La Corona y la libertad de expresión

Disentir de la opinión, siempre ponderada, de un amigo y un maestro como es José Jiménez Villarejo, me produce cierta desazón, pues sus argumentos me suelen convencer. En efecto, Jiménez Villarejo, en su tribuna en este periódico del pasado 17 de agosto, consideraba que la caricatura de los herederos de la Corona aparecida en El Jueves de 20 de julio es delictiva. Por contra, quien suscribe, no. Expongo mis razones.

En primer término, aparece una objeción de fondo al planteamiento del magistrado Villarejo, que, por otra parte, no es infrecuente. Se afirma, con razón, que la libertad de expresión no es un derecho ilimitado y que, en ocasiones, ha de ceder ante el derecho al honor. Es una verdad cristalina. Pero las instituciones -la Corona es una-, como señala la jurisprudencia especialmente constitucional, no tienen honor: éste no sólo es personal, sino que es personalísimo. Podrá decirse que lo que está en juego no es la fama o reputación de la institución, sino el honor de la persona que la encarna. Así se viene interpretando y con sumo cuidado para no cercenar la crítica, incluso la exagerada y desproporcionada.

Sucede, empero, que las personas físicas que encarnan la Corona no son personas como las demás, ni siquiera como las que integran las demás magistraturas públicas. Ni lo son ni lo pueden ser. En efecto, constitucionalmente, el rey de España es irresponsable, irresponsabilidad que ha de presumirse que cubre al resto de miembros de la Corona; además, es una magistratura hereditaria y, en principio, perpetua y el Rey es inviolable; su poder, en fin, es moderador y simbólico.

Ninguno de estos rasgos cabe atribuir en un sistema democrático a ningún otro funcionario público. O lo que es lo mismo: los integrantes de la Corona y, por deferencia más que por ley, los miembros de la familia real no son iguales al resto de españoles; su estatus es el regio y no el de un ciudadano. Quiebra absolutamente el principio de igualdad por razones jurídico-constitucionales. Ni todos podemos ser reyes, ni los reyes pueden ser tratados como el vulgo.

Por lo tanto, la esfera de lo punible en materia de calumnias e injurias es sumamente restringida. De entrada, parece ya que el ministerio fiscal, en su acusación, excluye el delito contra el honor referido al ejercicio de las funciones que se atribuyen al príncipe de Asturias, que sí integra claramente la institución de la Corona. Aunque sobreentendida, la función reproductiva, en la era de la adaptación y de la genética, carece de la relevancia que pudo tener antaño, aunque incluso entonces siempre quedaba el recurso al bastardeo. En todo caso, ningún texto legal hace referencia a ella y la ley penal no protege ni sentimientos ni tradiciones ni sobreentendidos: sólo protege bienes jurídicos.

Por ello, surge una segunda divergencia esencial con Jiménez Villarejo. Tras la reforma de los delitos comunes de injurias y calumnias llevada a cabo por el Código de 1995, que se hizo al margen de la doctrina constitucional, el concepto jurídico-penal de honor es algo más complejo que lo que parece deducirse del artículo 208 del texto legal; en todo caso, queda excluida una concepción subjetiva: no se protege a quien se siente ofendido sino a quien, según la generalidad, hay que considerar ofendido.

La cuestión estriba ahora en establecer cuál es el honor que protege el Código Penal y qué honor tienen los miembros de la Corona. Pues bien, como honor es algo diferente a dignidad de la persona, pues ésta no se pierde nunca, un sector doctrinal, en el que me inscribo, concibe el honor como cualidad que posibilita participar en la vida en común; el ofendido sería un proscrito, quedando fuera de la comunidad. Esto no ha ocurrido en absoluto en este caso concreto. La caricatura en cuestión pudiera dar pie a una injuria, esto es, a un juicio de desvalor. Si bien un sector de la población pudiera censurar la caricatura, lo cierto es que el crédito de los caricaturizados en nada se ha visto menguado ni ha habido peligro de que sufra mengua alguna. Los príncipes han seguido desarrollando normalmente sus actividades y, a juzgar por la respuesta popular, siguen gozando del cariño de una buena parte de los españoles.

Pero aunque algo de ello se hubiera producido, queda por responder la pregunta principal: ¿cómo puede ofenderse a quie es jurídicamente irresponsable? En este contexto parece que la dramatización de un proceso penal, por muy benigna que sea la pena que el ministerio fiscal haya pedido en su recentísima calificación provisional, está fuera de lugar, ya que en realidad no ha tenido lugar lesión o puesta en peligro alguna de un bien jurídico-penalmente protegido. Es decir, la Corona no ha sufrido desprestigio alguno, por más que el dibujo de marras sea una muestra de mal gusto. Salvo mejor y superior criterio.

Joan J. Queralt, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Barcelona. Le responde José Jiménez Villarejo, ex presidente de las salas segunda y quinta del Tribunal Supremo: La protección penal de la dignidad de la persona.