La construcción de un conflicto identitario

Circula por las redes un chiste en el que un fundamentalista islámico se sube a un taxi y le pide al taxista que apague la música de la radio porque en tiempos del Profeta no había radio, a lo que el taxista le responde que se baje del taxi y espere a que pase un camello, porque en tiempos del Profeta no había taxis. Los anacronismos nos suelen llevar a estas contradicciones, y no nos faltan anacronismos últimamente en España. Los secesionistas catalanes llevan años paseándose por el mundo hablando del amargo final de la Guerra de Sucesión, que no de Secesión, y las añoradas libertades de los catalanes en el siglo XVIII. Sin embargo, es harto improbable que los catalanes y catalanas del siglo XXI aceptaran cambiar sus libertades actuales por las que tenían en la Cataluña feudal del siglo XVIII. Hacer retroceder la historia para que el mundo recupere su configuración de hace tres, o cinco, siglos, además de imposible, es bastante injusto con las vidas de las personas que vivieron entremedias.

De hecho, a la hora de buscar una solución a la situación en Cataluña, parece más razonable apelar a los pactos de nuestros padres que a las guerras de nuestros abuelos. Incluso quienes, como hacen los líderes de Unidos Podemos, tratan de deslegitimar la Constitución de 1978 diciendo que fue una constitución elaborada bajo la vigilancia de los militares, deberán reconocer que la unidad de España que se recoge en nuestra Constitución es fruto de un consentimiento más libre y democrático que ningún otro procedimiento de unificación de territorios a lo largo de toda la historia de lo que hoy es España. Obviamente esto no significa que debamos ignorar nuestro pasado, sino todo lo contrario. Como decía Marx, los seres humanos hacen su propia historia, pero en condiciones que no han elegido. Así fue para nuestros padres, y así es para nosotros. No hemos elegido, por ejemplo, que haya en Cataluña dos grupos lingüísticos diferenciados, pero la historia los ha puesto ahí.

Según la última encuesta del Centre d'Estudis d'Opiniò (CEO) de la Generalitat, correspondiente al mes de junio, el 48% de la población catalana considera el castellano como su lengua propia, el 43% considera que es el catalán y un 9% dice que ambos idiomas son su lengua propia. Y la lengua es, quizá, el principal material, ciertamente no el único, con el que los nacionalistas construyen las naciones, y con ellas los Estados, aunque no es obligatorio construir ni unas, ni otros. Ciertamente, una vez establecidos, los sentimientos de identidad territorial son bastante persistentes. El nacionalismo español se empleó a fondo durante cuarenta años de dictadura para acabar con los nacionalismos periféricos, sin mucho éxito.

Con la Constitución de 1978 los españoles embridamos al nacionalismo español e iniciamos un nuevo periodo de nuestra historia en el que la diversidad de lenguas y culturas, y la pluralidad de identidades, fue considerada una riqueza que debíamos proteger. Una de las expresiones más notables de amor a esa diversidad que constituye España fue que, en Cataluña, quienes tienen como lengua propia el castellano, y que, como hemos visto, son, también allí, el grupo lingüístico mayoritario, aceptaron educar a sus hijos, no en una escuela bilingüe, sino exclusivamente en catalán. No es muy común en ninguna parte del mundo que la lengua oficial del Estado esté prácticamente excluida en la escuela de un territorio de ese Estado. Pero esa fue la apuesta de la España constitucional por la identidad, la cultura y la lengua catalanas, para hacer de diferentes comunidades lingüísticas e identitarias un solo pueblo. Ese fue el pacto que hicieron nuestros padres, un pacto que garantiza un amplio autogobierno en Cataluña y, a la par, la unidad política de los españoles de Cataluña con los del resto de España, un pacto que ahora tratan de impugnar los secesionistas y sus palmeros populistas.

Un acuerdo, por cierto, que unos hemos cumplido más que otros. En Cataluña, el 61% de los que consideran el castellano su lengua propia se consideran tan catalanes como españoles, un sentimiento de identidad compartida que solo se da entre el 17% de los que consideran que su lengua propia es el catalán. Donde nuestros padres hicieron un pacto de convivencia para construir un pueblo plural, los secesionistas y populistas están alimentando un conflicto entre las dos comunidades lingüísticas. Según los propios datos de la Generalitat, la lengua propia es el mejor predictor de las preferencias respecto a la secesión de los catalanes y catalanas. Quienes tienen como lengua propia el catalán son partidarios de la secesión en un 80%, cifra que se reduce al 16% entre quienes tienen el castellano como lengua propia. La secesión que aprobó ayer la mitad del Parlamento de Cataluña no es solo respecto al resto de España, sino respecto a más de la mitad de la sociedad catalana.

Ni la dictadura, ni la inmersión lingüística han conseguido cambiar el sentimiento de identidad nacional, ni la lengua propia de nadie. Nuestros padres lo comprendieron y vieron la solución, para crear un marco de convivencia, en el acuerdo. El secesionismo catalán, y el populismo, la ven en la confrontación, aunque sea una confrontación en las urnas, como quieren los populistas. No ofrecen el referéndum como un ejercicio de libertad, sino que obligan a que una mayoría de catalanes renuncien a una parte de su identidad plural, para adecuarse al ideal homogéneo de nación de los secesionistas. A eso llaman derecho a decidir. También al derecho exclusivo y excluyente de los ciudadanos y ciudadanas de un territorio a declararnos extranjeros, de manera unilateral, al resto de los españoles, a nuestras instituciones y a nuestra lengua. Extranjeros en un territorio en el que no lo fueron ni nuestros padres ni nuestros abuelos, pero sí lo serían nuestros hijos y nuestros nietos. Secesionistas y populistas olvidan que somos un pueblo porque, después de una guerra civil y una dictadura, los españoles, temerosos no de los militares, sino de nuestro pasado, nos hicimos una promesa de convivir respetándonos y ayudándonos, y no bajo el capricho de una mayoría coyuntural, sino bajo el imperio de una ley democrática, que acordamos y votamos entre todos.

Estoy convencido de que, cuando –después de haber intentado todo lo demás– hagamos lo razonable, encontraremos que lo razonable, a la hora de construir el marco de convivencia en una sociedad plural, no es acordar una votación, sino votar un acuerdo. No es solo el articulado, sino el espíritu de la Constitución que forjaron nuestros padres lo que fue vulnerado ayer por los secesionistas y sus compañeros de viaje populistas.

José Andrés Torres Mora es diputado del PSOE.

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