La Constitución, en serio y en broma

No son sólo ciudadanos anónimos los que disparatan cuando hablan de la Constitución Española. Políticos de segunda fila también sugieren interpretaciones que están fuera de razón y regla. Pero lo más asombroso son las afirmaciones de algunos de los que mandan en el País Vasco, en Cataluña e, incluso, en Galicia. ¿Se trata, acaso, de declaraciones y propuestas «en broma»?

Porque podemos hablar de la Constitución «en serio», o sea sin pretender engañar a nadie, y podemos considerar «en broma» lo que de la Constitución se dice y escribe. (En Venezuela hablar «en broma» es no mencionar a los responsables del desaguisado).

La Constitución Española de 1978 contiene afirmaciones claras y rotundas que sólo con una intención aviesa pueden tergiversarse. Respecto a la soberanía, por ejemplo, se dice: «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado» (art. 1.2). El titular de la soberanía, por tanto, el que está investido de la competencia para decidir sobre el presente y el futuro de nuestro modo de convivir políticamente, es el pueblo español.

La Constitución puede reformarse -¡qué duda cabe!- y en ocasiones es conveniente la modificación de los textos fundamentales de las democracias. Pero la revisión tiene que decidirla el pueblo español. Una fracción de este pueblo, vale decir los ciudadanos de una Comunidad Autónoma, no están autorizados para revisar y cambiar aquello que la totalidad de los españoles establecimos en 1978. La autonomía no es soberanía.
Y aquí nos topamos con las interpretaciones «en broma». Abundan las posiciones anticonstitucionales: «Nuestro futuro será el que libremente decida el pueblo vasco», en un caso; o, en otros, «el pueblo catalán», o «el pueblo gallego», etc, etc. Todas esas declaraciones, más o menos solemnes, hay que valorarlas como dichas «en broma».

La organización territorial de España es «compleja», con un Estado en el que se integran las Comunidades Autónomas. Si hablamos «en serio» nos damos cuenta de que en esa organización hay un tronco, como ocurre en cualquier árbol, y unas ramas. (Recurro a la metáfora del árbol = entidad compleja). Por el tronco sube desde las raíces la savia que alimenta a las ramas. No olvidemos la definición que del árbol da el Diccionario: «Planta perenne, de tronco leñoso y elevado, que se ramifica a cierta altura del suelo».
Insisto: el árbol no es una unidad compuesta de partes, cada una de ellas con vida propia, sino una unidad compleja. El tronco del que emanan las ramas les da la vida y es su razón de ser. Cuando se corta una rama su destino es secarse pronto.

«En serio»: cualquier Comunidad Autónoma separada de la Nación española correría la suerte de las ramas cortadas del árbol.

En la Constitución se afirma que «el derecho estatal será, en todo caso, supletorio del derecho de las Comunidades Autónomas», y que las normas del Estado «prevalecerán, en caso de conflicto, sobre las de las Comunidades Autónomas» (art. 149.3). He aquí el tronco que identifican los observadores que se acercan «en serio» al documento.

Y estos mismos intérpretes, que no quieren engañar, advierten que el artículo 139.1 posee una redacción inequívoca: «Todos los españoles tienen los mismos derechos y obligaciones en cualquier parte del territorio del Estado». No es posible la discriminación pretendida «en broma» al incorporar una tabla de derechos en los Estatutos; derechos propios y exclusivos de los habitantes de una Comunidad.
Como escribí una vez, mis 15 nietos que residen en Madrid no han de ser titulares de unos derechos diferentes de los que disfrutan mis 6 nietos residentes en Barcelona. Hablo «en serio», mientras que los que hablan «en broma» apoyan la discriminación familiar, con la inclusión de derechos en los Estatutos de Autonomía.

Y esos mismos constitucionalistas «en broma» no tienen en cuenta que «el castellano es la lengua española oficial del Estado» (art. 3.1), añadiendo el mismo precepto que «todos los españoles tienen el deber de conocerla y el derecho a usarla».

«En broma» se nos informa, con cierta frecuencia, de una sanción por haber utilizado la lengua oficial, y «en broma» se publica que en determinados edificios públicos no se iza la bandera española. Los responsables de estas decisiones infringen el artículo 4 de la Constitución, si éste es leído «en serio».
Lectura «en serio» de la Constitución que nos lleva a precisar los postulados que la inspiran. El respeto a la Constitución exige una lealtad entendida como adhesión a sus fines y valores, con unos principios constitucionales que dan razón de ser y sentido a las normas concretas. En España, dentro de la lealtad en todos los ámbitos, hay una con notable protagonismo: la lealtad en las relaciones entre el Estado y las Comunidades Autónomas.

Nuestra doctrina en este punto es tributaria de la dogmática constitucional alemana, que ha hecho de la Bundestreue, la lealtad federal, uno de los principios fundamentales de su modelo de distribución territorial del poder público. Se ha llegado a definir como un principio inherente a la división horizontal del poder, válido, pues, por encima de la variante estrictamente federal. En nuestro caso su operatividad es mayor que en otros modelos descentralizados, habida cuenta de la singularidad de nuestro sistema autonómico.
Pero la lealtad, como principio, no puede circunscribirse a la sola relación entre el Estado central y las comunidades autónomas. En la medida en que se trata de la distribución del poder, también ha de contarse con el que la Constitución confía a los municipios y garantiza con la autonomía local. Asimismo, el proceso de construcción europea, tan necesitado de pautas y directrices, puede encontrar en la idea de lealtad un valioso canon.

La lealtad es un verdadero principio constitucional, con todo cuanto eso implica. Pero la lealtad no es a un texto fijo convertido en dogma, sino a una Constitución viva, que dura y subsiste con toda fuerza y vigor desde hace treinta años. Ese es el objeto de nuestra adhesión, si nos pronunciamos «en serio», con sentimiento constitucional.

Pero ante las numerosas versiones «en broma» que cada día nos llegan, tomar «en serio» la Constitución se está convirtiendo en una misión imposible. Los tibios de siempre ocupan la mayor parte de los asientos del espectáculo. Ni protestan ni aplauden. La escena es dominada por unos cuantos, pocos pero ruidosos, que quieren destrozar lo que en 1978 se construyó en España.

Manuel Jiménez de Parga, de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.