La corrupción es el síntoma, no la enfermedad

La corrupción política en España es un síntoma. La enfermedad es la deficiente representación política que posibilita la concentración de poder y la ausencia de controles. En estos momentos, hay más de mil políticos imputados en casos de corrupción y, según los sondeos de opinión del CIS, la corrupción, después del paro, es el problema que más preocupa a los españoles. Ni la denuncia de los medios de comunicación, ni la acción de la justicia es capaz de frenar un reguero de casos que deteriora la legitimidad de nuestro sistema democrático y nuestro prestigio internacional. La idea que pretendo desarrollar es que la corrupción, en sí misma, es el síntoma de una enfermedad, la fiebre de una patología. Estamos dando aspirinas a un cáncer que no se soluciona con medicinas parciales e insuficientes. La enfermedad, la piedra clave del problema, es la deficiente representación política en beneficio de la gobernabilidad, de la estabilidad, que confiere un poder creciente, ilimitado y fuera de control a las élites políticas.

La corrupción es el síntoma, no la enfermedadLa preponderancia de la estabilidad o gobernabilidad sobre la representación fue una decisión de la época de la Trasición ante los temores que suscitaba la democracia. Pero lo que pudo ser una precaución inicial, ha evolucionado con los años, según el modelo instaurado por Felipe González –“Montesquieu ha muerto”-, en la intensificación de la gobernabilidad y ahora nos encontramos con que para cumplir el marco constitucional (tema que por evidente, no debería estar sobre la mesa), Rajoy propone, como solución, una mayoría todavía más estable de 253 diputados. Los partidos mayoritarios siguen sin diagnosticar la enfermedad y así es imposible curarla.

En 2012, el informe sobre política institucional, realizado por Transparencia Internacional, señaló como principal insuficiencia del sistema político español que “el marco institucional de la democracia española prime la búsqueda de la gobernabilidad sobre la garantía de la representatividad, aunque en la práctica eso no garantiza que los gobiernos sean eficaces”.

La reiteración de casos de corrupción desde los años iniciales del felipismo en 1982, pasando por todos y cada uno de los gobiernos del PP y del PSOE, así como de autoridades regionales (CiU) y municipales, sugiere que el mal es extendido, sistémico, y que requiere una reflexión que vaya más allá de la represión de los casos concretos conocidos. Mucho me temo que, de no actuar de ese modo, en los próximos años, -sea quien sea quien ejerza el gobierno y la mayoría parlamentaria-, los casos de corrupción continuarán desvelándose, día tras día, en los medios de comunicación.

Independientemente de otras valoraciones, lo que es seguro es que la corrupción perjudica al partido mayoritario en la opinión pública y en el resultado electoral y que sus líderes, los cuatro presidentes desde 1982, no han sido capaces de erradicarla. Mi tesis es que, aunque quieran, no pueden. Y no pueden porque el estado de partidos que han creado, en el que la división de poderes brilla por su ausencia, genera amplias posibilidades de enriquecimiento fuera de todo control. Para resolver la actual situación de corrupción sistémica se precisaría la voluntad de alterar, de cambiar comportamientos y normas políticas que suponen una disminución del poder del presidente del gobierno y esto es algo que ninguno ha deseado en absoluto. Hasta ahora ningún presidente del Gobierno se ha visto obligado a reducir sus amplísimas atribuciones y tampoco han tenido voluntad alguna de rectificación.

En 1994, Javier Pradera, editorialista de El Pais y gurú tolstoiano de la izquierda política española, escribió un espléndido libro, Corrupción y política. Los costes de la democracia, en el que retrataba todos y cada uno de los elementos que gravitaban sobre un fenómeno que el autor percibía como un coste insufrible de la democracia inaugurada en 1977. Lo fundamental para Pradera es que “los partidos ya no son representantes de la sociedad dedicados a defender los intereses de sus electores, sino instituciones autónomas que protegen ante todo sus propios intereses”. El libro de Pradera se ha publicado a la manera de las memorias de Chateaubriand, post mortem, en 2013, quizás para sentirse más libre y no recibir quejas de sus numerosos amigos.

El diagnóstico, todo lo que ha pasado después, se ha cumplido y ampliado ad nauseam. Javier Pradera insistía en que el problema fundamental residía en que la centralidad política del Parlamento “ha sido desplazada por los partidos como sede de la toma de decisiones relacionada con el poder”. El presidente del Gobierno tiene la capacidad de designar a los miembros de los principales órganos constitucionales: Tribunal Constitucional, Defensor del Pueblo, Consejo del Poder Judicial, Consejo de Universidades, Consejo de Seguridad Nuclear, RTVE y “el poder de los partidos se extiende en parecido o superior grado, desde el centro del Estado, hacia los ayuntamientos, diputaciones y comunidades autónomas”.

