La coronacosa

Ya está. Se nos fue. La cosa se ha puesto agresiva. Entre unos y otros, digo, que es como nos gusta -parece- que se pongan las cosas. La tentación sería concluir que nunca hubo tanta gente tan segura de tener razón, pero sería mentira. Aun así, pasma y asusta. Si algo resulta evidente de la coronacosa, acaso sólo eso, es que no sabemos nada, y que los que saben algo tampoco saben mucho. Saltamos de certeza en certeza como las ardillas de los tiempos viejos, cuando empezamos a ver la Fórmula 1 y a las tres horas de tele ya sabíamos cuándo había que repostar y cuándo poner los neumáticos intermedios, aunque fuéramos paracaidistas recién llegados del baloncesto. Si revienta alguna fase, que sea la de la prudencia.

No nos basta con vacunarnos o no hacerlo, con asumir nuestros propios miedos y respetar los ajenos, no hay minuto sin juicio definitivo ni segundo sin descalificación moral. Tenemos claro lo que el otro (enemigo obtuso y uniforme) debería hacer y lo que la ley debería decretar al respecto. Un milímetro por delante de la propia nariz es exageración; un milímetro por detrás, intolerable imprudencia; hasta que la nariz se mueve y con ella el termómetro completo.

Estoy vacunado, vaya por delante; eso que de momento llaman pauta completa, que igual pronto llaman precalentamiento. No lo digo con orgullo ni lo digo con aprensión. Trato de entender los números con los que nos entierran a diario: se diría -si los entiendo bien y si leo los correctos- que el potencial provecho que estas estocadas dan merece el riesgo, pero eso lo digo yo, que obviamente no sé nada y me equivoco hasta cuando me acuesto, otros piensan de otra forma y lo hacen por motivos diferentes. De eso iba esto. Hay quien cree -tal vez millones- que el libre albedrío decae ante el bien común, lo que seguramente sea cierto, pero uno se pregunta si es lo mismo el bien común que su pretensión, o su conjetura, o su reducción a verso. ¿Estamos en disposición de garantizar lo que tiene contraargumento? ¿Estamos dispuestos a asumir lo que significaría contravenir un derecho fundamental hoy cuando el viento no sople mañana en la dirección de nuestro juicio? ¿Tan seguros estamos de estar en lo cierto? ¿Vamos a hacernos responsables de las consecuencias que sobre otros tenga nuestro discernimiento, que a menudo ni siquiera es nuestro? ¿Cómo contestar «sí» a tales preguntas sin caer en la soberbia o en la farsa?

También están los del plan mundial, los únicos avisados, que obvian los miedos y pesares de cien países enemigos por lo visto sincronizados sólo en esto. Más agresivos cada día. Más beligerantes e insolentes, más vejatorios, más con el cuchillo entre los dientes. Se sienten en minoría y acaso sólo desde la afrenta puedan reunir la energía que permite alzar la voz después de tanto señalamiento (el que señala primero, gana), empequeñecidos al inicio y dispuestos ahora al contraataque, belicosos hasta extremos inauditos.

Acaso el verdadero problema sea el del ensimismamiento. El de estar, uno por uno, por razones literalmente inexplicables, convencidos de nadar en la verdad, sin saber mucho ni poco de microorganismos ni de mecánica de fluidos ni de modelos predictivos -matemáticos o casi- ni de las consecuencias en otros campos de lo que parezca deducirse (el verbo «parecer» sería la clave) del propio, que ya me dirán ustedes cuál es. Colocarse en el centro de todo es la más directa vía hacia la cortedad de miras. ¿Que dicen que soy positivo, pero yo me encuentro bien? Obviamente, no estoy enfermo: tratan de señalarme, de culpabilizarme, de manipularme y jugar con mi cerebro, de llenarlo de nanocosas, no tengo ahora tiempo de pensar si, positivo -sí-, pero no enfermo, podría hacer daño a otros, evidentemente sin quererlo. ¿Que otro esquiva protegerme a mí invocando la carta del arbitrio? Habrá, digo yo, que insultarlo hasta hacerle entrar en razón: cuando la verdad resulta obvia y luce cegadora en el cielo, ¿qué sentido tiene contemplarla desde cualquier otro ángulo? Ya cambiará la mayoría, si toca, y la verdad con ella.

