La corrupción de un país, la destrucción de un mundo

Todo el hedor de la "fermentada letrina" que, por usar la expresión de Donoso Cortés referida a la corte isabelina, ha sido la España bipartidista de las últimas décadas, se ha destapado de nuevo en dos sumarios judiciales. El de la Púnica con cargo al PP madrileño, el de los ERE con cargo al PSOE andaluz. En un caso se trataba de las adjudicaciones de obra pública a cambio de comisiones; en el otro, del desparrame de subvenciones clientelares saltándose todos los controles. Malversación y prevaricación, alcaldes en venta y consejeros de alquiler, reputación en redes sociales y prejubilaciones doradas, mansiones con aromaterapia y dinero en billetes "como para asar una vaca". The way we were, tal como éramos.

Los sufridos y escarmentados ciudadanos escuchan con escepticismo el borboteo informativo que mezcla a unos conseguidores con otros e iguala a los rivales políticos en cutrez y en esperpento. El PSOE se ha quedado sin discurso contra la corrupción, pero si se aplicara a la financiación ilegal del PP el principio de responsabilidad piramidal que ha sentado a Chaves y Griñán en el banquillo, ni Rajoy ni Cospedal saldrían indemnes.

La corrupción de un país, la destrucción de un mundoLa letrina se ha desbordado y el lodazal se extiende por doquier. Los españoles ya saben cuáles eran los méritos del rey emérito, le tienen tomada la medida al Molt Deshonorable y han constatado la suciedad de Manos Limpias. ¿En quién creer cuando todo está podrido si, como decía Woody Allen, "Dios ha muerto, Marx ha muerto y yo no me encuentro muy bien"?

En un sinfín de películas, y a veces también en la realidad, la prensa ha sido el último refugio de la conciencia cívica. El periodista de investigación era el verdadero superhéroe que salía de la cabina telefónica cuando Superman trocaba su capa aerodinámica por el discreto traje de Clark Kent; y ahí estaba el editorialista indomable para tener a raya al crimen organizado de la ciudad. Nada podía impedir que esa rotativa del cuarto poder, que sonaba como música celestial, arrancara cada noche desvelando la podredumbre y fustigando a los corruptos.

Dos periódicos, El País y El Mundo, han competido por desempeñar esa función, ejerciendo complementariamente durante las últimas décadas el papel de contrapeso a las instituciones del Estado. A medida que Polanco y Cebrián fueron acumulando riquezas, El País evolucionó hacia una actitud, más que gubernamental, oficialista, que en la práctica suponía entregar lectores al poder a cambio de todo tipo de beneficios. Por el contrario, quienes fundamos e hicimos grande a El Mundo nos empecinamos durante un cuarto de siglo en entregar poder a los lectores, sin importarnos quién pudiera resultar perjudicado -a menudo nosotros mismos-, siempre que la información fuera relevante y veraz. Esa diferencia explica la dispar fortuna de ambas cabeceras cuando la crisis económica general y la específica del sector golpearon a todos los medios.

El País se salvó de la quiebra, a la que le arrastraba la desastrosa gestión del grupo Prisa, gracias a la intervención del Gobierno, y en concreto de Soraya Sáenz de Santamaría, que actuó como broker de una operación de ingeniería financiera por la que Telefónica y algunos de los principales bancos españoles transformaron su deuda en capital. El sueño de cualquier consejero delegado manirroto.

Los mismos poderes fácticos se frotaron en cambio las manos cuando vieron a El Mundo tambalearse bajo el lastre del desorbitado precio pagado por su propietario, los italianos de RCS, al adquirir en 2007 el grupo Recoletos. Llegaba el final de las vacas gordas pero las cabeceras de Marca, Expansión y algunas revistas de nicho se tasaron en el triple de lo que ahora vale todo el conglomerado italo-español, Corriere y Gazzeta dello Sport incluidos.

Para quienes habían quedado en evidencia por la publicación de sus cacerías irresponsables, sus embarazosos mensajes de móvil, sus actos de nepotismo tipificados penalmente o su frustrada pretensión de doblarle la mano al Tribunal Supremo en la interpretación de la ley del indulto, era la ocasión de ajustar cuentas con el mensajero irreverente. Llegaron las presiones políticas, la recluta de fuego amigo, la coacción publicitaria, los viajes a Italia de empresarios y banqueros, la fijación de precio y forma de pago, y el desenlace de todos conocido en enero de 2014. Hacía falta un necio para que el proceso de desgarro y amputación fructificara y la conjura de los listos lo encontró, en grado cum laude pocas veces repetido, en el entonces consejero delegado de RCS Pietro Scott Jovane, devuelto hoy a la irrelevancia de la que nunca debió salir.

El País y El Mundo han vuelto a concentrar estos días todas las miradas de la España inteligente por razones muy distintas. En un caso por el pertinaz silencio que tanto el periódico como el propio Cebrián mantienen sobre el multimillonario regalo en acciones de Star Petroleum, aceptado por quien llevaba medio siglo presentándose como epítome de la independencia periodística. En el otro por la traumática sustitución de su tercer director por un cuarto en funciones, mientras el segundo anunciaba su adiós como columnista.

