La corrupción según Eddington

La corrupción, como arma de destrucción política, es pólvora mojada. “El tiempo de los corruptos ha llegado a su fin”, declararon con igual desparpajo Cristina Cifuentes y Pablo Echenique. La corrupción es un asunto explosivo, pero como argumento de confrontación no parece eficaz. Otro tanto puede decirse cuando se utiliza como escudo. Denunciar la corrupción del “otro” es una forma de protegernos: “Reconforta saberse en el lado bueno de la historia y, sobre todo, tener alguien sobre el que desplegar toda la ira”, opinaba en estas páginas Daniel Innerarity. Pero hemos de aceptar que no es posible la vida sin cloacas. “El que esté libre de corrupción que arroje el primer gusano”, acaba de recordarnos El Roto.

El hecho, en fin, es que el uso de la corrupción tanto para atacar como para defenderse no resuelve el problema. Es evidente que algo estamos haciendo mal. ¿O no será que estamos interpretando inadecuadamente el propio fenómeno de la corrupción?

Esta duda nos conduce a sir Arthur Eddington, eminente astrofísico británico, a quien se atribuye la parábola del ictiólogo, que explora el océano con una red de anchura de malla de dos pulgadas. Este imaginario investigador marino deduce, a la vista del pescado capturado, que no existen peces de tamaño inferior a dos pulgadas. Ampliemos nuestra mirada, fuera del debate político. Porque la corrupción tiene que ver con la ideología lo mismo que con la presión atmosférica: nada. Reconsideremos la corrupción.

Según los expertos, la corrupción es el abuso del poder público para beneficio privado, situándose así en el eje público-privado. Cabe preguntarse por qué no la consideramos ubicada, también, en el eje de los fuertes frente a los débiles, extremos que trascienden a los populistas de casta y gente. Pues en cualquiera de las modalidades delictivas que puede revestir la corrupción hay alguien que tiene el poder de beneficiarse y quien, como consecuencia, sale perjudicado. Y esto es así independientemente de la naturaleza de los bienes lesionados, públicos o privados, la personalidad jurídica de los actores intervinientes o el lugar de los hechos.

Si consideráramos la corrupción en la encrucijada de ambos ejes, los ciudadanos no veríamos la corrupción como cosa de políticos únicamente. Y, por ende, aunque solo fuera por egoísmo, tenderíamos a comportarnos de manera ejemplar y evitar las prácticas corruptas, por muy privadas que sean, con independencia de su cualidad y cuantía. ¿Acaso es posible una política corrupta en una sociedad sana?

Es más, ¿la corrupción supone un problema que causa desafección en la ciudadanía o es un síntoma de males más hondos?, continúa preguntando el ictiólogo de Eddington. La corrupción es, también, señal de que algo no funciona en las profundidades de la cultura organizacional de las instituciones. Una de las principales alteraciones que dan lugar a comportamientos corruptos es la inexistencia del gen que mueve a instituciones y personas a renovarse y mejorar permanentemente.

Cuando ignoramos esto, nos quedamos en la superficie. Hablamos continuamente de medidas preventivas con las que combatir la corrupción. Pero una cosa es disuadir (más leyes, mayores penas) y otra muy diferente prevenir en origen. Y esto se logra mejorando la selección de personal a la entrada de las instituciones y, en su interior, aumentando la calidad de la toma de decisiones allá donde se preparan futuras acciones punibles.

Hablamos hasta la saciedad de la transparencia como el mejor antídoto contra la corrupción. Pero es una transparencia limitada a asuntos pasados y presentes, nunca futuros, alejada aún de la transparencia 360 grados que la sociedad demanda. ¿A qué esperan las instituciones? Publicitar las finanzas debe hacerse, pero además debemos conocer de qué forma las instituciones van a acometer, a corto, medio y largo plazo, los procesos de mejora continua de su organización.

Esta es la clave: la mejora permanente de las instituciones. Este es el ingrediente que, hoy ignorado, resulta condición sine qua non para que la transparencia deje de ser un alud de datos indiscriminados; el disfraz de los defensores del actual statu quo; un estado de cosas garantizado por el espíritu normativista y auditor de la lucha contra la corrupción característico de todos, de izquierda a derecha, pasando por los Sánchez y Rivera que repiten sin desmayo viejas letanías.

“Todo lo que empieza acaba o se transforma”, dirá Wagensberg en sus aforismos. Ya existen sistemas para decidir participativamente, implantar de forma ejecutiva, y someterse voluntariamente al control ciudadano. Lo que falta es una nueva práctica institucional, pública y privada, desde la Casa Real a la última pyme, que recorra España y señale el camino de la mejora permanente como una vía eficaz de combatir la corrupción.

Felipe Gómez-Pallete es presidente de la Asociación por la Calidad y Cultura Democráticas y autor del libro Una vindicación de la acción política (ACCD-Amazon, Charleston, SC, USA, 2015).

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