La Constitución y la concordia

La Constitución y la concordia

Un atardecer de 1945, estando de tertulia en su casa de Madrid, Pío Baroja propuso: “Vamos a escribir todos, cada uno en un papel, la fecha que damos de duración al régimen y vamos a dejar en un sobre todos los papeles. A ver quién acierta”. El dictamen del doctor Val y Vera fue el más benevolente —diez años—, lo que provocó las risas del resto de tertulianos.

En las fachadas de las casas de aquella España negra y blanca, retratos de Francisco Franco sonriendo y de José Antonio posando como un galán de película; y consignas: “Hay que rehacer en los campamentos la España deshecha en los cafés”. Como en la Cataluña actual, Franco ganaba referendos en los que una misma persona votaba varias veces; como en la Cataluña actual, en los referendos había lugares donde obtenía el voto del 120% del electorado; como en la Cataluña actual, Franco solo gobernaba para los “buenos españoles”, marginando las otras lenguas también. Luego de romper la doble llave del sepulcro de Rodrigo Díaz de Vivar y beber de los restos de su alma, se había metamorfoseado en “El Cid del siglo XX”.

Al último dictador fascista de Europa se le empezó a borrar la sonrisa cuando la generación de jóvenes que no había luchado en la guerra llegó a la universidad; cuando aparecieron por las parroquias los primeros curas obreros y por las playas los primeros biquinis extranjeros; cuando las pantallas de televisión se convirtieron en una ventana a un mundo distinto… Joaquín Garrigues Walker hablaba del olor a democracia de España.

Los ancianos ojos del caudillo —cada vez más llorosos— disfrutaban viendo fútbol y películas en el Pardo. Mientras el régimen se iba apagando, él veía Candilejas en el cine del palacio, aunque Chaplin fuese comunista; veía Historia de dos ciudades, aunque Dickens fuese inglés.

Cuando empiezan las primeras hemorragias, es operado en el quirófano del Regimiento de la Guardia del Pardo. El último paciente allí operado había sido un caballo (¿el caballo de Pavía?). Guardias civiles donan varios litros de sangre al generalísimo. Aquellos días, como la noche del golpe de Tejero, el país vivía pegado a los transistores.

El africanista Franco, que veinte años atrás había sufrido la independencia de Marruecos, sufría ahora en su agonía la Marcha Verde, la posible pérdida del Sahara, lo cual le provocó una recaída. Cansinos Assens escribe en sus memorias: “Veíamos avanzar un carruaje oficial, de ministro. En su fondo reposaba su tedio y su vejez el presidente del Consejo, don Práxedes Mateo Sagasta, el que había perdido las colonias”. Franco, que había soñado con crear un nuevo imperio en el norte de África, avanzaba hacia la muerte en una habitación de la Ciudad Sanitaria de La Paz, generalísimo que había perdido, que iba a perder, las últimas colonias.

Al terminar la guerra, el devoto Franco recibió un telegrama en el que Pío XII le daba las gracias por la “victoria católica”; sin embargo, ahora no respondía a las llamadas de Pablo VI, que quería pedir el indulto de unos terroristas condenados a muerte.

En la catedral de San Patricio de Nueva York, Dalí rezaba por el caudillo cada mañana. Fueron tantas las hemorragias que un almirante llegó a decir que se estaba “muriendo a chorros”. Más de treinta médicos intentaron salvarle la vida, pero, finalmente, siguió el consejo de Umbral, que decía que el amor y la muerte se hacen en la cama. Vázquez Montalbán brindó con cava; Fernando Savater no “porque todas las muertes prefiguran la propia” (y brindó por la vida libre). Dalí se pasó el 20 de noviembre de 1975 llorando.

Franco pesaba poco más de cuarenta kilos al morir; los días posteriores, el príncipe Juan Carlos perdió varios kilos, siendo su mirada, por una vez, menos triste que cansada. El 22 de noviembre ya era rey; en las Cortes anunció que al futuro debía llegarse a través de un “consenso de concordia nacional”.

Poco a poco fueron volviendo del exilio Madariaga, Tarradellas, Alberti, Pasionaria… En México los Reyes hablaron con la viuda de Azaña, quien les dijo que a su marido le hubiera gustado ver la reconciliación de los españoles. En Buenos Aires don Juan Carlos le impuso la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio a quien fue presidente del Gobierno republicano en el exilio, Claudio Sánchez-Albornoz. Por cierto, en Confesiones escribe Albornoz: “Arrodillado ante el confesor, tras la exposición de mis culpas, dije: ‘He deseado la muerte de Franco’. ‘¿Es usted vasco?’, me dijo el sacerdote. ‘No, soy castellano’. El ministro del Señor se exaltó y se lanzó a referirme las persecuciones que él y la comunidad de que forma parte habían sufrido en vísperas de la Guerra Civil y en sus prolegómenos. Le escuché reverente, pero al cabo le dije: ‘Padre, yo he venido a confesarme; no a discutir de política’. Me dio la absolución y concluyó el difícil trance”.