"Seguro que hoy explica Cebrián qué es lo que le daba él a cambio a Zandi", me digo cada mañana para mis adentros desde que Agustín Marco publicara en El Confidencial el contrato por el que el sedicente periodista tenía derecho a adquirir un 4,9% de la petrolera de su amigo iraní por 14,7 millones, tras recibir gratis et amore un 2%. Pero no, van pasando los días, van pasando las semanas y los lectores de El País siguen en la playa del desconocimiento. Saben, eso sí, gracias a lo revelado por Carlos Segovia en El Mundo, que quien pagaba a Zandi con la moneda en especies del tráfico de influencias era Felipe González, cómplice entrañable de Cebrián desde el pleistoceno de la cal muerta y eminencia gris del periódico.

¿No estamos ante todos los indicios de un caso de corrupción, con ramificaciones internacionales a gran escala -genocida africano incluido-, que El País debería investigar minuciosamente, empezando por los suculentos pagos con dinero del diario que ligan a Cebrián con González desde que acordaron al unísono que, puesto que el futuro ya no es lo que era, había llegado la hora de forrarse en vida para que sus mortajas estén un día tan rebozadas de oro como la piscina de Zandi?

Las ominosas connotaciones de esta trama hacen aún más dolorosa e injusta, por la vía del contraste, la situación de incertidumbre por la que atraviesa la abnegada redacción de El Mundo, poco menos que abandonada a su suerte mientras sus accionistas dirimen en Italia la pugna por el control, en el juego fratricida de la opa y la contraopa. De esa redacción han salido casi simultáneamente tres extraordinarios periodistas y este calificativo nada tiene de enfático pues sin Casimiro García Abadillo los ciudadanos no hubieran sabido de la misa la media sobre Filesa, Ibercorp, Gescartera o las falsedades en torno a los explosivos del 11M; sin David Jiménez nunca habríamos leído los emocionantes relatos que han retratado los dramas de un inmenso continente como Asia; y sin Agustín Pery, en comandita con Eduardo Inda y Esteban Urreiztieta, nunca se habría desmantelado la mafia política que dominaba la isla de Mallorca.

Les deseo lo mejor a los tres, en especial a quien me sucedió como director y con quien mantuve una escaramuza pública, de la que me arrepiento, tras un cuarto de siglo de inolvidable colaboración. Pero su marcha, como la de quienes se unieron a EL ESPAÑOL -Fernando Baeta, María Peral, Ana Romero, John Müller, Miguel Ángel Mellado, Vicente Ferrer, María Ramírez o el propio Urreiztieta- o han emprendido otros rumbos -Inda, Fernando Mas, Eduardo Suárez u Oscar Campillo que seguía siendo de El Mundo como director de Marca- han supuesto reiteradas mutilaciones de aquella redacción mítica, golpeada también por la muerte del ejemplar Fernando Múgica.

Pero si hay una persona que encarna los valores de la integridad periodística, la pasión profesional, la disposición dialéctica y el ansia de perfeccionamiento a través de la cultura que vertebraron nuestro proyecto, ese es Pedro G. Cuartango, nombrado director en funciones -menuda redundancia, todos lo somos así-  a quien quiero entrañablemente y a quien como fundador de El Mundo apoyo hoy de forma expresa, más allá de las rivalidades y avatares de la competencia. Rompo así dos años de autoimpuesto silencio. A Cuartango y al presidente de la compañía, Antonio Fernández Galiano, cuyas dotes políticas le han permitido sobrevivirnos y sustituirnos a todos, les corresponde ahora mantener la nave a flote y reencontrarse con el viento, a la espera del veredicto italiano. Con una tripulación que conserva periodistas del calibre de Lucía Méndez o Rafa Moyano, Fernando Lázaro o Iñaki Gil todas las proezas siguen siendo posibles.

Como no podía ser de otra manera el ADN de El Mundo es también el de EL ESPAÑOL. Luchamos por lo mismo, defendemos lo mismo y por eso topamos a menudo con los mismos obstáculos. Y no trato al decirlo de alentar especulaciones sin fundamento sobre engarces poco menos que imposibles, sino de advertir que de forma correlativa a la demolición del centro político sigue en marcha la pretensión de arrasar el centro periodístico para que derechistas e izquierdistas puedan hacer caja mediática a sus anchas con el negocio de las dos Españas.

Se trata de una amenaza que, además de sobre el periodismo independiente, se cierne sobre el pluralismo y la calidad de vida democrática de los ciudadanos. Por eso, estemos cada uno donde estemos, no debemos consentir que, mientras la corrupción campa por sus respetos en este país, se consume la destrucción de lo más valioso que queda de nuestro mundo.

Pedro J. Ramírez, director de El Español.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *