La corona y la «Izquierda maruja»

De la defensa del Rey que hicieron recientemente distintas voces públicas, con motivo de los avatares judiciales de su yerno, me llamaron especialmente la atención —por su afinamiento y su novedad— las que, desde cierta izquierda inusualmente moderada, señalaron el deslindamiento básico que debe establecerse entre la cabal discusión sobre la jefatura del Estado y el ruido frivolón del periodismo rosa o amarillo. La puntualización me parece importante, no solo porque sitúa la cuestión de la Monarquía y del Monarca en su plano y contexto adecuados, sino porque desvela, además, una temeraria impostura de la prensa del corazón y de los programas de cotilleo que no se queda en ese tema, sino que está yendo mucho más lejos en los últimos años. A falta de una televisión civilizada que sirva para el debate sosegado, contrastado y matizado de los grandes asuntos públicos, la telebasura está tratando, desde hace tiempo, de ocupar ese lugar como una parte más de su espectáculo. Dicho de otro modo, no es serio ni lógico, ni ético, ni procedente, ni coherente ni mentalmente sano que quieran jugar en un plató gallináceo a la Tercera República los que tienen como infalibles estrellas invitadas de su show a algún grande de España al que se le ha ido la olla o a una deslenguada a la que llaman «la princesa del pueblo».

Como tampoco era propio que se trataran —y se han tratado— en esos platós dedicados al chisme, a los gritos y al esparcimiento circense, temas que requieren un mínimo rigor o una especial sensibilidad como la memoria histórica, el aborto, la inmigración o las víctimas del terrorismo. Como género lúdico y subgénero periodístico que es, la telebasura tiene perfectamente acotado su ámbito temático y el perfil de sus actores. Que quien la ejerza «profesionalmente» no conozca sus límites, y lo haga como si se jugara en esos programas el destino de España o del mundo, es parte del espectáculo y de su inherente melodramatización. Otra cosa es que el resto de la sociedad ignore también esos límites obvios, y pique su anzuelo; que no tengamos el olfato democrático preciso para reparar en el carácter populista y amenazante de esa extralimitación, y que esa telebasura (que, por definición, es demagogia de la vida privada) tome demagógicamente también la vida política; que invada espacios de crítica que no le pertenecen; que le otorguemos una dignidad que no tiene, y que hasta permitamos que nos marque la agenda del debate nacional. No es que la cuestión de la forma de Estado no pueda ser sometida a debate, sino que debe ser planteada cuando corresponde, donde corresponde y en los términos que corresponde.

En realidad, los orígenes de este fenómeno cultural y mediático, que podríamos denominar «lavado de cara de la telebasura», y que constituye un impagable material de estudio para las facultades de periodismo, se revelaron muy nítidamente en la época de la segunda guerra de Irak. A la política de comunicación, memorablemente pésima, del Gobierno de Aznar, que no quiso o no supo explicar a la ciudadanía española su posición en aquel conflicto, se sumó en aquellos días el uso descarado, por parte de la oposición, de una serie de programas televisivos destinados al gran público, que habían carecido de contenido ideológico y que la propia izquierda había desdeñado hasta aquellas fechas en que de repente reparó en su utilidad publicitaria. El pacifismo salió, así, de los ámbitos minoritarios, elitistas o meramente estratosféricos, en los que lo había recluido la izquierda más anarcoide, hippie, new age y buenista, para ocupar, primero, el espacio de toda la izquierda, y luego ese circo mediático de los reality shows, los late shows o los showsa secas en los que pudiera venderse el falso producto de la homologación entre izquierdismo y gandhismo. Como si esa izquierda fuera mocita y no hubiera olido nunca la violencia, ni por asomo. Dicho fenómeno era parte y consecuencia de otro más amplio: el afán de los programas de crónica de sociedad o de simple bronca arrabalera por tratar de dignificarse, abordando temas sociales como el maltrato a la mujer, la homosexualidad, la igualdad de derechos o el peligro nuclear, cuando no abrazando directamente banderas progresistas como el feminismo o el ecologismo. En este contexto general de transición del rojerío al «roserío», de la figura del cutre-famoso a la del cutre-progre, de la gauche divine a la «gauche magazine» y de la telebasura o la radiobasura a la izquierda maruja, hay que situar el jacobinismo amarillo y rosáceo que ha jugado en estos últimos tiempos la carta incendiaria contra la Casa
Real, aprovechando todo el material inflamable del papel couché que tenía a su disposición —safari del Rey incluido—, y que alcanzó el grado máximo de la ridiculez al querer ver una crisis institucional en el tiro que se dio accidentalmente en un pie el hijo de la Infanta Elena con una escopeta de caza. La punta que se le sacó en determinados medios a la socorrida explicación de la Reina para salir del paso —«son cosas de críos»— llegó a la crueldad y al ensañamiento. No es difícil imaginar el disgusto que toda abuela puede llevarse ante un susto semejante de su nieto. Y más bien es de loar que tratara de quitarle hierro —o plomo— a ese accidente; de hacer como que no pasaba nada —cuando la procesión de la preocupación por el niño iría por dentro— una mujer que ha sido experta en hacer como que no pasaba nada en la historia de España, cuando de verdad estaba pasando todo. En la muerte de Franco, en la Transición, en el 23-F, en el escándalo de los GAL, en el 11-M, en los atentados de ETA, en el derrocamiento del zapaterismo a manos de la crisis económica, la Reina ha sido la mejor y máxima expresión de la estabilidad que la institución monárquica representa para este país. ¿Qué había de reprochable o de sorprendente en que, una vez más, hiciera lo que ha sabido hacer siempre, que es ponerle esa emblemática buena cara que ella tiene al mal tiempo?

Pero, si es inquietante que el sensacionalismo periodístico aproveche un complicado momento español de deterioro de la vida pública para erigirse en moralista e ideólogo del Reino, más lo es que un sector de la clase política lo tome en serio y adopte su discurso amagando una crisis institucional que, además de ficticia, no nos podemos permitir en el actual momento de inestabilidad económica que vive España. El fenómeno de la telebasura habría encontrado la horma de su zapato en las ideologías basura de la posmodernidad; en una izquierda kleenex cuyo extremo se toca con la ultraderecha, así como estas y aquella un circuito de mutua retroalimentación digno de estudio. Hace unos días, y participando de ese mismo discurso que cuestiona la Monarquía de forma artificial y frívola, Cayo Lara lanzó al aire una pregunta un tanto temeraria: «¿Qué hacemos si el heredero del trono sale tonto?» Esquivemos la fácil tentación de responderle que podría dedicarse a la política, pero reparemos en el hecho de que eso tendría remedio con una sustitución parental. Lo que tendría difícil solución es un tonto votado democráticamente, un tonto electo. En un país donde la telebasura y la letra negrita tienen, sintomáticamente, tanto peso intelectual y moral, esa no ha sido, por desgracia, una posibilidad que podamos calificar de realmente lejana en el tiempo.

Iñaki Ezquerra, escritor.

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