Pensar que las andanzas de Juan Carlos I no afectan a la legitimidad de la Monarquía parlamentaria, “la forma política del Estado español”, según la Constitución, significa ignorar las peculiaridades de los regímenes monárquicos. Porque no hay institución más personalizada que la Corona, que se confunde casi por completo con su titular, quien en condiciones normales lo será de por vida o hasta que quiera, y, por extensión, con su familia, pues el jefe del Estado suele serlo por pertenecer a una dinastía y legará a sus descendientes esa misma magistratura. De manera que el comportamiento del monarca y de sus parientes, sometido al escrutinio de la opinión pública, adquiere un enorme relieve para nuestro orden constitucional. Más aún cuando la propia Constitución afirma que “la Corona de España es hereditaria en los sucesores de S. M. Don Juan Carlos I de Borbón”. Estos días se ha dicho que las sospechas sobre el personaje equivalen a las que se cernieron sobre tal o cual director general o presidente de comunidad autónoma. Un argumento insostenible, pues no sólo la importancia del puesto, también su naturaleza, resultan muy distintas.
Bajo las monarquías parlamentarias o democráticas, los reyes y reinas ya no disfrutan de sus viejas funciones en las monarquías constitucionales, donde encabezaban el poder ejecutivo y compartían el legislativo. No son ya soberanos, ni siquiera cosoberanos, sino que deben aceptar la soberanía nacional o popular encarnada por el Parlamento. Esos cambios se han producido a menudo sin necesidad de reformar las Constituciones, pues las costumbres políticas se han transformado con la ayuda de partidos cada vez más fuertes, arraigados en la ciudadanía y nada dispuestos a dejarse arrebatar lo ganado en las urnas por caprichos palaciegos. Así que los monarcas se han visto obligados a encerrarse en labores ceremoniales y representativas, con ocasionales intervenciones moderadoras destinadas a buscar acuerdos para tejer Gobiernos o a mediar entre antagonistas. La tendencia en todas partes ha consistido en reducir al máximo el papel de la corona, incluso en el ámbito militar, uno de sus más queridos.
Y entonces, ¿qué sentido tiene mantener esta reliquia de tiempos remotos, capaz de sobrevivir primero al triunfo del liberalismo y después, sólo en unos cuantos lugares, al de la democracia? ¿Cómo ha aguantado la extensión de la igualdad cívica y hasta ha contribuido a veces a salvarla? En general, y aunque suene paradójico, su éxito ha dependido de su capacidad para personificar la comunidad política, casi siempre la nación, pero también el Estado plurinacional o el Imperio, su historia y su idiosincrasia. Allí donde los ciudadanos son incapaces de imaginar su propio país sin la presencia de una testa coronada, de Suecia a los Países Bajos, los tronos no peligran, porque gritar “viva el rey” o celebrar un cumpleaños real equivalen a homenajear a la patria. Lo cual supone saltar de los tecnicismos constitucionales al campo de las emociones y las identidades, mucho más resbaladizo y vinculado a símbolos, rituales, espectáculos y, ay, también a la ejemplaridad, pues difícilmente puede representar a una comunidad que se precie un monarca corrupto o delincuente, y, si la moral religiosa aún moldea las conciencias, blasfemo o adúltero.
En fin, la situación española ofrece en el marco europeo, tan distante de los métodos cuasiabsolutistas que rigen por ejemplo en las monarquías del golfo Pérsico, algunas particularidades. Juan Carlos I llegó a rey por designación de la dictadura franquista y tuvo que ganarse una nueva legitimidad al facilitar la conformación de un régimen democrático. Con ello recuperó para su dinastía la Corona, asegurada cuando salió a defender la Constitución frente a los golpistas en 1981. A partir de entonces respetó los dictados de la soberanía popular y apenas se metió en la política partidista, huyendo de los errores que habían costado el trono a su abuelo Alfonso XIII, y supo encarnar, junto a la reina Sofía y a sus hijos, a una nación plural y moderna, europea e iberoamericana, lo cual le valió una altísima valoración entre los españoles. En un país donde —más allá de la selección de fútbol— cuesta encontrar emblemas compartidos, la Corona lo fue durante varias décadas gracias a su labor. No es que el grueso de los ciudadanos fuera monárquico sin fisuras, pero el juancarlismo tenía millones de partidarios y la alternativa republicana apenas se contemplaba.
Sin embargo, el espejo encantado se ha roto, quizá para siempre. Las nuevas generaciones no se sienten concernidas por el relato mítico de una transición ejemplar con Juan Carlos como piloto, que las críticas al régimen del 78 y las demandas de memoria histórica no han dejado de socavar. El auge del nacionalismo independentista en Cataluña escogió la Corona, icono español, como una de sus dianas. Pero la propia Familia Real lo ha puesto muy fácil a sus crecientes enemigos: los casos de corrupción, alentados por un halo de impunidad, la han salpicado de lleno. Y el Monarca, que al parecer no comprendía lo que pasaba, vivía como un millonario cosmopolita mientras en España las grietas institucionales se ensanchaban en medio de una profunda crisis económica. En vez de disfrutar de su vejez como un patriarca respetado, decidió acumular e invertir toneladas de dinero junto a amistades tóxicas. Por lo visto, los Gobiernos sucesivos, a cambio de que ejerciera su obligado papel constitucional, le habían consentido negocios dudosos que el final del silencio mediático dejó hace unos años al descubierto. Legiones de cortesanos, esos que ahuecan la voz para hablar de La Zarzuela y sus inquilinos, hicieron un flaco servicio a su señor.
La abdicación proporcionó oxígeno a la Corona y la imagen de la real familia mejoró conforme se encogía. Pero las peripecias del rey emérito nos han estallado a todos en la cara, no ya por las infidelidades amorosas —la sociedad española combina el machismo complaciente con una tolerancia secularizada—, sino por los presuntos delitos cometidos, empezando por un gigantesco fraude fiscal. El durísimo discurso de Felipe VI en octubre de 2017, después de la fallida consulta soberanista en Cataluña, hizo que muchos le regalaran el oído al hablarle de su particular 23-F, pero lo inhabilitó para representar a los españoles con dudas identitarias y terciar entre contrarios. Ahora el imparable escándalo de Juan Carlos I, arrastrado por el fango en televisiones y redes sociales, le obliga a dar explicaciones a la ciudadanía y a tomar medidas de mayor calado. Que el anciano monarca haya volado, rumbo a una satrapía, no parece buena señal. Al menos hace falta garantizar la total transparencia en las cuentas de la Casa y también de la Familia Real, poner al emérito al alcance del Tribunal Supremo y clarificar de un modo convincente el significado de la inviolabilidad regia establecida en la Constitución, un precepto que quizás haya que suprimir. De los actos políticos del rey se responsabiliza el Gobierno, que los refrenda, pero ¿cabe sostener que, más allá de ese desempeño, es inviolable y puede por tanto delinquir, mientras dure su reinado, con total impunidad? Los españoles, ciudadanos de una democracia avanzada, no podrían soportar semejante privilegio, tan natural para los lisonjeros que han vuelto grupas con el fin de halagar al hijo y ven así el problema resuelto. Todo puede empeorar.
Javier Moreno Luzón es catedrático de Historia en la Universidad Complutense de Madrid.