La Corona y la soberanía

Thomas Hobbes tardó mucho en darse cuenta de que el auténtico soberano no era el que había diseñado en el Leviatán, un soberano instituido por la multitud, al que ésta entregaba todos sus derechos con la finalidad de que preservara la vida de sus miembros. El problema de tal institución consistía en que la renuncia a los derechos naturales de cada cual implicaba la creación de un soberano con todo el poder, un poder absoluto, por lo que su justificación, la preservación de la vida de sus súbditos, terminaba por depender de la misma voluntad del soberano. Así, Hobbes había conseguido justificar ex novo la creación del Estado moderno, asentado en el previo y libre consentimiento de los individuos y definido por la creación de un poder todopoderoso, el poder absoluto del soberano.

La Corona y la soberaníaSin embargo, Hobbes no reparó sino 30 años más tarde en que su construcción adolecía de una completa falta de conexión con la realidad. Toda su vida trató de comprender cómo había sido posible que la sociedad inglesa acabara enfrentándose en una atroz, como todas, guerra civil. La decapitación de Carlos I y su sustitución por Cromwell no habían solucionado las dificultades de fondo. Si el problema que había justificado la decapitación del rey consistía en el enorme poder del mismo, la solución que se encontró no hacía sino empeorarlo, pues solo un poder que fuese más poderoso que el del rey, esto es, un poder que fuera aún más absoluto que el poder del mismo rey, tendría la fuerza suficiente como para derrocarlo. Esta paradoja en torno al poder absoluto y la imposibilidad de su sustitución a fin de evitar su absolutez estuvo presidiendo toda su reflexión hasta casi el final de su vida.

En 1668, cuando Hobbes tenía 80 años, publicó un pequeño libro en el que volvía a los mismos temas sobre los que había reflexionado toda su vida, el poder político y su legitimación. En ese libro, Behemoth, descubre algo radicalmente distinto en relación con lo que había venido pensando; el poder del soberano, sea quien sea, un rey o un dictador, no se asienta simplemente en su poder, por absoluto que sea, sino que se apoya en lo que, ahora, considera el auténtico poder, la opinión del pueblo. En ella radica el poder del soberano y no hay soberanía que pueda sustentarse sobre sí misma; siempre habrá de hacerlo sobre aquélla, la opinión pública. El soberano requiere del consentimiento permanente del pueblo; exige que el mismo pueblo lo respalde. Ésta es la razón por la que la opinión del pueblo ha de considerarse como el auténtico soberano.

Muchos años después, en 1798, Hegel se da cuenta, en uno de sus primeros escritos y de conformidad con lo descubierto por Hobbes, de que la Constitución y las leyes han de estar de acuerdo con las costumbres y las necesidades de los miembros de esa sociedad. Así pues, las instituciones han de compadecerse con la opinión de los seres humanos, puesto que han de regular sus relaciones, lo que no sería posible si su opinión fuera contraria a lo que las reglas les pudieran exigir. Esto quiere decir que el espíritu de las leyes ha de pervivir entre los miembros de la sociedad; si no es eso lo que ocurre, la Constitución no podrá perdurar, pues las normas requieren del entendimiento, pero también del sentimiento de aquellos a quienes las mismas se dirigen. Es decir, las formas son fundamentales para construir el vínculo de un pueblo pero insuficientes si no reciben el asentimiento, racional y sentimental, de ese mismo pueblo.

Viene todo esto a cuento de aquella expresión que Hamlet utiliza para alabar el trabajo del fantasma de su padre, al que se refiere como viejo topo. Esta metáfora ha sido utilizada de manera frecuente por la izquierda a partir de Marx y su descripción de la revolución como un movimiento que actúa sibilinamente y de manera subterránea hasta que explosiona y alcanza el poder. De lo que se trataría sería de carcomer el espíritu que sostiene el edificio, como las termitas hacen con la madera, vaciándola y dejando meramente la carcasa. Una débil presión, sin que apenas se utilice la fuerza, bastará para que quiebre su estructura. Así sucederá con nuestras instituciones si se logra evaporar su alma de la opinión de los hombres. Los pilares del edificio constitucional quedarán carcomidos, con lo que después de un tiempo se encontrará en riesgo de colapso.

