La corrupción y Cicerón

Por Salvador Giner, catedrático de Sociología de la UB (EL PERIODICO, 31/03/05):

La alusión sin pruebas a la presunta corrupción política de la oposición por parte de un gobernante desencadenó el alud de acusaciones, retractaciones e indignadas amenazas de querella que ha tenido preocupado al buen ciudadano (y entretenido al cínico) durante un tiempo. La publicación de la reflexión de Moisés Naïm, director que fue del Banco Mundial y hoy de la importante revista Foreign Policy, en la que sostiene que la corrupción es inevitable pues es un rasgo perenne de la humanidad, ha animado la conversación, especialmente en este país, en el que sus palabras venían a echar leña al fuego.

En lo primero no entraré, puesto que carezco de toda prueba de que hayan empresas que compren políticos, aunque haya escuchado una y otra vez que suele suceder. Además, como cualquiera de ustedes, he comprobado que en las democracias liberales y parlamentarias como la nuestra entra de cuando en vez en prisión algún sinvergüenza. Aunque algunos permanezcan en ella sin devolver al erario público lo que de él hurtaron. Y otros gocen de libertad y dispongan obscenamente de haberes fruto del robo.

SOBRE LA presunta inevitabilidad de la corrupción política, anunciada por Naïm, lo que sorprende es la sorpresa. Cuando se estudiaba latín en las escuelas, los alumnos solían traducir las Catilinarias ciceronianas. Se sabían de memoria la primera línea. En mi escuela, sin embargo, el maestro eligió las Verrinas, más interesantes aún en el asunto de la corrupción. (Nunca, pues, llegamos a canturrear aquello de ¿Hasta cuándo, Catilina, abusarás de nuestra paciencia?)

Sí, en cambio, desentrañamos la ética política de Marco Tulio Cicerón, en su arriesgado y extraordinariamente valiente ataque parlamentario contra la corrupción de Verres en Sicilia, según la cual la mesura en el robo --¡y no hablaba de un mero 3%!-- convenía a cualquier administrador que actuara en nombre del Senado y del pueblo romano.

Lo grave no era robar, sino pasarse. Llegar hasta el expolio que llevó a los sicilianos a alzarse contra sus administradores y a Roma a mandar legiones. En otras palabras, Cicerón, adelantándose más de 21 siglos a los estrategas del Pentágono, puso el énfasis sobre la cuestión espinosa de los daños colaterales.

Éstos, naturalmente, incluyen la pérdida de inocencia de muchos ciudadanos, fomentan el cinismo y hasta legitiman para muchos la afición al despotismo. No hay fascismo ni dictadura que no haya intentado justificar sus desafueros contra la democracia aludiendo a sus supuestas corrupciones congénitas.

En el fondo, lo más triste no es que se enriquezcan los políticos de París, Milán, Moscú, Chicago y Barcelona (por no hablar de México o Indonesia, donde la cosa anda desbocada), sino que la ciudadanía caiga en el escepticismo, privatice aún más su propia vida y le importe un bledo la causa pública.

Para combatir con eficacia este pernicioso efecto colateral, nada mejor que adoptar una posición equidistante de las dos falacias extremas. La primera a evitar es la posición neoconservadora, suponer que ya que hay corrupción, y ésta no impide --sino que a veces, hasta fomenta-- la prosperidad y la intensidad de la vida del mercado, lo crucial es seguir adelante y untar tantas manos como sea preciso. Esta curiosa doctrina es defendida vigorosamente por no pocos ideólogos.

La segunda, la posición puritana, pretende erradicar la corrupción por completo. Tanta rectitud moral conmueve, pero uno se pregunta cómo es que todos los regímenes políticos puritanos que en el mundo ha habido han acabado en el más atroz abismo de la corrupción, en la sima insondable del totalitarismo.

TOMAR LA tercera vía, la ciceroniana, no complacerá ni a los tirios del cinismo conservador ni a los troyanos de la pureza impuesta con guillotina o mazmorra. Convence a demócratas y ciudadanos que comprenden que la lucha por la decencia es lenta, poco espectacular, paciente y con una fe residual, pero esencial, en instituciones como pueda serlo una prensa libre y responsable. Éstos no son sólo deseos piadosos. Prueba de ello es que hay asociaciones, como Transparencia Internacional, que publican año tras año sus informes sobre la corrupción al igual que otras, como Amnistía Internacional que, aunque volcadas a otros menesteres --la lucha contra la tortura-- denuncian regímenes cleptocráticos y parasíticos con relativa aunque singular eficacia. En última instancia, no hay cura absoluta. Pero es menester percatarse de que la salvación no se encuentra ni en la aceptación fatalista de la corrupción ni en la proclamación de un régimen angélico, que acabará siendo infernal. Está en el mismo combate, en la búsqueda terca y responsable de la decencia pública. Con eso, basta.