La costosa difusión de la democracia

¿Se ha quedado sin fuelle la difusión global de la democracia? Durante mucho tiempo, pero sobre todo desde el término de la guerra fría, se hizo hincapié en la democracia y el libre mercado como doble respuesta a la mayoría de los males y dificultades. Sin embargo, mientras los principios del libre mercado pasan apuros en la actual crisis económica internacional –y los propios países que propugnaron la autorregulación de los mercados abren la marcha para suscribir los principios del socialismo financiero para salvar de las olas a los colosos empresariales en dificultades–, lo cierto es que la difusión de la democracia topa con crecientes vientos en contra.

Las tácticas de mano dura empleadas por los dirigentes de Irán para sofocar el pasado año las manifestaciones que desafiaron su legitimidad no difieren del empleo del poder del Estado que usaba la junta militar birmana para aplastar protestas en que los monjes tuvieron un papel destacado hace casi dos años.

Entre 1988 y 1990, mientras menguaba la guerra fría, estallaron protestas en favor de la democracia en diversas partes del mundo, de China y Birmania a Europa del Este. Las protestas fomentaron la difusión de las libertades políticas en el este de Europa e inspiraron movimientos populares en otros lugares que derribaron dictaduras en países tan dispares como Indonesia, Corea del Sur, Taiwán y Chile. Incluso Rusia emergió en calidad de candidato verosímil a una reforma democrática.

El derribo de cierto número de regímenes totalitarios y autocráticos alteró el equilibrio global de poder a favor de las fuerzas democráticas. Sin embargo, no todos los esfuerzos de los movimientos que promovían la democracia se vieron coronados por el éxito. Las revoluciones de colores no hicieron más que infundir una mayor cautela y prevención en los regímenes autoritarios, incitándolos a adoptar contramedidas frente a las iniciativas democratizadoras de inspiración extranjera.

Dos decenios después de la caída del muro de Berlín, es evidente que la difusión de la democracia se halla en punto muerto. Es posible que la democracia se haya convertido en norma en buena parte de Europa, pero en el continente mayor y más densamente poblado del mundo –Asia– sólo una reducida minoría de países son verdaderas democracias. La estrategia de valerse de fuerzas del mercado para flexibilizar sistemas políticos fuertemente centralizados no ha funcionado en diversos casos. Tampoco las diversas primaveras árabes parecen haber cristalizado en regímenes democráticos como son entendidos en Occidente.

La homogeneidad política puede ser tan inapropiada como la búsqueda simultánea del capitalismo de mercado y la autocracia política. Pero donde el autoritarismo se halla fuertemente afianzado, un mercado de bienes y servicios no franquea el paso automáticamente a un mercado de ideas políticas.

De hecho, cabe referirse a la aparición de una autocracia más fuerte y próspera, China. Esta autocracia es la mayor y más antigua del mundo y su Partido Comunista lleva ya más de sesenta años en el poder. Las celebraciones del LX aniversario del PCCh, el pasado año, al estilo olímpico proporcionaron un doble recordatorio: China no sólo ha erosionado el impulso mundial hacia la democratización, sino que también ha emergido como un posible rival a la altura de Estados Unidos. Estos últimos tiempos se ha hablado incluso de una diarquía Estados Unidos-China, un G-2, que dirigiría los asuntos del mundo.

El auge espectacular de China como potencia global en tan sólo una generación bajo un régimen autoritario representa el primer desafío directo a la democracia liberal desde la ascensión de la Alemania nazi en los años treinta. Gracias a su notable éxito, China viene a proclamar que el autoritarismo constituye una vía más rápida y sin asperezas hacia la prosperidad y estabilidad que la confusión de la política basada en las elecciones.

Los defensores de la libertad en el seno de las autocracias pueden recibir su inspiración y energía por el éxito internacional de las transiciones democráticas. Sin embargo, los regímenes que aplican la fuerza bruta y la censura para reprimir las protestas y la disidencia cobran aliento y estímulo a la vista del modelo chino.

Por otra parte, se cierne la amenaza de un retroceso de la democracia como pone de relieve el caso de Rusia y el rumbo regresivo de ciertas revoluciones de colores y primaveras árabes. Tómense los casos de Kirguistán y Georgia. La revolución de los tulipanes de Kirguistán se marchitó por efecto de elecciones defectuosas, asesinato político de rivales y creciente influencia del delito organizado. La revolución de las rosas de Georgia se ha marchitado bajo el creciente autoritarismo del presidente Mijaíl Saakashvili.

En Rusia, el sistema político ha evolucionado hacia un mayor control centralizado del aparato del Estado. Con la presidencia de Vladímir Putin, el control del Gobierno se ha ampliado a amplios sectores de la economía y la oposición política es sistemáticamente castrada sin reabrir el gulag estalinista.

Hay que afirmar que tal centralización no muestra grandes diferencias en países como Singapur y Malasia, regímenes de partido único, prensa controlada, restricción del derecho de manifestación y vigilancia estricta de los servicios de seguridad. Pero, a diferencia del caso de Rusia, Singapur y Malasia han salido mejor parados de las críticas estadounidenses al atender de buena gana los intereses occidentales.

China, por su parte, se ha mantenido plenamente al día en materia de innovación tecnológica para impedir que las protestas se valgan de los últimos métodos para denunciar la injusticia. Los disidentes chinos no pueden emular el extendido uso de microblogs, Facebook, mensajes instantáneos y telefonía móvil que usaron los iraníes en sus protestas porque Pekín emplea los recursos de una auténtica ciberpolicía para controlar las páginas web, patrullar por los cibercafés, controlar el envío de mensajes por teléfono móvil y descubrir activistas en internet.

En un sentido más general, la ocupación estadounidense de Iraq bajo la cobertura de la difusión de la democracia y los excesos como los del penal de Guantánamo y los campos de detención de la CIA han provocado el efecto de socavar la credibilidad de los valores democráticos convirtiéndolos en táctica geopolítica.

La clave estriba en que las reglas de la democracia liberal, lejos de universalizarse, se han visto acosadas en una época en que una reordenación cualitativa del poder global infunde mayor vigor, energía y poder a las economías no occidentales. Este factor suscita la posibilidad de que en los próximos decenios las economías impulsadas por una fusión de políticas autocráticas y capitalismo de amiguismo y orientación estatalista ganen efectivamente ventaja.

Brahma Chellaney, profesor de Estudios Estratégicos en el Centro de Investigaciones Políticas de Nueva Delhi.

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