Éste es el trasfondo teórico-práctico de lo que viene sucediendo en nuestra sociedad desde hace años, aunque todo este proceso se haya acelerado desde el momento en que solo uno de los tres poderes del Estado puede calificarse como poder verdadero. Éste es el poder ejecutivo, pues se ha solapado con el legislativo, al que controla, lo que en buena medida también hace con el judicial, o al menos en eso estamos. Además, ese poder ejecutivo ha decidido hozar como el viejo topo a fin de minar las formas que han asegurado hasta ahora nuestras relaciones sociales. Me refiero claro está al principio de la soberanía popular, al que se viene contraponiendo el derecho de autodeterminación; la monarquía parlamentaria, que se confronta con la república ideal y el poder judicial, cuyo control se hace imprescindible, en tanto que poder garante de nuestros derechos y libertades individuales. Indudablemente, esto se acompaña de una lucha por el dominio de la opinión pública. Hobbes vio con claridad que quien se imponga sobre el soberano, la opinión del pueblo, será el auténtico soberano. Esto es lo que se traen entre manos.

La lucha a la que nos enfrentamos en nuestro país será un combate largo y exigente, pues consiste en lograr el dominio de la opinión pública de manera que las costumbres y necesidades de la sociedad se orienten de acuerdo a criterios diferentes de los establecidos en nuestras instituciones. Es una batalla de las ideas, en la que tenemos que tener suficiente visión como para saber que de lo que se trata es de sustituir el espíritu de nuestra Constitución, articulado sobre el reconocimiento de la libertad en el derecho y no al margen del mismo. Solo es posible, había dicho Hegel, la libertad racional en el Derecho. Esto no plantearía ninguna dificultad si lo que se intentara traer fuese mejor que lo sustituido, lo que es muy difícil de imaginar, en tanto que eso supondría en principio situarnos al margen de la ley. El problema es que no somos suficientemente conscientes de que nuestro sistema constitucional se asienta sobre dos pilares, que lo dotan de plena racionalidad y para los que, al menos hoy, no tenemos reemplazo: el principio de soberanía popular y el reconocimiento de los derechos y libertades individuales.

Ante la batalla en la que estamos inmersos, hemos de ser conscientes de que el modelo sobre el que nos tratan de convencer es una pura irracionalidad. La república confederal frente a nuestro sistema constitucional no hará sino acentuar las dificultades a las que ya desafiamos, sin añadir nada que pudiera calmar nuestros males. Además, los problemas con los que nos enfrentamos no radican en nuestras formas, sino en nuestras costumbres. Su solución no reside en vaciar el alma de la Constitución en la opinión de nuestros conciudadanos, sino en lo contrario, en lograr que ese espíritu se encarne en sus costumbres. Es justamente lo opuesto a lo que el poder ejecutivo intenta llevar a cabo; el error no se encuentra en la Constitución sino en nosotros. No hemos sabido apreciar, tras 40 años, toda la riqueza racional que encierran nuestras instituciones, entre ellas la de una Monarquía que solo puede hablar en nombre del soberano, del pueblo todo como uno, a la vez que recuerda, por hacerlo así, a la opinión pública que únicamente es posible la paz civil si nuestra convivencia, si nuestros usos, se asientan sobre el interés general y el respeto a la ley, en torno a los que se articula la posibilidad de la racionalidad de nuestras prácticas.

De ahí que el auténtico pensamiento revolucionario hoy día no sea el que defiende la demolición de nuestra democracia parlamentaria, sino justamente el que la sostiene. Remedando a Marx, habría que decir ¡hocemos, nuevos topos!, a fin de conseguir construir todo un sistema de pensamiento con el que poder oponernos al intento de demolición de nuestra Monarquía parlamentaria, institución hoy encarnada en Felipe VI y que, entre otras ventajas, proporciona estabilidad y continuidad, esta última garantizada en la Princesa de Asturias, Doña Leonor, que ayer protagonizó un acto histórico con sus primeros pasos en solitario.

José J. Jiménez Sánchez es profesor titular de Filosofía del Derecho de la Universidad de Granada y miembro fundador del Foro para la Concordia Civil.

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