La Constitución no es el Código de Hammurabi

El Código de Hammurabi es una pieza histórica que se considera como el precedente de los textos legales codificados que se han desarrollado a lo largo de los tiempos. Su contenido nos sirve de punto de reflexión para comprobar, con desaliento, que en algunos aspectos la humanidad no ha avanzado lo necesario. Se trata de un conjunto de 282 leyes grabadas en una piedra por el rey de Babilonia Hammurabi (1795-1750 a. C.), que conquistó y posteriormente reinó en la antigua Mesopotamia. Se basa en la aplicación de la ley del talión, y para modificarlo se necesitaba la intervención de un artista cantero que borrase las letras originales y las sustituyese por otras. Tarea que nunca se abordó. Su estela, de más de dos metros de altura, se conserva en el Museo del Louvre.

Cuando desde diversos sectores, con argumentos diferentes, se propugna la necesidad de modificar la Constitución de 1978, surgen inmediatamente voces que sin argumentos jurídicos, sociológicos o políticos se oponen a su adaptación a los tiempos actuales, tan diferentes de la época de su confección y promulgación. Las razones que esgrimen son puramente coyunturales y políticas, sin que se explique suficientemente las causas de este inmovilismo que va contra el sentido de los tiempos y de la historia. Los neoconstitucionalistas que tanto proliferan en algunos partidos políticos y en medios de comunicación han surgido como una reacción ante los intentos de los independentistas catalanes para poner en marcha un proceso de autodeterminación que se inicia en el año 2014 y alcanza su culminación en el año 2017, con las consecuencias penales y políticas por todos conocidas.

La Constitución no es el Código de HammurabiLa pasión de los conversos para caminar por la senda constitucional se reduce a la defensa a ultranza del artículo 2 y no descartan el papel protagonista de las Fuerzas Armadas, a las que se encomienda la misión de garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional. Recientemente, han descubierto la utilidad del artículo 155 para actuar contra las comunidades autónomas que atenten gravemente contra el interés general y la posibilidad de obligarlas al cumplimiento forzoso de sus obligaciones. El resto de los 169 artículos que constituyen el texto de nuestra Constitución ni creo que lo conozcan ni les interesa.

Se aferran a su artículo 2, del que hacen una lectura simplista y muy cercana a lo que ya se decía en la Ley Orgánica del Estado de 1967. El contenido de esta ley franquista, que ha sido derogada expresamente por la Constitución, proclamaba que la soberanía nacional es una e indivisible y encomienda a las Fuerzas Armadas de la Nación. constituidas por los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire y las Fuerzas de Orden Público, la defensa del orden institucional.

No hace falta ser licenciado en Ciencias Exactas para ser consciente de que, en los momentos presentes, no salen las cuentas para alcanzar las mayorías necesarias para que cualquier iniciativa legislativa reformadora alcance los fines propuestos. Nuestro texto constitucional aborda en el Titulo X y en solo cuatro artículos (166 a 169) el procedimiento para la reforma constitucional. En principio, la iniciativa corresponde al Gobierno, al Congreso y al Senado pero, según el artículo 166 CE, está abierta también a las Asambleas legislativas de las comunidades autónomas.

Cualquier proyecto de modificación parcial del texto constitucional necesita los tres quintos de cada una de las Cámaras (Congreso y Senado). Así se produjeron las dos únicas reformas que, hasta el momento, han conseguido modificar la redacción original de dos artículos de la Constitución. La primera la del artículo 13 (27 de agosto de 1992), por el que, de conformidad con el Tratado de Maastricht, se concede derecho de sufragio activo y pasivo a los ciudadanos extranjeros para participar en las elecciones municipales.

La otra modificación, para mí la de mayor impacto, fue la del artículo 135, integrado el Título VII, dedicado a la economía y hacienda, que comienza recordando que toda la riqueza del país, en sus distintas formas y sea cual sea su titularidad, está subordinada al interés general. Contiene una referencia al principio de solidaridad al que también se hace referencia en el Título Preliminar.

Esta modificación, un tanto traumática y de consecuencias económicas imprevisibles, se realiza por la ley de 27 de septiembre de 2011, en cuyo preámbulo se justifica la medida por la necesidad del mantenimiento y desarrollo del Estado social que se proclama en el art. 1.1 y, en definitiva, de la prosperidad presente y futura de los ciudadanos. Consagra el principio de estabilidad presupuestaria y la prioridad absoluta del pago de la deuda pública. Deja un resquicio para eludir estos compromisos en los casos de catástrofes naturales, recesión económica o situaciones de emergencia extraordinaria que escapen al control del Estado y perjudiquen considerablemente la situación financiera o la sostenibilidad económica o social del Estado, apreciadas por la mayoría absoluta de los miembros del Congreso de los Diputados.

El texto salió adelante exclusivamente con los votos del PSOE y del PP (316); los partidos nacionalistas, vascos y catalanes, votaron en contra y otras formaciones se ausentaron del hemiciclo. Estas políticas restrictivas se han sustituido por medidas expansivas para hacer frente a la crisis sanitaria y económica desencadenada por la covid-19. En definitiva, nada es rígido e inmutable y todo puede ser modificado y adaptado a las realidades del presente.

Me adhiero a todas las sugerencias que se han formulado sobre la necesidad de reforzar los derechos económicos y sociales, propios de una democracia avanzada y comprometida con el Estado de bienestar.

Me centraré en dos aspectos que han pasado desapercibidos para la mayor parte de los que han dedicado sus reflexiones a la necesidad de un cambio en el texto constitucional. Me llama la atención que nadie haya reparado en la anomalía constitucional, inédita en todas las constituciones democráticas, que se contiene en el artículo 8 al encomendar a las Fuerzas Armadas la defensa del orden constitucional. Se trata de un trasplante de la Ley Orgánica del Estado que choca frontalmente con un sistema democrático basado en la soberanía popular encarnada en el Parlamento.

Es urgente y necesario suprimir esta incoherencia, que además aparece en el Título Preliminar, que define las líneas maestras del ordenamiento constitucional.

Este dislate constitucional no se puede corregir con el endeble argumento de dar primacía al artículo 97 CE que encomienda al Gobierno la dirección de la Administración militar y la defensa del Estado, ya que esta misión se concentra en la función de gestión de la política militar en cuanto a medíos, organización y decisiones estratégicas. De ningún modo neutraliza el mandato imperativo del artículo 8 de la Constitución. La intervención del Ejército en la salvaguarda del orden constitucional está limitada exclusivamente a las funciones que le encomienda la ley orgánica que regula el estado de sitio. En esta situación corresponde al Gobierno y solo al Gobierno, bajo el control del Congreso de los Diputados, la propuesta de la declaración de esta situación excepcional. Me parece que sobra y es perturbadora la subsistencia del artículo que encomienda a las Fuerzas Armadas la defensa del orden constitucional.

El debate sobre esta propuesta de supresión del artículo 8 nos ofrecería una radiografía reveladora de los males que pueden convertir nuestra Constitución en una estela petrificada como la del Código de Hammurabi o, por el contrario, nos abre las puertas para caminar hacia una sociedad democrática avanzada, como propugna el preámbulo de nuestra Constitución.

José Antonio Martín Pallin es abogado, comisionado español de la Comisión Internacional de Juristas (Ginebra) y exfiscal y exmagistrado del Tribunal Supremo.

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