La convergencia entre tecnocracia y populismo

Para un populista, el mercado es el responsable único de la crisis y pretende salir de ella aumentando el control político de la economía. Como cree que la voluntad política se impone a las restricciones económicas, no sólo quiere corregir los fallos del mercado, sino suplantarlo.

Mucho regeneracionista tecnocrático cree defender el mercado; pero en el fondo sirve al populista, pues le ayuda a desprestigiarlo. Además, ambos prescriben recetas similares en política, pues proponen mejorar su funcionamiento sin más que elegir otros representantes, según el populista, o cambiar algunas reglas institucionales, según el tecnócrata. En ambos casos, sin que los ciudadanos hayan de esforzarse lo más mínimo.

Esta convergencia de fondo está disimulada en la superficie. El populista se limita a cultivar el resentimiento. El tecnócrata critica al gobernante por no regular bien la economía. Le acusa de servir el interés privado de la élite, de la cual, como el populista, no sólo excluye a la masa sino también a sí mismo. En su análisis, compara un mercado imperfecto, poblado de empresarios egoístas y decisores desinformados, con una regulación que presupone circunstancias opuestas: en particular, un regulador benevolente y sabio, capaz de corregir los fallos del mercado y mejorar su funcionamiento.

Este planteamiento es falaz porque las dificultades informativas del mercado subsisten y a menudo se agravan tras regularlo; y, además, el regulador no es mejor ni peor que el empresario. Sin embargo, lejos de reconocer las limitaciones intrínsecas de la regulación, el tecnócrata culpa de sus fallos al regulador por no ser tan benevolente o tan sabio como él le supone. Eso le permite seguir prometiendo que puede regularlo mejor. Así es que llevamos décadas tratando de mejorar la regulación sin ninguna señal de éxito. Nuestra demostrada incompetencia regulatoria aconsejaría regular menos, reduciendo la masiva discrecionalidad política, regulatoria y judicial, pero interesa insistir en la pretensión de regular mejor. La regulación da poder.

El tecnócrata tampoco valora que, dentro de las actuales restricciones macroeconómicas, nuestro sistema político responde fielmente a lo que desea la mayoría de la población. En esencia, nuestros gobiernos han liberalizado tarde, mal y nunca; han recortado lo mínimo posible el gasto público; y muchos de sus miembros se han aprovechado personalmente todo lo que les ha permitido una ciudadanía poco dispuesta a informarse y usar el voto como castigo.

Con su crítica a mercados e instituciones, el tecnócrata se convierte así en un útil compañero de viaje del populista, pues le ayuda a subvertir el mercado y cambiar las instituciones. Y ello aunque ambos divergen en sus objetivos. En el mejor de los casos, el tecnócrata quiere cambiar las instituciones para aumentar la competencia entre los políticos. Cree que así se acercaría al gobernante y éste acometería políticas más sensatas, permitiría más competencia en los mercados y mejoraría la regulación; políticas dolorosas e impopulares, pero que son socialmente rentables a largo plazo. Por el contrario, el populista quiere cambiar las instituciones para llegar al poder y aplicar políticas que reducirían la competencia y empeorarían la regulación, políticas que cuentan con notable respaldo, pues, aunque ruinosas, parecen gratificantes a corto plazo.

Dada esta divergencia, cuando llega al poder un gobernante populista, el tecnócrata se siente frustrado, hoy igual que en 1931, pues las políticas aplicadas se alejan aun más de sus recomendaciones. Sin embargo, este alejamiento es la consecuencia probable de intensificar la competencia política con una ciudadanía desinformada. Es más , el propio tecnócrata empeora esta información cuando limita su crítica a élites e instituciones, pasando por alto la responsabilidad cómplice del ciudadano.

Para evitar que la mayor competencia política degenere en populismo, un fenómeno visible ya tanto en el ámbito regional como nacional, debemos mejorar la calidad de la información ciudadana. La solución radical y democrática pasa porque el ciudadano esté mejor informado y sus preferencias sean más consistentes. No me refiero a que reciba más educación formal, cuyo valor en este terreno es discutible. La solución pasa porque el ciudadano no pueda evitar enterarse de cuáles son los costes reales de sus deseos y conozca al menos cuántos impuestos paga por persona interpuesta. Pasa, idealmente, porque sienta cuánto paga por la sanidad, las becas, el AVE o las televisiones públicas; porque sepa que la educación pública que reciben sus hijos es mucho peor que la que reciben los de otros ciudadanos. Que tema, en fin, que nunca cobrará esa pensión por la que lleva media vida cotizando mucho más de lo que indica su nómina.

Sin este cambio en la estructura informativa de la fiscalidad y los servicios públicos, las reformas institucionales que sólo intensifiquen la competencia entre partidos y representantes nos condenan a la frustración, cuando no al populismo. Mejorar la información es una solución mucho más radical, pero también más segura, y hasta fácil, pues compromete menos intereses creados. Claro que con dos excepciones en esto de los intereses creados: Populistas y tecnócratas difieren en que querrían suplantar y mejorar el mercado, pero ambos quieren hacerlo sin contar con la voluntad de los ciudadanos. Esto les iguala moralmente, pues la supuesta ilustración no justifica el despotismo.

Benito Arruñada es catedrático de la Universidad Pompeu Fabra.

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