¿La costa de Crimea de Rusia?

En su novela de 1979 La isla de Crimea, Vasili Aksiónov imaginó la floreciente independencia de la región de la Unión Soviética. Aksiónov, un escritor disidente que emigró a Estados Unidos poco después de la publicación samizdat (clandestina) del libro, hoy es alabado como un profeta. Pero su profecía ahora se ha invertido: la Crimea de hoy no quiere independizarse de Ucrania; quiere una continua dependencia de Rusia.

Tradicionalmente la gema de la corona imperial, una tierra fastuosa de zares y comisarios soviéticos -y, más importante, hogar de la Flota del Mar Negro de la Marina rusa-, Crimea pasó a ser parte de Ucrania bajo el régimen de Nikita Khrushchev en 1954. Después del colapso de la Unión Soviética en 1991, el presidente ruso Boris Yeltsin aparentemente se olvidó de reclamarla, de manera que Ucrania mantuvo un territorio en el cual casi el 60% de los dos millones de habitantes se identifican como rusos.

En defensa de Khrushchev (mi bisabuelo), poco importaba que Crimea fuera parte de Rusia o de Ucrania. Después de todo, todas formaban parte del imperio soviético. Pero en los últimos 20 años, Rusia ha intentado recuperar la península. Corren rumores de que el Kremlin acelera las solicitudes de pasaporte para los residentes de Crimea y sus aliados -por ejemplo, Aleksei Chalyi, el nuevo alcalde de Sebastopol- pueblan sus oficinas políticas.

Y ahora se dice que el ex presidente fugitivo de Ucrania, Viktor Yanukovich, buscó refugio allí también. Ocupado con los Juegos Olímpicos de Sochi y receloso de una debacle internacional, el presidente ruso, Vladimir Putin, mantuvo un silencio público casi total mientras la crisis de Ucrania iba alcanzando su crescendo sangriento. De hecho, la manipulación de Yanukovich por parte de Putin -al obligarlo en noviembre a no cumplir con su palabra respecto del plan de Ucrania de firmar un Acuerdo de Asociación con la Unión Europea, y a sancionar una dura ley anti-protestas al mes siguiente- terminó siendo un perjuicio para el Kremlin: Kyiv ahora está firmemente en manos de fuerzas pro-occidentales.

Sin embargo, la decisión aparentemente espontánea de algunos rusos de Crimea de regresar a la Madre Rusia le está permitiendo a Putin deshacerse de parte de su culpa. Después de todo, las súplicas de Crimea de un apoyo ruso fraternal parecen justificar el respaldo de Putin al vacilante, venal y hoy muy despreciado Yanukovich. De manera que el gran interrogante hoy es si Putin aprovechará el malestar de los rusos en Crimea (y ciudades ucranianas del este como Kharkiv) para recuperar partes del ex territorio soviético, como hizo con las regiones de Abjazia y Osetia del Sur de Georgia después de la guerra de 2008.

De ser así, los costos estratégicos a largo plazo podrían ser enormes. El Cáucaso Norte y sus alrededores ya son un polvorín; obtener más territorio con musulmanes disgustados sin duda implicaría mayores desafíos para la seguridad.

Después de todo, la Crimea antes otomana ha sido durante mucho tiempo hogar de los tártaros, que sienten una enorme tirria histórica contra el Kremlin, debido a su desplazamiento forzado a las estepas de Asia Central ordenado por Stalin. Hoy, conforman el 12-20% de la población de Crimea (dependiendo de quién esté contando); pero, amenazados por las políticas represivas de Putin hacia otros musulmanes, bien podrían renovar su llamado a que todos los tártaros regresen. Si más tártaros se instalan en Crimea, el proyecto neo-imperial de Rusia, que ya enfrenta una insurgencia islamista en Chechenia y Daguestán, se tornaría insostenible.

Eso debería resultarle evidente a casi todos, si no a Putin, cuya obsesión por las victorias tácticas a corto plazo -que normalmente adoptan la forma de meterle a Estados Unidos el dedo en el ojo- también se puede ver en Siria. Los réditos de Putin allí -disponer el desarme químico para junio de este año u orquestar las conversaciones de Ginebra sobre el fin de la guerra civil- no tienen ningún final beneficioso para Rusia.

La conferencia de Ginebra terminó a comienzos de este mes en un impasse entre el gobierno del presidente Bashar al-Assad y sus opositores. El pedido del régimen de demorar la eliminación de su arsenal de armas químicas ha creado un nuevo desacuerdo: Rusia, China e Irán exigen un cronograma flexible, mientras que Estados Unidos y la Unión Europea siguen insistiendo en la fecha límite de junio. Mientras tanto, Rusia es cada vez más odiada en Oriente Medio, inclusive en Turquía, un país estratégicamente importante, por respaldar al asesino de Assad.

Invertir en socios incompetentes o brutales es el rasgo diplomático distintivo de Putin. Pero quizás hasta él mismo se dio cuenta de que apoyar a ese tipo de gente es un camino destinado al fracaso. Un cierto avance puede haberse producido el pasado fin de semana cuando, después de vetar tres resoluciones anteriores, Rusia finalmente acordó con los reclamos occidentales y respaldados por los árabes para que el gobierno de Siria y las fuerzas de la oposición permitieran un acceso inmediato a la ayuda humanitaria. O quizá la posibilidad de recuperar una plena soberanía en Crimea haya llevado a Putin a reconsiderar el valor de retener el puerto mediterráneo de Tartus en Siria para la Marina rusa.

Pero el mayor desacierto estratégico de Putin tiene que ver con China. Votar con Rusia contra Occidente para mantener a Assad en el poder no convierte al país más poblado del mundo en un socio confiable. Si China concluye que sus intereses geopolíticos, particularmente en su trato con Estados Unidos, se verían más beneficiados si se desvinculara de Putin, no dudará en hacerlo.

Es más, China sigue considerando grandes zonas de la Siberia rusa como un territorio propio que le fue robado. Si existe un objetivo que une al establishment político chino es la recuperación del territorio perdido, no importa cuánto tiempo lleve. El presidente Xi Jinping puede sonreír y decirle a Putin lo parecidos que son, pero de buena gana tomaría medidas para subordinar a Rusia cada año que pasa.

En todo caso, Rusia necesita a Europa y a Estados Unidos si ha de confrontar con éxito sus muchos desafíos, particularmente los planteados por China. Putin, en cambio, se enorgullece de manera perversa de sus persistentes esfuerzos por enemistarse con Occidente. Su ex agente ucraniano, Yanukovich, podría dar testimonio de la estupidez catastrófica de esta política.

Nina L. Khrushcheva is a professor in the Graduate Program of International Affairs at the New School in New York, and a senior fellow at the World Policy Institute, where she directs the Russia Project. She previously taught at Columbia University’s School of International and Public Affairs, and is the author of Imagining Nabokov: Russia Between Art and Politics and The Lost Khrushchev: A Journey into the Gulag of the Russian Mind.

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