Arabia Saudí no ha permanecido impasible ante las revueltas árabes. Al contrario, su respuesta ha sido inmediata y rotunda, reflejando su determinación de que los regímenes del Golfo permanezcan ajenos a este tipo de levantamiento revolucionario. El reino se ha alzado como líder de un nuevo frente reaccionario que está resuelto a abatir las demandas populares de reforma. Las herramientas son bien conocidas, ya que han sido empleadas con anterioridad en momentos de crisis política. La inestabilidad política se afronta con palos y zanahorias: dinero por un lado y restricciones del espacio político y social por otro.
El desembolso saudí para paliar cualquier esbozo de queja por parte de la población ha sido desorbitado. Los generosos incentivos financieros se estiman en un total de casi 130.000 millones de dólares (más de 180.000 millones de euros). Las medidas incluyen ayudas al desempleo, subidas salariales y un salario mínimo para empleados del Estado, bonificaciones para trabajadores del sector público y estudiantes, la construcción de 500.000 viviendas, la creación de 60.000 nuevos puestos de trabajo en el Ministerio del Interior y una nueva comisión para combatir la corrupción. Además, se han destinado unos 375 millones de dólares a las instituciones religiosas; esta aparente recompensa por su apoyo a la hora de denunciar cualquier protesta contra el régimen supone un retroceso en las políticas de reforma del rey Abdullah, que habían buscado neutralizar el poder religioso, y una vuelta al más estricto conservadurismo social.
Mientras el PIB per cápita de Egipto es un poco más de 6.000 dólares y el de Túnez está cerca de 9.000 dólares, el de Arabia Saudí está en 24.000 dólares y en alza. Los enormes ingresos procedentes del petróleo actúan como colchón ante cualquier protesta. El Estado distribuye las rentas del petróleo a cambio de que la población ceda sus derechos políticos y civiles, de ahí que no estén permitidos los partidos políticos, ni las manifestaciones, ni las organizaciones de la sociedad civil. Pero el crecimiento económico es desigual y el país se enfrenta a altas tasas de desempleo (27% para los menores de 30 años en 2009), una tasa de inflación en máximos históricos y costes de vivienda fuera del alcance de la mayoría de la clase media. El régimen ha acelerado la creación de empleo en el sector público desde 2008, pero es una batalla perdida. Cada año unos 400.000 saudíes entran en el mercado laboral, unas cantidades que ni la mayor burocracia podría absorber. Mientras medidas blandas contrarrevolucionarias como subsidios y creación de empleos públicos pueden funcionar a corto plazo, a la larga son fiscalmente insostenibles y estructuralmente nocivas. Se crea un sistema corrupto de incentivos, atrayendo a la población a trabajos bien pagados en el sector público en detrimento del sector privado y socavando así la necesaria diversificación económica.
La otra cara de la moneda han sido las medidas restrictivas. La aparente vulnerabilidad del régimen de Bahréin fue una llamada de atención que desató el miedo en los regentes del Golfo, alentándoles a cortar de raíz cualquier disidencia. Un espacio político ya de por sí estrecho se ha visto reducido aún más. Las medidas incluyen detenciones, restricciones de los medios de comunicación y la reiteración de las líneas rojas que no se pueden violar. Los arrestos se han concentrado en las provincias orientales, donde reside la mayoría de los chiíes, y fuentes de Human Rights Watch hablan de hasta 145 detenidos desde febrero. Las autoridades han reiterado la prohibición de manifestaciones y protestas públicas. Los ulemas han cooperado en este esfuerzo, avisando de que las protestas van en contra del islam. También se ha bloqueado el intento de establecer lo que hubiese sido el primer partido político del reino: el Partido Islámico de la Umma. Su llamamiento a una reforma política pacífica, dentro de unos parámetros islámicos, fue suficiente para arrestar a cinco de sus fundadores. Las restricciones a los medios se concretaron en un decreto que prohíbe la publicación de cualquier artículo que contradiga la ley islámica, sirva intereses extranjeros o socave la seguridad nacional. Se criminaliza además la publicación de insultos al gran muftí, a miembros del consejo de ulemas o a representantes del Gobierno. También se han impuesto restricciones en los medios de comunicación electrónicos, obligando a los blogueros a obtener licencias del Gobierno y a los medios electrónicos a registrarse.
