La Corona y su reforma

Si hay algunas características inherentes a las monarquías nórdicas europeas, estas son, por una parte, su neutralidad en las contiendas políticas, que todos aceptan sin dudar y, por otra, la estabilidad y discreción que se concede a un régimen que la mayoría acepta generalmente como prueba de su pasado histórico. Por supuesto, si los británicos circulan por la izquierda, se van y no se van de Europa y, para rizar el rizo, la reina Isabel II no piensa abdicar todavía en su pobre hijo, en su paciente nieto o, incluso, en el biznieto Jorge, que ya va creciendo, se debe a que no son realmente europeos y les gusta lucir su monarquía solamente con los cuatro reyes de la baraja.

Sea como fuere, si hay actualmente algún país monárquico en el que este tema se ha convertido en la fuente predominante de comentarios, tanto escritos como orales, es, sin duda, España, donde se recuperó la monarquía como Jefatura del Estado en pleno siglo XX. La decisión que tomó Franco no se debió a su deseo de continuar gozosamente nuestra tradición histórica, sino a otra razón más pedestre. Después de haber aprobado en 1938 el Fuero del Trabajo y en 1942 la Ley de Cortes, dando una apariencia institucional ficticia al nuevo régimen, podía ir más allá declarando que España era un reino. Así, tras la derrota de sus aliados Hitler y Mussolini, se aseguraba su continuidad, porque parecía estar en espera de un rey democrático. Daba igual que tal subterfugio se lo creyeran o no los vencedores de la II Guerra Mundial, porque, ante el comienzo de la Guerra Fría, España podía ser muy útil a los aliados. Por lo demás, el candidato adecuado lo tenía en Estoril, a tiro de piedra de Madrid. Y estaba deseando incluir a España entre la lista de las monarquías europeas. Pero por encima de la poca simpatía que se profesaban ambos, el astuto caudillo incluyó en el artículo 1 de la ley de sucesión que España, «de acuerdo con su tradición, se declara constituido en reino».

Ahora bien, lo curioso del caso es que se trataba de un reino sin rey, porque en el artículo 6 de la misma ley se indicaba que «en cualquier momento el jefe del Estado podrá proponer a las Cortes la persona que estime deba ser llamada a sucederle, a título de rey o de regente, con las condiciones exigidas por esta ley». Es más: no sólo se le reconocía esta facultad, sino que podría revocarle, aunque ya hubiera sido aceptado por las Cortes. En otras palabras, todo dependía de su real voluntad, y así el candidato elegido estaría siempre entre la espada y la pared. El hecho es que si hubiese reconocido como rey al legítimo heredero de la dinastía histórica, es decir, a don Juan de Borbón, se hubiese tenido que marchar. Por eso, llegó al acuerdo con el conde de Barcelona para que enviase a su hijo mayor, don Juan Carlos, a estudiar a España el bachillerato y la carrera. Lo cual suponía que tenía al menos por delante, dada su buena salud, más de 30 años. A causa de la presión de López Rodó y otros ministros, en julio de 1969, Franco, delicado ya de salud, nombró al príncipe Juan Carlos sucesor suyo a título de rey, pasando por encima de la legitimidad que encarnaba su padre, que era el heredero legal de la Corona española y quien renunció a sus derechos, cuando ya había sido nombrado rey su hijo tras la muerte del general Franco.

El Rey Juan Carlos, en consecuencia, heredó los poderes de Franco, pero él mismo se dio cuenta de que estaba ante un complicado dilema: esto es, si juraba las Leyes Fundamentales franquistas, para después cumplir con el régimen heredado, el porvenir sería muy corto como pronosticaba Carrillo, llamándole Juanito el Breve. Pero si por el contrario se lanzaba a una aventura rupturista, además de convertirse en perjuro, provocaría un conflicto con los militares que podría llevarnos otra vez a la violencia. En resumidas cuentas, para salir del paso, era menester la cuadratura del círculo y se consiguió aceptando la legislación franquista, pero reformándola según sus normas. El hombre clave fue Torcuato Fernández-Miranda, inspirado por unos intelectuales de izquierdas que, a su vez, estaban alentados por otro pequeño grupo de demócratas de diversas tendencias. El referéndum de 1977, que aprobó masivamente la Ley para la Reforma Política, nos llevó a un proceso constituyente que dio como fruto una auténtica Constitución democrática pero que, a pesar del cuidado con que se hizo, se incluyeron varios errores graves que estamos pagando ahora. Es realmente curioso que sobre la Monarquía, el arco de bóveda del sistema, sólo se redactasen diez artículos en la Constitución y varios de ellos tan confusos que no han traído más que problemas. A lo largo de los últimos 42 años otros colegas y yo hemos tratado de que se reformasen algunos artículos de la CE a través del 167, pero, si no hemos conseguido ejercer la reforma más sencilla, ¿cómo vamos a lograr aplicar el 168, casi imposible de utilizar, para reformar algo del Título II de la Corona?