Sucede que ninguna decisión global se toma por motivos singulares, que son los que nos corresponde adoptar a cada uno. Por motivos individuales salimos o no a la calle cuando hace viento, o tomamos zanahorias en vez de pizza, o nos enamoramos o no, o vivimos o no con quien queremos, o conducimos o no con lluvia, o conducimos o no y punto. Es nuestra decisión personal, con sus consecuencias personales: nadie va a librarnos de tomarlas. Al Estado no le preocupa ni seguramente deba preocuparle si nos morimos o no de uno en uno, o si es justo que lo hagamos, sino cuántos lo hacemos a la vez, y cómo y con qué consecuencias, si lo hacemos o no sin hacer ruido o embotellando el sistema, que es lo que el Estado no puede permitirse, porque esa es su responsabilidad, no la de garantizar la felicidad de cada cual o hacer otra cosa con la injusticia que prohibirla (ojo: hablo del Estado, no del Gobierno, que tiene como prioridad ser y como meta seguir siéndolo, como la coronacosa). ¿Es que tenemos todos 6 años de repente? ¿Qué garantías exigimos? Cuando nos piden que nos cubramos es para proteger a otros, y cuando abren los restaurantes, también. Porque la sociedad se muere cuando se muere y se muere cuando se mata, y nadie tiene razón y todos la tenemos. No hay solución posible a lo que no es un problema de lógica, sino de realidad; cuando todas las opciones dañan, hay males que no puede evitarse.

¿Cómo acertar? No se puede. Hacemos lo que podemos. ¿Qué sentido tiene creerse el último humano despierto rodeado de una legión de borregos? ¿A qué tanta certidumbre cuando a nadie toca a hacerse responsable de ninguna decisión global, como los hijos de los ricos, que descienden a las catacumbas más hediondas abjurando de su cuna porque saben que, si vienen mal dadas, tendrán donde regresar? ¿Tan seguros estamos de estar seguros? Desengañémonos al cabo: no se puede estar en lo cierto. No en esta enormidad que nos excede a todos. Da igual lo que creamos, leamos y escuchemos, da igual el origen de esto, pangolín o villano robot en la cima de un monte nevado o en la sima de un laboratorio secreto, ruso torvo o magnate calvo, o la casualidad, o la nada, o un genial plan eugenésico. Da igual: nada es limpio ya, nada es claro ni puede ya serlo. Demasiado que perder o ganar. Demasiado miedo y demasiado dinero. Si no podemos saber nada, ¿por qué reducir al otro a chiste, cuando ni existe el otro, sino un millón de otros, cada uno con su mundo a cuestas? ¿De dónde surge tanta certeza, salvo de la propia necedad, único aval del naciente, que a menudo cae de bruces bien sujeto a su grandeza?

No sé qué corresponde hacer con la coronacosa, sólo sé lo que voy a hacer yo, sin tener la menor idea de a qué dios serviré con ello. Dispuesto a cambio a no enjuiciar a quien disponga otra cosa. No sé qué hay que hacer con los bares, sólo si entraré o no en ellos, no sé qué hay que hacer con los cines, no sé qué hay que hacer con las tiendas, las vacunas, el trabajo de los demás, que vale tanto como el mío, con los transportes, con las escuelas, con el amor, con los nietos. Sé lo que voy a hacer yo sin ganas de servir de ejemplo, porque lo que me conviene a mí, o lo que creo que me conviene, igual no le conviene al mundo. O no le conviene a mi madre, o a mi tío de Zaragoza. Los científicos -esa entelequia- parecen tan perdidos como yo, aunque, como no son columnistas, tienden a ser comedidos, porque un problema gigante no tiene soluciones pequeñas, ni siquiera tiene soluciones, sólo parches. Podemos entregarnos a la rica violencia dialéctica, tan cálida y sobresaliente, el único pedestal que no produce acrofobia sino vértigo del bueno, o podemos probar lo de la prudencia, lo de hacer lo que se pueda, sin hostigar ni aguantar a nadie, lo de aplazar el juicio, lo de contener todo escarnio que dé más gusto de la cuenta, lo de hablar un poco más bajo, y hasta un poco menos. Y hasta no hablar. Por probar algo nuevo.

Rodrigo Cortés es cineasta y escritor.

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