La Corona: tradición y renovación

Creo que fue con ocasión de los fastos conmemorativos del 98, es decir, a finales del pasado siglo, cuando muchos descubrimos que los ideales de aquella generación de europeizadores y renovadores, los ideales de Joaquín Costa o de Ortega y Gasset, de Besteiro o de Madariaga, de Fernando de los Ríos o de Marañón, se habían cumplido. España había dejado de ser diferente. Para una generación como la mía, educada en el complejo de inferioridad de un país paria del mundo, una dictadura hermana de los perdedores de la Guerra Mundial, una economía autárquica y cerrada en vísperas del mercado común europeo, y una sociedad inculta y pobre, todo ello había quedado atrás. El país en el que todo sucedía al revés, que no había tenido burguesía o desarrollo industrial, ni ciencia, ni sociedad civil, y cuya historia había sido un gran fracaso continuado, se había levantado al fin y, fueran cuales fueren los parámetros de comparación con el resto de los países europeos, estábamos dentro del abanico y éramos un país normal. Otro más en el escenario europeo.

La Corona: tradición y renovaciónY por eso fue entonces, en 1998, cuando pude escribir –y lo mantengo– que los historiadores futuros recordarán el largo reinado de Juan Carlos I (nada menos que 39 años) como el periodo más brillante de la historia contemporánea de España, y quizás el más brillante de nuestra historia total. Pues nunca, jamás, los españoles hemos sido más libres, hemos vivido con mayor paz y seguridad interna y externa (y hemos presenciado la rendición de ETA), hemos disfrutado de mayor bienestar e incluso prosperidad, ni hemos tenido una sociedad más culta y educada. Y así, el Príncipe pudo decir hace poco que España «es una gran nación por la que merece la pena luchar».

Todo ello tuvo tres causas principales. La primera, sin duda, una ciudadanía que había aprendido del horror de la guerra y quería, por encima de todo, evitar su repetición. En segundo lugar, disponíamos de un modelo a seguir, Europa, que evitaba debates y experimentos inútiles. Y en tercer lugar, tuvimos la suerte de contar con un piloto, un conductor, que lideraba desde atrás, pero con ideas muy claras, mano izquierda, sensatez y prudencia. Un hombre que, contra toda expectativa, supo granjearse pronto el cariño y el respeto de todos los españoles, como lo demostraban una y otra vez los sondeos de opinión. Y durante años la popularidad del Rey y de la Corona era el estándar frente al que medíamos la popularidad de las restantes instituciones. Tierno Galván, como en general la izquierda, aceptó la figura del Rey… «y después ya veremos». Pues bien, lo vimos, el 23 de febrero de 1981, momento en el que la Corona se afirmó definitivamente. No era ya un mal a sobrellevar, sino un activo político considerable. De modo que, cuando el presidente del Gobierno afirma que Juan Carlos I fue «el principal impulsor de la democracia tan pronto como accedió al trono», que «supo ser su baluarte cuando la vio amenazada», que ha sido «el mejor portavoz y la mejor imagen por todos los rincones del mundo» y un «defensor infatigable de nuestros intereses», dice la verdad.

Todos tenemos horas malas. La Constitución de 1978 está tensionada y parece necesitar reformas. El sistema político bipartidista hace agua. La economía debe cambiar para ser competitiva y pasamos horas malas, muy malas. No voy a ocultar también que «el piloto del cambio» ha cometido errores. Está pagando por ello. Pero ha pedido perdón una vez, y puede que esta abdicación sea su segunda petición de perdón. Pero en el Instituto Elcano, en el que tenemos la obligación de seguir la prensa internacional, sabemos, por ejemplo, que lo que admiran en muchos sitios es que en España hay un Rey que pide perdón, y que hay unos familiares de la Casa Real procesados. No lo contrario. Admiran que hasta la más alta magistratura se someta al imperio de la ley.

Por todo ello los españoles no podemos ni debemos olvidar a quien dedicó sus mayores esfuerzos a representarnos y defender nuestros intereses. No soy sino un ciudadano más, pero creo que puedo hablar en nombre de muchos, muchísimos españoles, si digo: gracias, Majestad.

Pero el último servicio prestado a España por el Rey que se va es el Rey que viene. La popularidad del todavía Príncipe Felipe no ha hecho sino crecer al tiempo que lo hacía su visibilidad. Inteligente, preparado, sencillo y dispuesto, muy trabajador, ha sabido ganarse el respeto de los españoles en poco tiempo. Él y la Reina (cuyo comportamiento, siempre ejemplar, merece un homenaje específico) han mantenido la popularidad de la Corona en las horas bajas. La Corona debe también someterse al cambio generacional, como lo han hecho recientemente otras en Europa, y como debe ocurrir también en la política. La sociedad lo demanda con vehemencia, y lo hemos visto en las recientes elecciones. Tengo para mí que, más que los errores, más que los achaques físicos (nada menos que cinco serias operaciones en pocos años) y más que la crisis económica, es esa demanda de renovación generacional la que ha impulsado la voluntad del Rey.

Mientras el Rey leía su discurso podía verse una foto, justo detrás de él, que simboliza lo mejor de la Monarquía. En ella Don Juan Carlos mira de costado a su hijo Felipe, mientras este mira a medias al Rey y al frente, al futuro, y lleva en sus brazos a la Infanta, que mira hacia delante con firmeza. Tres generaciones, una tradición y una renovación, la misma institución. Es lo que tienen las monarquías que, a diferencia de las repúblicas, se cuentan en ciclos largos, pues solo renovando se conservan las tradiciones. La Monarquía del Rey Juan Carlos I, la Monarquía de la Constitución de 1978, de la Transición y la consolidación de la democracia, se acaba, agotada en buena parte por su propio éxito. Comienza un nuevo periodo para España. Despedimos el antiguo con respeto y sincero agradecimiento. Y recibimos el nuevo con confianza, esperanza e ilusión. El Rey ha dado el ejemplo abriendo el camino al futuro. Todas las instituciones deben seguir su ejemplo. Es la hora de un nuevo pacto nacional, es la hora de un nuevo proyecto.

Emilio Lamo de Espinosa, presidente del Real Instituto Elcano.

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