En la final de la Copa del Generalísimo de 1976, el Rey cogió a Adolfo Suárez y Alfonso Ossorio por los hombros y les dijo: “Habréis observado lo viejo que está Bernabéu… Es que hacen falta presidentes jóvenes en todo, ¿me entendéis? En todo”. Unas semanas después, don Juan Carlos llamaría a Suárez para que acudiese a la Zarzuela. Un ayudante le acompañó al despacho del Rey, donde no vio a nadie; hasta que una sonora risa le mostró que se había escondido detrás de la puerta:

—Tengo que pedirte un favor, Adolfo. Quiero que seas presidente del Gobierno.

—¡Joder, majestad! Creí que no ibas a pedírmelo nunca.

En el bar del Congreso, entre café y café, falangistas y comunistas rehacían la democracia. Mientras, Suárez se reunía con más de treinta generales para provocar (sin que se dieran cuenta) la implosión del franquismo. Y aunque haya caído en el olvido, el maestro político de Suárez fue Torcuato Fernández-Miranda: “Me consultaba hasta las comas de sus discursos”.

En los debates que propiciaron la Constitución del 78 Ortega fue el autor más citado. El matrimonio de casi mil quinientos años entre la monarquía y la Iglesia llegaba a su fin. La Historia de España no siempre era la más triste porque no siempre terminaba mal. Tejero se quejaría de que en la Carta Magna faltaba Dios y sobraban nacionalidades.

El 6 de diciembre de 1978 la Constitución ya estaba traducida al catalán, al gallego y al vasco. La piel de España cambiaba tan rápidamente que a los cerebros les costaba hacer la digestión: cuando el secretario general de Esquerra Republicana de Catalunya, Heribert Barrera, le dijo a un taxista que lo llevase a la Zarzuela, acabó en el teatro.

De Suárez se decía que era el hombre que mejor abrazaba de España. Disfrutaba viendo fútbol y películas en la Moncloa (Los diez mandamientos, Lo que el viento se llevó…). Los paisajes en blanco y negro del franquismo se iluminaron con el tecnicolor democrático. Sin embargo, el abrazo que nos dimos los españoles con la Constitución del 78 ha sido traicionado por el egoísmo de los independentistas.

Hay una anécdota que ilustra perfectamente lo sucedido: Albert Boadella le había pedido ayuda a Alfonso Guerra para solucionar una gestión; Guerra le dijo que le llamara la semana siguiente. Cuando el dramaturgo así lo hizo, le contestaron que el político no estaba en la sede del partido. Una y otra vez, siempre le daban la misma respuesta. Hasta que se le ocurrió que llamara Dolors, su mujer, diciendo que era la secretaria de Jordi Pujol. Entonces la respuesta cambió: “Un momento…”.

Hace diez años, cuando Adolfo Suárez ya no sabía que era Adolfo Suárez, el Rey fue a su casa para entregarle las insignias del Toisón de Oro:

—¿Tú quién eres?

—Gilipollas, ¿quién voy a ser? Tu amigo, el rey, Juan Carlos.

Suárez esbozó una de sus seductoras sonrisas y el Rey, como en aquella final de la Copa del Generalísimo, le puso una mano encima del hombro.

Cuando Rafael de Riego, luego de proclamar la Constitución de 1812 en Cabezas de San Juan, entró por primera vez en el Congreso, preguntó: “¿Dónde nos sentamos los héroes?”. Quienes hicieron posible la Constitución de 1978 deberían ocupar en nuestra Historia el panteón de los héroes, lo cual no es óbice para encarar por fin algunas reformas: cambiar la ley electoral para que todos los votos valgan lo mismo, la despolitización de la Justicia, eliminar los privilegios vascos y navarros, un pacto de Estado sobre la educación…

Suárez —igual que Sánchez-Albornoz— está enterrado en la catedral de Ávila. En su epitafio reza: “La concordia fue posible”. Desgraciadamente, la concordia no ha sido posible porque gente como Quim Torra piensa que un cráneo de Ávila no será nunca como uno de la Plana de Vic.

José Blasco del Álamo es escritor y periodista.

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