La corrupción de las palabras

Antes de las elecciones de diciembre, Pedro Sánchez aseguraba que nunca pactaría con Podemos; Pablo Iglesias que Podemos no entraría en un Gobierno que no estuviera presidido por él; y Albert Rivera (el menos dogmático, de lejos) que nunca pactaría con Pedro Sánchez. Los hechos no tardarían en desmentir todas esas palabras; vanas excusas iban a ser los resultados electorales, pues fueron los esperados. De nuevo, Erasmo había sido derrotado por Maquiavelo.

¿Y qué cabe esperar de la palabra de un presidente del Gobierno que no se ha dignado visitar la Real Academia Española? Lejos quedan los años en que los presidentes eran académicos: Cánovas, Castelar, Antonio Maura, Alcalá Zamora… Años en que se decía con una sonrisa: “Señores académicos, se levanta la sesión. Comienza el Consejo de ministros”. Hasta Franco —otro gallego que despreciaba la cultura— acudió una vez al palacete de Felipe IV: cuando ingresó Pemán.

Lo peor de todo es que los ciudadanos nos hemos acostumbrado a la corrupción política de las palabras, forma parte del paisaje, como ver un avión saliendo con retraso. ¿En qué momento los políticos perdieron la autoridad, en el sentido que le daban los romanos, como crédito y prestigio? Si tuviéramos que escribir un Diccionario de la autoridad política, ¿quiénes serían nuestros referentes? Cuando la Real Academia, en el siglo XVIII, publicó el Diccionario de autoridades, los dos escritores más citados fueron Quevedo y Cervantes.

En algún meandro de la Historia, la monarquía y la Iglesia dejaron de ser vistas como instituciones divinas debido a las guerras civiles, el caciquismo, la oligarquía… Antes de las elecciones La Gaceta publicaba los resultados, unas elecciones que no respetaban ni el descanso de los muertos, a quienes se hacía votar. Durante los veinticinco años de reinado de Isabel II, hubo treinta y nueve Gobiernos distintos; y de 1902 a 1923, siendo rey Alfonso XIII, treinta y tres.

¿Y en Europa…? La Tercera República Francesa (1870-1940), por ejemplo, tuvo 127 Gobiernos. En la mejor autobiografía que he leído, Stefan Zweig nos abre la mente para entender algún porqué: “En 1914 la palabra todavía tenía autoridad. Todavía no la había echado a perder la mentira organizada, la propaganda… la gente aún confiaba a pies juntillas en sus autoridades; en Austria nadie hubiese osado pensar que el veneradísimo padre de la patria, el emperador Francisco José, pudiera haber llamado a su pueblo a la guerra sin haberse visto obligado a ello por una fuerza mayor… Un gran respeto hacia los superiores animaba todavía al hombre de la calle… En 1939, en cambio, esta fe casi religiosa ya había desaparecido en toda Europa. La gente menospreciaba la diplomacia desde que había visto, irritada, cómo esta traicionaba en Versalles la posibilidad de una paz duradera”.

Por si esto fuera poco, Nietzsche, luego de escribir la sentencia de Jesús — “el hombre de instintos débiles, el que no lucha jamás”—, había asesinado a Dios. Cerca de las iglesias y de la esquizofrenia, se reunía con unos amigos para debatir cómo era posible vivir tras esa muerte. Con las guerras mundiales, los sacerdotes, fusil en mano, se harían nacionalistas mientras los cardenales llamaban a la lucha. Como en el cuadro de Goya, los países más civilizados se mataron a garrotazos. La religión será sustituida por las patrias y las ideologías. (A un profesor ucraniano lo interrogó el KGB y, al considerar que estaba loco por creer en Dios, lo encerraron.) Millones y millones de muertos después, Kundera describirá la desembocadura de la Historia: La insoportable levedad del ser.

En el globalizado siglo XXI, salpicados aún por los restos de los dioses y los nacionalismos, la cultura podría haber sido la esperanza, pero una mayoría de políticos y electores está enganchada a Twitter y a Facebook, no a los libros, la única adicción que un país debería promover, según alguien dijo. Quienes más se hacen oír son los ingeniosos, no los profundos; la elocuencia ha derrotado a las ideas. Siendo diputado en el Parlamento Británico, Newton jamás pronunció un discurso. Solo una vez se puso de pie. Cuando los demás diputados le observaron en busca de sabiduría, habló: “Por favor, cierren la ventana, que hay corriente”.

Otro sabio, José Luis Sampedro, murió con la melancolía que le producía comprobar que “una serie de valores como la autoridad moral, la dignidad, la palabra del ser humano, han degenerado mucho. Y eso es objetivamente una decadencia”.

Sin embargo, en medio de esta decadencia moral, sorprende la última paradoja de la Historia: en general, la gente vive mejor que nunca (hay mayor esperanza de vida, menos mortalidad infantil, enfermedades erradicadas, más alfabetización, menos guerras, menos pobreza extrema…). ¿A qué debemos estas revoluciones cotidianas? ¿Quiénes son las nuevas autoridades que guían a la humanidad? La ciencia y la tecnología. Esperemos que estas dos palabras nunca sean corrompidas.

José Blasco del Álamo es periodista y escritor.

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