La Corona, clave de bóveda

Todavía bajo la impresión del traslado del Rey Don Juan Carlos, si bien lo ha hecho cuando hace más de seis años que no es el titular de la Corona y, por tanto, tampoco Jefe del Estado, con toda la tensión generada y la que está por venir, acaso convenga más que nunca subrayar la decisiva distinción entre la Corona y su titular; esto es, entre la Institución Real y la persona que la desempeña en un periodo concreto de la Historia. Una de sus flaquezas y gran tentación es la facilidad con que sucede esa confusión por deseo o ignorancia y, en particular, por su enorme carga simbólica y popularidad.

Pero una institución y su dimensión no se deben confundir con la persona que es su titular en cada momento -aquella está por encima de esta-. Ya sea porque toda institución, y no la persona accidental, es la que genera las reglas del Derecho (Hauriou); porque toda institución, y no la persona accidental, es un ordenamiento jurídico y viceversa (Santi Romano); o porque toda institución, y no la persona accidental, es la que disfruta de una parte del poder del Estado por su ligazón con el Derecho (Burdeau).

Es verdad que informados autores del pensamiento y la opinión pública nacionales vienen subrayando, con cierta razón, que, en el caso de la Corona, y dado este tiempo en que todo se sabe, la ejemplaridad y la transparencia de su titular han de ser poco menos que un “deber absoluto”.

No seré yo quien niegue la importancia de la dignidad y la majestad reales en la conducta privada del Rey, esto es, de la persona que esté en el ejercicio de la magistratura, y en cuyo cumplimiento no puede equivocarse constante o profundamente; pero hay que tener cuidado con los maximalismos. No solo porque sería injusto reclamársela solo al Rey (al fin y al cabo, si bien es el Jefe del Estado, es el único que carece de poderes efectivos) y, con mayor razón, se debería exigir a todo cargo o responsable públicos; sino porque puede entrar en conflicto con la forma como se accede a la titularidad de la Corona y volverse paradójicamente en contra de una de sus principales fortalezas.

Porque, en efecto, no se necesita ningún mérito, ni proceso de selección o de elección para ser rey. Lo que constituye precisamente una de las ventajas de la Corona frente a los vacíos de poder de la otra forma de configuración de la jefatura de los Estados y las banderías partidistas que han de elegir al presidente de la república. Y es que el Rey siempre está: «The king never dies» (El rey nunca muere); «Le roi est mort... Vive le roi !» (El rey ha muerto... ¡Viva el rey!). Siempre hay un sucesor legítimo previsto (y un banquillo) de acuerdo con las leyes de sucesión y, en su defecto, una forma de determinarlo. En el caso de España, está constitucionalizado en el artículo 57.

Por loable y comprensible que sea cualquier planteamiento tradicional de justificación de la monarquía (el basado en una legitimación anterior a la Constitución, o teológica o divina, o sólo histórica o dinástica), se debe descartar en un régimen democrático por ir contra la Historia, al menos, desde hace dos siglos; porque el hecho de las revoluciones burguesas de finales del siglo XVIII es irreversible (Constant). Aunque permanezca aquella en lo profundo (Donoso Cortés) y esté verificada en la práctica, ya, por ejemplo, para Antonio Maura en 1915, y más con lo que vino después.

Sin duda por tales antecedentes, tras la proclamación de Don Juan Carlos como Rey en 1975, con independencia de que la monarquía partiera como presupuesto estructural del nuevo Estado que se iba a establecer en una nueva Constitución y de las discusiones políticas y académicas coetáneas, tanto en su plasmación en esta norma, como en la ejecución que de dicha suprema magistratura hizo Juan Carlos I hasta su abdicación, operó como una auténtica «Monarquía Parlamentaria»; donde no solo no concurre ninguna incompatibilidad con los principios democrático y liberal, sino que la Corona se configura también como su garante simbólico. Conviene recordar que Don Juan Carlos gozaba de unos amplísimos poderes, que le confería el sistema institucional por el que había accedido originalmente a la Jefatura del Estado con el título de Rey, y que, gracias a ello y a su voluntad, pudo convertirse en el «motor» (Areilza) y el «piloto» (Powell) de la ejemplar y admirable Transición Democrática española.

Precisamente la virtud de la Corona, tal como ha quedado configurada en la Constitución y se ha desenvuelto hasta el presente, tanto con Don Juan Carlos y Don Felipe como Reyes-Jefes de Estado, reside en que su titular no depende de ninguna mayoría; no debe favores a ningún elector, partido o grupo de presión; su oficio («officium») vitalicio no está amenazado por ningún poder, salvo que se suprimiera (lo que es normalmente complejo, sea por vía de reforma constitucional o revolucionaria); solo puede verse afectada su imagen por el «tribunal de la opinión pública» (Bentham).

La Corona alberga también la Historia de España y de la nación, y, desde estas premisas, la misión del Rey, como Jefe del Estado, avizora el largo plazo, es decir, no solo atiende los problemas del presente, sino el devenir de la comunidad nacional en toda su complejidad y riqueza. La Corona está concebida para ejercer perfectamente esa función de integración de la nación y de todos los órganos del Estado en su totalidad, cualquiera que sea la dirección política imperante en cada momento (Smend).

En Política, no hay palabras, ni sistemas mágicos. Menos, cuando se trata de proteger la Igualdad, la Libertad y los derechos que son inalienables a todo ser humano, su felicidad y prosperidad. Es el esfuerzo de todos el que los alcanza y mantiene, en una comunidad ordenada por una Constitución, es decir, el Derecho (Krabbe, Kelsen) y donde, como premisa inicial, el Poder nunca reside en unas solas manos. Es en este complejo y delicado juego de equilibrios de fuerzas en tensión donde se ha probado que la Corona puede desempeñar un papel decisivo. No en vano, España se encuentra entre las 20 «democracias plenas» de la Tierra (de 167 países considerados); de los que 9 son, como el nuestro, monarquías parlamentarias («Democracy Index» de «The Economist»).

Nada hay de malo en adoptar una solución por exclusión y, más, si la experiencia demuestra que es la mejor de las posibles; incluso para los que no la consideren la ideal. En una sociedad madura, lo que no tiene sentido, ni justificación es querer acabar con algo que funciona solo porque no me gusta y, menos, si cualquier otra alternativa siempre ha sido peor en España.

La Corona goza de una resiliencia poderosa, apoyada históricamente en el propio ser español, y, encarnada en Felipe VI a esta hora, está siendo la clave de bóveda que lo aguanta todo y demuestra con ello su incuestionable valor para la subsistencia de nuestra democracia. Pero, en el siglo XXI, nada se sostiene por sí solo, por su valor intrínseco; ni siquiera las instituciones. Hay que ir más allá. Hacer real en el Estado y en la sociedad lo que desea la inmensa mayoría del pueblo español.

Los poderes públicos, los partidos políticos, los empresarios y los sindicatos, con sus extensiones mediáticas que lo abarcan todo, deberían insistir en la importancia de la Corona como abrigo de la nación y cúspide del Estado social y democrático de Derecho. Y enseñarlo así a las actuales y a las nuevas generaciones. Y los ciudadanos reclamárselo. Por el bien de todos.

Daniel Berzosa López es profesor de Derecho Constituconal y abogado.

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