La corona, al amparo de la ley

Hace ya más de cuarenta años que el maestro García Pelayo, en su ensayo Del mito y de la razón en la historia del pensamiento político, situó en la Baja Edad Media el proceso de «objetivación y transpersonalización del orden político», por el que la Corona trasciende a la persona física del Rey y permite la articulación institucional del Estado moderno. Con el tiempo, en la monarquía constitucional, la Corona llegaría a ser, en palabras del mismo autor, expresión simbólica del «haz de derechos poseídos por un reino y de los poderes necesarios para su gobierno». Ello explica el que, en una progresiva depuración del principio monárquico, el Rey deba quedar naturalmente fuera del ejercicio del poder político, limitándose «a dar su opinión, a animar y, por último, a advertir», en el clásico enunciado que Walter Bagehot hizo hace siglo y medio de las prerrogativas reales. Prerrogativas, que, a mi juicio, son predicables de monarquías contemporáneas, como la nuestra, en la que el Rey, sin dejar de ser el poder neutro que preconizó de Benjamin Constant, modera «el funcionamiento regular de las instituciones».

La Corona se configura así como vestidura o «forma política» del Estado de Derecho, constituido democráticamente en monarquía parlamentaria. A ella se refiere, acertadamente, la rúbrica del título II de nuestra Ley de leyes, a diferencia de las Constituciones históricas que invocan al Rey. En cuanto tal, la Corona se acoge al amparo del ordenamiento jurídico, y singularmente al de la ley penal. Ello explica la tipificación de «delitos contra la Corona», como son los recogidos en el capítulo segundo del título XXI de nuestro Código Penal, título en el que se incluyen los distintos tipos penales contra la Constitución. Como consecuencia de ello, en el régimen político vigente, Constitución y Corona son indisociables.

En ese marco jurídico, es obligado pronunciarse ante la sentencia de la Sala Tercera del Tribunal Europeo Derechos Humanos, del pasado día 15, en el Asunto Otegi Mondragón contra España. Los hechos, que dan origen a este caso, se remontan a febrero de 2003, cuando en una conferencia de prensa, el señor Otegi, entonces portavoz de un Grupo Parlamentario en la asamblea autonómica vasca, se permitió identificar al Rey de España como «el responsable de los verdugos y el que ampara la tortura e impone su régimen monárquico a nuestro pueblo por medio de la tortura y de la violencia». Ante tan explícitas manifestaciones, la Fiscalía interpuso la correspondiente acción penal por «injurias graves al Rey». En una primera instancia, el Tribunal Superior de Justicia del País Vasco, al considerar el estatuto de parlamentario del acusado, le eximió de responsabilidad con el argumento de que «no se trata de una cuestión referida a la vida privada del Jefe del Estado, sino del rechazo a la sumisión al poder político fundado en el carácter hereditario de la institución». Es decir, el Tribunal entendió que no pasaba de ser una crítica política, situándose en la definición más convencional y estricta del delito de injurias, que refiere éste a la lesión de la dignidad personal.

Intervino en casación el Tribunal Supremo, tras una segunda iniciativa del Ministerio Público, que sumó a la defensa del honor personal del Rey la protección del contenido simbólico de la Corona. En este caso se consideró el argumento primario, a mi juicio insuficiente, de que el reconocimiento constitucional de la libertad de expresión no avala, en ningún caso, un derecho al insulto. En consecuencia, el Alto Tribunal condenó al señor Otegi, como autor de un delito de injuria grave al Rey, a la pena de un año de prisión, con suspensión del derecho de sufragio pasivo durante su cumplimiento, así como al pago de las costas. El magistrado Perfecto Andrés Ibáñez emitió un voto particular, siguiendo el criterio de la naturaleza política de las manifestaciones del acusado que, a su juicio, debieron desvincularse del honor personal del Rey, por referirse únicamente a su posición institucional al frente de las Fuerzas Armadas.

Recurrido el pronunciamiento del Tribunal Supremo ante el Tribunal Constitucional, el amparo fue objeto de inadmisión, al reconocerse que el carácter ignominioso, vejatorio e infamante de las declaraciones debe considerarse con independencia de que éstas se dirigieran a una persona pública.

Tras ese recorrido, llegamos a la decisión del Tribunal de Estrasburgo que, a mi juicio, no ha sido muy afortunada a la hora de encajar la realidad objeto de enjuiciamiento, ni en el Convenio europeo de 1950, ni en la concordante Constitución Española. Este desajuste jurídico, que debiera corregirse tras el obligado recurso ante la Gran Sala de ese órgano, se ha debido, en mi opinión, a que el Tribunal europeo se ha limitado a aplicar el delito genérico de injurias, y no ha considerado propiamente la singular razón de ser de la tipificación penal de las injurias a la Corona. Porque no se trata, con esta figura delictiva, de mantener un residuo de tiempos pasados, en los que al Jefe del Estado se le rodeaba de un halo carismático o mítico, como piensa un sector de la doctrina, por confundir la protección jurídica de la legitimidad del Estado frente a la arbitrariedad del oprobio o la ignominia, con un supuesto blindaje privilegiado del Monarca ante la crítica política, lo que supondría desconocimiento del ámbito propio de la libertad de expresión. Por el contrario, la relevancia constitucional del delito de injurias contra la Corona no se fundamenta en una defensa ideológica del régimen monárquico, tampoco en una protección reforzada del honor personal del Rey, sino en una particular garantía de la legitimación social que debe acompañar a todas las instituciones del Estado de Derecho. Porque la Corona, en un sistema de monarquía parlamentaria, como el nuestro, no es un poder político más del Estado. Es la expresión misma de éste, y de ahí que la ley penal trate de evitar el riesgo de que, al socaire de insultar políticamente al Jefe del Estado (algo más que una mera provocación o «cierta dosis de exageración», como pretende disculpar la sentencia del Tribunal europeo), se socave la legitimidad del Estado mismo.

La Corona se nos descubre así como una institución que requiere protección jurídica, por su posición preeminente, y no dominante como corresponde a los poderes políticos ordinarios. Ello salva, en mi opinión, el respeto al principio de proporcionalidad a la hora de definir el alcance de la norma penal. Una definición que, por otra parte, no puede tampoco ignorar los límites que acompañan siempre a todo derecho y, singularmente, los límites «necesarios para el mantenimiento del orden público protegido por la ley», como exige el reconocimiento de la libertad ideológica en nuestra Constitución.

Baste recordar que el Tribunal Supremo, así en su sentencia de 26 de abril de 1991, ha advertido que cuando la expresión de menosprecio se extiende al núcleo intangible de la dignidad de la persona, «el ejercicio del derecho fundamental de la libertad de expresión resulta claramente contrario al principio de proporcionalidad», y «también al respeto de los fundamentos del orden político y de la paz social que establece el artículo 10.1 de la Constitución Española».

En conclusión, el delito de injurias contra la Corona no ampara el prestigio de una ideología o de una administración, sino al Estado mismo, como sistema jurídico en que aquella Institución no puede quedar desprotegida y abandonada al escarnio o a la vejación pública. Quienes pretendan, por razones ideológicas siempre respetables, cambiar la vigente arquitectura política, tienen expedito el camino que marca el Título X de nuestra Constitución, para su reforma.

Claro José Fernández-Carnicero González, vocal del Consejo General del Poder Judicial.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *