, de los artículos que no se han desarrollado aún y que, como ocurre con la inexistente Ley de Huelga, podría haber evitado espectáculos lamentables como los que hemos presenciado estos días.
La conclusión, por tanto, en el día de su 32 aniversario, es que ya no es una Constitución normativa, sino nominal, que no se cumple en todo el territorio nacional y que presenta numerosas goteras, en parte por el paso del tiempo, que hacen necesario su inmediata reforma y puesta al día. Hay que incluir nuevos derechos, hay que perfeccionar otros, hay que modificar algunos aspectos del sistema electoral y de la organización parlamentaria, modernizar la sucesión monárquica, hay que reforzar la unidad judicial de España y, especialmente, se debe acabar de una vez el modelo de Estado que, tal y como ha quedado tras los nuevos Estatutos y la sentencia del Tribunal Constitucional, es imposible que funcione satisfactoriamente, tanto por razones económicas, como políticas.
Pero, dicho esto, la pregunta es muy simple: ¿Quién pone el cascabel al gato? La respuesta no puede ser otra que un pacto entre los dos grandes partidos, que pasaría, en primer lugar, por la reforma de los procedimientos de modificación de la Constitución, que impiden y han impedido hasta ahora el aggionarmiento de la misma. Además, para no seguir más con la sangría económica, política, social y cultural de España, no hay ya más que una solución válida: la disolución de las Cortes y la convocatoria de elecciones.
Jorge de Esteban, catedrático de Derecho Constitucional y presidente del Consejo Editorial de EL MUNDO