Entre los errores en el articulado referente a la Monarquía, sobresale el que se refiere al orden sucesorio, donde se discrimina claramente a la mujer. Hace años, este tema preocupaba mucho a los actuales Reyes, porque si no recuerdo mal ya habían nacido doña Leonor y doña Sofía, aunque cabía todavía la posibilidad de que naciese un varón y eso situaba a la primogénita en una situación absolutamente injusta. No es extraño que el entonces Príncipe de Asturias nos invitase a almorzar para ver si encontrábamos una solución. Yo propuse que se reformase el artículo 168, el de la reforma imposible, a través del 167, que era más asequible. Pero mis distinguidos colegas no estaban de acuerdo. Por consiguiente, si hubiera nacido un tercer hijo varón, la situación sería absurda. Por ejemplo, el artículo 57.2 de la CE dice algo surrealista: «El Príncipe heredero desde su nacimiento tendrá la dignidad de Príncipe de Asturias y los demás títulos vinculados tradicionalmente al sucesor de la Corona de España». Supongamos que, como ha sido, la primogénita de los Reyes es una mujer y se la declara Princesa de Asturias y demás títulos. Ahora bien, si por azar nace a continuación un hijo varón, se le arrebatan a ella todos sus títulos para que pasen a este. Se trata, por tanto, de una real chapuza.

Todavía hay gente que reclama esa reforma de la Constitución para que consagre la igualdad. Pero a estas alturas es completamente absurdo. Por dos razones. Primero, porque ese supuesto ya no se presentará en muchos años y no serviría para nada. Y, segundo, porque hay que tener en cuenta lo que dice el artículo 3.1 del Código Civil: «Las normas se interpretarán según el sentido propio de sus palabras, en relación con el contexto, los antecedentes históricos y legislativos, y la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas, atendiendo fundamentalmente al espíritu y finalidad de aquellas». Norma que hay que poner en relación también con el principio de igualdad del artículo 14 de la Constitución. Es decir, que en los momentos actuales, la Princesa de Asturias doña Leonor debe ser consciente de que el tratamiento que se le debe es exactamente igual al que sería propio de un varón.

Teniendo en cuenta cuenta estas cuestiones que acabo de mencionar es por lo que hace siete años propuse, aunque ya la había esbozado antes, una Ley de la Corona que trataba de aclarar y evitar problemas que surgieron después. De haberse aprobado esa ley, por ejemplo, no hubiese habido ningún conflicto con los actos irregulares de Juan Carlos I y de su yerno Urdangarin, porque se trataba de dejar bien claro que el artículo 56 cuando habla de la inviolabilidad del Rey es completamente superfluo y había que reglar un control institucional. El Rey, cuando lleva a cabo algún acto de Estado, es irresponsable, porque la persona que refrenda dicho acto es la que responde. Pero, en cuanto se refiere a su vida privada, la inviolabilidad e impunidad de los actos privados del Rey están sujetos a la responsabilidad propia de cada ciudadano. Sin entrar en detalles de la conducta irregular que presuntamente ha realizado Juan Carlos I, hay que señalar que sin su intervención no se habría instaurado la democracia en España. Por eso, sostengo que gran parte de la culpabilidad que se le achaca al Rey padre debería exigirse a otras personas de la Administración. Pongo un ejemplo: el artículo 132.3 de la Constitución señala que «por ley se regularán el patrimonio del Estado y el patrimonio nacional, su administración, defensa y conservación». Sin embargo, y no voy a ahondar más en este supuesto, me gustaría saber cómo la señora Corinna estuvo viviendo cuatro años en un edificio propio de Patrimonio Nacional y aquí nadie dijo ni pío. Ya no es urgente ni la Ley de la Corona, ni la reforma de la CE, porque lo que se quiere es manosear, por parte de varios miembros del Gobierno, el Título de la Corona, sin el cual España volvería a las andadas, como bien percibió un republicano como era Salvador de Madariaga.

Jorge de Esteban es catedrático de Derecho Constitucional.

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