Con estas medidas parece ponerse fin a cualquier ambición de reforma albergada tras el ascenso del rey Abdullah al trono en 2005. Aunque la promesa de liberalización no se había materializado, algo de espacio político sí se había abierto en los últimos años y el enfoque del monarca en las reformas de la educación y la justicia, tradicionalmente feudos del poder religioso, parecía señalar su intención de frenar el poder de las instituciones religiosas. Ante las revueltas árabes la familia real ha vuelto a hacer uso del pilar religioso y este ha cumplido, emitiendo las fetua de rigor. Algunos pequeños gestos como el anuncio de la celebración de las elecciones municipales en septiembre de este año (pospuestas desde 2009), la liberación de algunos presos políticos o las reuniones de algunos gobernadores con activistas locales no se perciben ya como esfuerzos reformistas sino como un mero ejercicio de relaciones públicas.
Las respuestas nacionales han estado complementadas por un cierre de bandas regional. Los regímenes del Golfo no dudaron en acudir al apoyo de Bahréin y a mediados de marzo tropas saudíes y fuerzas policiales de los Emiratos Árabes entraban en el pequeño reino supuestamente bajo el paraguas de las fuerzas del Escudo Península del Consejo de Cooperación del Golfo (CCG). Asimismo han aunado fuerzas para mediar en el conflicto de Yemen, rendir su apoyo a la intervención en Libia o para ofrecer un total de 20.000 millones de dólares en ayudas económicas a Bahréin y Omán, los dos países más azotados por protestas internas. Las invitaciones a Jordania y Marruecos a formar parte del CCG parecen diseñadas para fortalecer aun más el grupo de monarquías como contrapeso a los cambios regionales.
Y luego está el recurrente espectro de Irán. En abril, el CCG emitió un comunicado en el que reflejaba su preocupación "por las continuas intromisiones iraníes" y acusaba a Irán de conspirar contra las monarquías árabes. La intervención en Bahréin se puede leer en parte como una señal, tanto a los poderes chiíes de la región, Irán e Irak, de que no interfieran en los asuntos de la península Arábiga, como para el presidente Obama, de que no intente apoyar movimientos de cambio en la región del Golfo. Es cierto que la creciente influencia iraní tras la invasión de Irak preocupa a los saudíes y que un componente importante de su política exterior se basa en frenarla, ya sea en Afganistán, Irak, Líbano, Yemen o los Territorios Palestinos.
Pero más allá del balance de poder regional, culpar a Irán de inmiscuirse en asuntos internos y de estar detrás de las revueltas en Bahréin obedece a una vieja táctica de los Gobiernos de la región para deslegitimar las protestas, tachándolas de intromisiones del exterior. Se externalizan así las raíces de las protestas y se desligan de cualquier agravio nacional legítimo. Se deslegitima además a la oposición chií, cuestionando su lealtad. Pero el juego sectario es peligroso y lo que se está consiguiendo es recrudecer las tensiones.
De momento, Arabia Saudí parece haber despistado a las revueltas. La oposición está dividida ideológicamente y poco organizada, el rey goza de popularidad y el régimen sigue su política de patronazgo. A la larga, sin embargo, esta fórmula de apaciguamiento puede resultar insostenible. La distribución de las rentas alimenta la imagen de una familia real magnánima y generosa, pero al ofuscar la diferencia entre prestaciones sociales y donaciones reales se exacerba el problema de la falta de derechos. Es posible que los saudíes se cansen un día de ser tratados como súbditos, aunque muy bien tratados, en lugar de como ciudadanos con derechos y obligaciones. Hasta ahora las peticiones de reforma no han mencionado el cambio de régimen y se han limitado a pedir moderadas reformas políticas, pero el contrato social que define la relación entre los gobernantes y los ciudadanos -el trueque de riqueza económica a cambio de poder político- no durará siempre. Para mantener su legitimidad el régimen tendrá algún día que reformarse y hacerse eco de los tiempos que corren.
Ana Echagüe, investigadora en la Fundación para las Relaciones Internacionales y el Diálogo Exterior.