La cooperación diligente de la Iglesia

El principio constitucional de cooperación es uno de los más importantes en las relaciones del Estado español con las confesiones religiosas y la Iglesia católica. Año tras año, la Conferencia Episcopal Española presenta su memoria de actividades, en la que muestra lo que la fe de los católicos le permite devolver a la sociedad en la que vive. La atención en los hospitales, centros de caridad, comedores sociales, colegios, universidades, asociaciones, fundaciones, parroquias y otras instituciones han cobrado una relevancia especial durante el tiempo de pandemia.

Todo lo que la Iglesia es, lo que recibe y lo que tiene, lo pone al servicio de los demás, porque la Iglesia coopera. Coopera cuando defiende la libertad religiosa de todos los ciudadanos, y la propia; coopera cuando defiende la vida; coopera cuando defiende la libertad educativa; coopera cuando mueve a sus fieles a ayudar a los más desfavorecidos; coopera al recibir a los extranjeros y refugiados, al atender a los enfermos, ancianos y vulnerables; al enterrar a los difuntos y al consolar a sus familiares; y también coopera cuando construye, mantiene y difunde el patrimonio milenario legado por tantas y tantas generaciones de cristianos católicos, como expresión generosa de su fe para el servicio de las generaciones futuras.

Una vez más, sale a la palestra de la opinión pública la cuestión de las inmatriculaciones. Se pone en duda la legitimidad de la propiedad de la Iglesia respecto de los bienes inmatriculados por certificado. Se olvida que este sistema nació con el propio Registro de la Propiedad a finales del siglo XIX, fue mantenido por la II República y se prolongó con sucesivas modificaciones hasta su supresión definitiva para la Iglesia en el año 2015. El doble sistema de acceso registral, complejo para las inscripciones y sencillo para las inmatriculaciones, permitía que las dos únicas instituciones con inmuebles previos a la constitución del Estado moderno -la Iglesia católica y el propio Estado- pudieran inmatricular -es decir, inscribir por primera vez- sus fincas carentes de título dominical, aumentando las entradas registrales y haciendo del Registro de la Propiedad una herramienta útil y segura. En otras palabras, cuantas más inmatriculaciones hubiera en el Registro, más seguro era éste en lo que declaraba.

Sin embargo, al leer los inicios del Registro de la Propiedad desde la perspectiva del siglo XXI, se suele afirmar, errónea e injustamente, que la Iglesia católica se ha apropiado de algo que no es suyo, al usar el único sistema legal de inmatriculación que podía utilizar para muchos de sus bienes, y se tiende a olvidar que la inmatriculación e inscripción registral no es constitutiva del derecho de propiedad sobre los bienes inscritos, sino meramente declarativa del contenido registral.

Si la Iglesia no hubiera inmatriculado ningún bien, seguiría siendo la propietaria de esos bienes sin inmatricular. Pero la Iglesia cooperó y actuó con diligencia cumpliendo las normas civiles en todo momento, facilitando así la labor de la Administración.

En 1998, aún estaban sin inmatricular gran parte de sus bienes debido a una clausula de exclusión -que no prohibición- que afectaba a los lugares de culto por considerarlos inalienables, y se aplicaba, a veces sí y a veces no, a buena parte de las iglesias y catedrales con la imposibilidad de inmatricularlas en muchos casos, cosa que afectaba nuevamente a la inseguridad del Registro de la Propiedad. Y la Iglesia también cooperó en aras de una mayor claridad y seguridad respecto de la titularidad de su patrimonio.

No nos engañemos, no interesan las ermitas en ruinas, las iglesias debajo de pantanos o las capillas sepultadas por carreteras que aparecen en el listado de inmuebles que el Gobierno entregó al Congreso de los Diputados en febrero de 2021, sino las catedrales de siempre, como demuestra la invasión en la autonomía de la Iglesia sobre su propio patrimonio que presupone el nuevo Anteproyecto de Ley del Patrimonio Histórico Español, de 25 de junio de 2021, al constituir patronatos que deciden por encima de sus legítimos propietarios sobre la utilización de los lugares sagrados más importantes que hayan sido declarados Bienes Culturales de Interés Mundial.

Pero la Iglesia nuevamente ha cooperado, porque nunca se ha opuesto a colaborar con las autoridades seculares ante cualquier irregularidad patrimonial del tipo que sea. Así, ofreció su disponibilidad a participar en el grupo de trabajo propuesto por el Gobierno y la Conferencia Episcopal Española para estudiar el listado. Ha cooperado otra vez al estudiar el listado en profundidad entre la Conferencia Episcopal y la totalidad de las diócesis españolas, detectando sus repeticiones, inscripciones realizadas por transmisión -que no por inmatriculación y por tanto no deberían aparecer-, bienes inexistentes, transmisiones aún no inscritas por terceros, cerca de mil fincas que no le constan haber inmatriculado y que sin embargo aparecen inscritas junto a otras irregularidades. Y finalmente, la Iglesia ha vuelto a cooperar al entregar al Gobierno el análisis del listado con todas las irregularidades detectadas, sin saber bien para qué, dado que, presumiblemente, apenas habrá alguna de las irregularidades que resulten de interés a las autoridades autonómicas o locales.

Hoy se presume nuevamente en muchos medios que la Iglesia se ha apropiado ilegítimamente de lo que no es suyo, a pesar de que la propia exministra doña Carmen Calvo afirmara en febrero de 2021 que «las inmatriculaciones que ha hecho la Iglesia católica se han producido al amparo de una situación legal».

La Iglesia tiene el derecho al uso y disfrute de su patrimonio con la libertad constitucional que le corresponde en el Estado de derecho, un patrimonio que, ciertamente, es de los ciudadanos: aquellos que se llaman cristianos y se apellidan católicos.

Con todo, la Iglesia seguirá realizando con su Patrimonio una cooperación diligente... e inteligente.

Carlos López Segovia es vicesecretario para Asuntos Generales de la Conferencia Episcopal Española

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