Aunque la Constitución establece claramente la división de poderes e idealiza el papel de los partidos como canalizadores de la participación ciudadana, lo cierto es que el presidente del partido mayoritario acumula y concentra un poder muy superior al de cualquier primer ministro europeo. Por decisión de los presidentes de Gobierno, desde 1982 el Parlamento no controla al gobierno sino que el gobierno controla al Parlamento. De ahí se deriva el resto de la concentración de poder. En la práctica, la Presidencia del Gobierno parlamentario español ha degenerado en lo peor de un sistema presidencialista (sin tener sus aspectos positivos) porque no está mediatizado por elecciones independientes para el Congreso y Senado que pudieran equilibrarlo. Si a ello añadimos el control del órgano de gobierno del Poder Judicial y del Tribunal Constitucional tenemos un muy defectuosos sistema democrático.

El aludido temor democrático de representación en 1978 se manifiesta en la circunscripción provincial (contenida en la Constitución, art. 68.2) y en el sistema proporcional corregido por ley y por la bonificación de los partidos mayoritarios, según la fórmula de D’Hont. En el presente periodo de reformas conviene abrir el debate sobre la mejora de la representación política. Me permito sugerir que si se aplica una medicina equivocada a la enfermedad, en lugar de mejorar, empeorará. Por ejemplo, el mito de las “listas abiertas”. Si la circunscripción electoral sigue siendo la provincia y se permite poner una cruz en nombres propios, no se resolverá el problema. En España la experiencia de las listas abiertas para el Senado demuestra que los electores, en un 95%, eligen en el orden de la oferta de los partidos sin saber a quién votan. Los ciudadanos votan siglas porque no hay personalización de sus representantes. Además, si la prerrogativa de elaborar las listas permanece en el dirigente de cada partido, llegamos al extremo presente de titular a un senador o diputado, en lugar de por su circunscripción, por su correspondiente partido. En la tradición parlamentaria española antes de 1931 o en las actuales monarquías parlamentarias europeas, el diputado lo es por su distrito; es decir, por los electores que le han elegido. El elegido lo era por el distrito de Ponferrada, Tolosa, etc. Ahora, en España, el Sr. Diputado lo es por el PP o por el PSOE y expresa una realidad: el diputado se debe al partido que le ha elegido, no a los electores, a los ciudadanos.

El grito de:“No nos representan”, del movimiento del 15 M, fue debido a un amplio sentimiento real que no se limitaba a una minoría extremista acampada en la Puerta del Sol de Madrid, sino que reflejaba una aspiración mucho más generalizada en la sociedad española de lo que interpretó la dirección de la clase política. Por eso se sorprendieron ante la emersión con fuerza de dos nuevas formaciones políticas –Ciudadanos y Podemos- en las elecciones europeas de 2014 y en las elecciones generales del 20D. No pretendo tener la solución a un problema complejo como es una nueva ley electoral que conjugue representación y estabilidad; sí creo que es necesario abrir el debate y eliminar la obligatoriedad constitucional de la circunscripción provincial.

Otra medicina equivocada es el incremento incesante de la financiación de los partidos políticos. El PSOE y una tambaleante UCD diseñaron un sistema de financiación pública de los partidos (a costa de los contribuyentes) que no tiene parangón en ninguna democracia occidental y que no ha dejado de incrementarse desde 1978 y hoy alcanza los sesenta millones de euros al año. A esto hay que añadir las cuantiosas subvenciones que reciben los grupos parlamentarios de las Cortes, de los parlamentos regionales y de los ayuntamientos. La aportación que los presupuestos realizan a todos los partidos con representación parlamentaria, regional o local son más que suficientes para afrontar unos gastos regulares de funcionamiento de su estructura. Además, las campañas electorales tienen una financiación pública extraordinaria. La versión de que la corrupción política es debida a una insuficiente financiación de los partidos es absolutamente falsa. Se trata de la excusa de algunos dirigentes políticos e intermediarios para encubrir “mordidas” que finalmente saltan, día tras día, en los medios de comunicación. Conviene considerar otros modelos de financiación privada de los candidatos (que no de los partidos) que existen con toda normalidad y transparencia en Norteamérica y Europa.

Igualmente equivocada es la política de concesión de indultos a políticos con condena firme por corrupción o los casi diez mil aforamientos que constituyen una suerte de protección y sensación de impunidad en muchos políticos implicados en casos de corrupción. Se impone acabar con los indultos y reducir drásticamente los aforamientos. En otras palabras, hay iniciativas que requieren un amplio acuerdo (cambiar la circunscripción provincial) y otras muchas que podrían llevarse a cabo mediante leyes adoptadas por mayoría en el Parlamento o simplemente permitiendo democracia interna en los partidos.

Establecer un sistema efectivo de representación política y eliminar el poder abusivo de los dirigentes en la elaboración de las listas electorales, así como respetar la prevista división de poderes constitucionales y sistemas de control, favorecerá el camino de la curación de la enfermedad de la corrupción y mejorará considerablemente la calidad democrática de nuestra patria.

Guillermo Gortázar, historiador y abogado, es militante del PP y fue secretario de Formación de este partido entre 1990 y 2001.

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