La cosecha

En abril de 1941, Adolf Wagner, ministro de Educación de Baviera, tuvo la ocurrencia de prohibir en las escuelas la presencia de crucifijos e imágenes religiosas, e igualmente ordenó sustituir las oraciones por cánticos nazis. La protesta de las madres, a la puerta de los colegios, y la consiguiente recogida de firmas fueron tan virulentas que a las dos semanas revocó el decreto. Pero los nazis más conspicuos insistieron en las nuevas normas, logrando que el asunto subiera de tono. Una pastoral del cardenal Faulhaber (17 agosto 1941) hizo que al final el mismo Hitler hubiera de intervenir, dejando las cosas como antes y liberando a cincuenta y nueve sacerdotes católicos, previamente internados en Dachau por manifestarse contra la abolición de las fiestas religiosas del calendario; y desautorizando al ministro. Cómo habría terminado la historia, de haber perdurado el nazismo, nunca lo sabremos, y no vale la pena elucubrar sobre ucronías. Pero algo sí es seguro: la voluntad de resistencia –incluso frente a un régimen implacable con toda disidencia: poco después fueron ejecutados los hermanos Scholl por repartir panfletos– puede detener los abusos y actos impuestos desde arriba. Y no digamos si proceden de una minoría sin poder ni autoridad.

La cosechaEstamos en la España de 2014 y mientras recuerdo a aquellas madres bávaras que, en situación arriesgada y precaria (con los maridos en los frentes de guerra), defendieron sus convicciones y su fe, miro a mi alrededor y veo una sociedad en descomposición, donde no se respetan creencias ni símbolos, con impunidad absoluta para el abuso y el incumplimiento de las leyes y las sentencias de los tribunales, y con minorías –que serían de risa, si el poder ejecutivo representase dignamente al Estado– exigiendo la institucionalización del robo de viviendas, el pago de un salario obligatorio (auténtica sopa boba) y la subversión del orden constitucional, simplemente porque ellos gustan de jugar a ser «la vanguardia de la clase obrera». Menudos obreros.

Pero no debemos quedarnos en la anécdota inmediata de achacar el auge de movimientos de orates a la codicia de algunos empresarios de medios audiovisuales siempre dispuestos a vender, o regalar, sogas a quien quiere ahorcarlos (o dice querer, que esa es otra), al fomento, en suma de la telebasura; o en la bobaliconería de no pocos periodistas bien de derechas que rivalizan por presentarse como amigos de tal o cual chiquito Matasiete, el último grito del aperturismo liberal; o en la promoción, mediante la repetición (volvemos a Goebbels) mucho más allá del aburrimiento, del mismo personaje, cuyos méritos intelectuales, académicos y políticos permanecen inéditos. Todo eso es la parafernalia evidente, la consecuencia inevitable de tener una masa acrítica y poco ilustrada sin más criterio que dejarse influenciar por impulsos elementales: buenos/malos, ricos/pobres , explotadores-poderosos/explotados, etc.

La catástrofe de la Educación –que requiere un tratamiento particular– y la dejación de obligaciones, desde el fin de la dictadura, de los sucesivos gobiernos, escondiéndose detrás de las transferencias a las comunidades, han producido infinidad de casos inimaginables y desmoralizadores desde la raíz, como que se tardase treinta años, nada más, en conseguir que en la sede del Gobierno vasco ondease la enseña nacional; o que, en la actualidad, en cientos de ayuntamientos (no se sabe ni cuántos: muchos) vascos y catalanes se esconda o veje nuestra bandera; o, a fortiori, que casi un tercio de la población española no pueda estudiar en español, prodigio del que se hacen lenguas propios y extraños, pero no pasa nada, de momento. Desde hace tiempo nos hemos acostumbrado a las injurias, los desprecios, los atentados a símbolos, autoridades, instituciones. Y no pasa nada, por ahora.

La sociedad española se va encanallando paulatinamente, sin reaccionar ante nada, sin cortar el paso a los salvajes, cada quien en su instante y su lugar. Como las injurias salen de balde, Rubianes era un gracioso y los candidatos (y candidatas) hipostáticos (e hipostáticas) a ser Rubianes fueron legión. Hasta con subida a lo más alto. Nadie reacciona ni se defiende, todo lo más lloran y se lamentan en alguna tele amiga, de las pocas que quedan. Pero los plañideros a veces ostentan mando en plaza y se limitan a deplorar la brutalidad de los indeseables, sin asumir jamás sus responsabilidades ni ejercer sus funciones: algo tendrían que ver en los microscópicos incidentes de Valencia en enero de 2012 el ministro del Interior, la delegada del Gobierno, el presidente de las Cortes Valencianas etalii que no me caben. Y aquella sí fue una hoja de ruta para futuras algaradas, con un Gobierno que rehúye sus obligaciones: en Gamonal, el alcalde de Burgos abandonado por el Gobierno de su partido; en Colón, poco después, cincuenta policías heridos, maniatados por sus mandos políticos; en Barcelona, «okupas» triunfantes porque ni Generalidad ni Gobierno central estiman que deben restaurar el orden; Ceuta y Melilla, más coladeros que fronteras, con la Guardia Civil de espectadora. Si el Gobierno no garantiza el orden público, ¿cómo puede simular sorprenderse por el batacazo electoral (dos millones y medio de votos perdidos respecto a 2009, seis y medio respecto a 2011). Aunque, sabido es, la primera misión de un político es negar las realidades adversas, hasta que le pille el toro. Y, como siempre, el problema es… la comunicación. La misma cantaleta que oímos en tiempos de Suárez («No hemos sabido explicar…»); de González («H’entendío el mensahe…»); ahora, otra vez. En lugar de sacar adelante, en dos años y medio, las reformas legales prometidas (ley del Aborto, ley del Menor, ley de Enjuiciamiento Criminal, Código Penal, cadena perpetua, profesionalización absoluta del Consejo del Poder Judicial), la culpa es… del paisaje. Es decir, la comunicación.

Pero si la situación –como se decía en el siglo XIX– actúa de tal modo, o sea no actúa, es por constituir un buen reflejo de la sociedad: nadie se defiende, nadie responde, nadie se mueve. Quienes se divierten paseando banderas de la II República, ornamentadas con estrellas rojas, círculos, hoces, martillos y demás chamarilería folclórica, no encuentran nada enfrente, hasta la hora de las cañas o de irse a cenar, que tampoco hay que pasarse. Pero sobre el resto flotan atonía e inopia, eso que políticos y periodistas denominan pomposamente «madurez del pueblo español». Madurez para no mover un dedo ni abrir la boca cuando se llegó a la penúltima ignominia: abuchear a la Reina (¿qué hicieron los presentes silentes?). Ahora ya hemos alcanzado el último peldaño (me parece imposible superarlo): un separatista catalán (Salas i Martín de nombre), otro gracioso, afirma que la Infanta Leonor «le recuerda a la niña del exorcista». Pongan los lectores el calificativo, a mí solo se me ocurre uno. Y por cierto: ¿dónde están nuestras madres bávaras?

Serafín Fanjul, de la Real Academia de la Historia.

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