La construcción del islam

A partir de los años cincuenta y sesenta, buenos observadores como Gabriel Le Bras en Francia comenzaron a señalar el declive de la religión en Europa. La religión, es decir, el cristianismo. Algunos hicieron hincapié en la aceleración de la secularización, lo que implica que la fe deja de controlar toda la existencia de los creyentes y deja de regir la vida pública y política. Otros constataron la desafección de los lugares de culto, menos frecuentados, o las dificultades cada vez mayores para la Iglesia católica para fomentar las vocaciones, para llenar sus conventos o renovar el clero. Gauchet, un filósofo francés, citando una frase del famoso sociólogo alemán Max Weber para convertirla en título de un libro publicado en 1985, habló de “desencantamiento del mundo” para introducir la imagen de esta evolución, con la idea en particular que el cristianismo supone la religión de la salida de la religión.

Luego vino el islam. Hoy en día, en muchos países europeos esta religión muestra una vitalidad que contradice la tesis de la decadencia religiosa. Y está en el centro de un gran debate, entre los más pasionales que haya, hasta el punto de aparecer como una de las principales preocupaciones de los ciudadanos en general, y en ocasiones incluso como más central.

Los musulmanes en Europa no son más que un pequeño porcentaje de la población. Sin embargo, según las encuestas de opinión, son vistos como mucho más numerosos. Y el islam se repite constantemente en el debate. ¿Cómo explicar que esté en esta centralidad de las preocupaciones y del rechazo?

Dos tipos de análisis pueden servir como punto de partida. El primero funciona de abajo hacia arriba, y va de dentro de las sociedades hacia el exterior, la vida internacional. En esta perspectiva, el islam es principalmente el resultado de la transformación de la inmigración venida de países musulmanes para trabajar en Europa, y finalmente instalada allí, con sus mujeres y los niños. Su aumento se explica por la lógica de la reproducción –cumpliendo con la religión de los padres y abuelos– y también de la producción –el racismo, la discriminación, las dificultades económicas, etcétera, empujan a los individuos a valorar la religión, que da sentido a una existencia difícil–. A partir de ahí, podemos destacar varios fenómenos: la diversidad de las formas religiosas, las orientaciones sectarias de unos, la radicalización de otros, conversiones de jóvenes cristianos... El razonamiento puede luego introducir la alta sensibilidad de estas poblaciones respecto de lo que se juega en los países musulmanes, el Próximo Oriente y el Medio, y mostrar cómo hay que tomar en cuenta esta dimensión en el análisis.

Una segunda perspectiva procede de arriba a abajo y de afuera hacia adentro. El islam en Europa se percibe entonces, principalmente, como resultado de los procesos que operan en otras partes, más cerca o más lejos. Es un tema importante en las sociedades española, inglesa, alemana, francesa, a causa de los ataques del 11-S, de la fatua de Jomeini contra Rushdie o de lo que está en juego hoy en Iraq, Siria, Irán, los Emiratos, etcétera. Es preocupante porque procesos o acontecimientos venidos de esta parte del mundo acaban por proyectarse en el territorio nacional español, inglés, etcétera. Guerras, el terrorismo, el peligroso proselitismo implementados por algunos regímenes... Si el islam ocupa un lugar tan importante en el debate público es por esta proyección, lo que subordinaría la existencia de los musulmanes en Europa a lógicas exteriores.

Ambos enfoques tienen su parte de verdad, y sin duda deben ser cruzados para entender lo que supone la experiencia de los musulmanes venidos a Europa. Pero ni lo uno ni lo otro, o incluso su combinación, es suficiente para explicar este hecho importante: la centralidad actual del islam en el debate público. De hecho, es necesaria la participación de un tercer tipo de análisis, que también corresponde a un nivel intermedio entre la “baja” y “alta”, y entre el “dentro” y “fuera” mencionado anteriormente. Si las percepciones del islam preocupan tanto a la opinión pública, es en gran parte debido a que están construidas por las políticas públicas, por los estados y, mediante la “comunicación”, por los medios de comunicación y algunos intelectuales.

Esta construcción requiere, sobre todo, resaltar la cuestión de la seguridad. Entonces el islam es evocado de dos modos. El primero es, con mucho, el más espectacular: el islam en general se asocia entonces más o menos explícitamente a las imágenes de una amenaza, especialmente el terrorismo, vinculada a los centros de poder o influencia extranjera. La representación, aquí, está conformada por el discurso de la guerra, y se pasa rápido del “choque de civilizaciones” de Samuel Huntington descrito hace más de veinte años, a la “guerra contra el terrorismo” de Bush, Blair y otros, y a los discursos bélicos actuales de Manuel Valls, por ejemplo. Pero el discurso de los estados es generalmente prudente, para no estigmatizar directamente al islam o a los musulmanes. Algunos intelectuales o políticos también requieren evitar la amalgama: el islamismo no es el islam.

Aún así, cuanto más hablamos de inseguridad, la mayor parte de la opinión pública es sensible y sensibilizada para responder a los riesgos y amenazas de tipo terrorista, y el islam se pone a la vanguardia en el debate público. Sería mucho menos, si, por ejemplo, el Estado con su política y los medios de comunicación hablara menos de inseguridad y mucho más de lo que lo hacen de la crisis social, la injusticia, la desigualdad, dificultades económicas, si las encuestas no hicieran preguntas día tras día sobre la inseguridad.

Una segunda manera que tienen los estados de poner el islam en el centro del debate público, menos importante que la anterior, consiste en ver en él un recurso que se moviliza precisamente para contrarrestar las amenazas y contribuir al buen orden público. En este caso, a los musulmanes se les anima a institucionalizar su existencia colectiva como la participación en asociaciones, consejos, comités que están asociados al poder público para garantizar el funcionamiento apropiado de la vida local. A continuación, se les pide que se aseguren de que sus comunidades se comportan en apoyo de la política nacional, que impidan que el culto sea una oportunidad para hacer proselitismo devastador, como en los días de Londonistan en Londres, cuando los predicadores formaban libremente y casi a la luz del día a futuros terroristas.

Este tipo de movilización, que requiere de los musulmanes lo que no se solicita a ningún otro grupo, pone al islam en primera fila para contrarrestar la inseguridad, lo hace visible, y actor en la lucha por la seguridad. Suscita un malestar entre los musulmanes, que pueden sentirse estigmatizados, y los sentimientos aún más perturbadores en el seno de la población: si se invita a los musulmanes a actuar contra el terrorismo, ¿no es porque tienen algo de responsabilidad?

Cuanto menos omnipresente sea el discurso de la guerra y menos los musulmanes estén sujetos a los mandatos del poder para comportarse correctamente, más podrán ser ciudadanos responsables, conscientes y capaces de demostrar que comparten la preocupación de vivir juntos. Entonces, el islam dejará de ser una preocupación obsesiva.

Michel Wieviorka, sociólogo, profesor de la Escuela de Estudios Superiores en Ciencias Sociales de París.

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