La cotidiana inconstitucionalidad de las administraciones españolas

 Pablo Casado y Pedro Sánchez, líderes de PP y PSOE.
Pablo Casado y Pedro Sánchez, líderes de PP y PSOE.

El artículo 103.1 de la Constitución establece que “la Administración Pública sirve con objetividad los intereses generales y actúa con sometimiento pleno a la ley y al Derecho”.

La Constitución trata de garantizar así que las poderosas potestades administrativas de que disponen las Administraciones no se utilicen con fines distintos de aquellos que las justifican, y que su actuación quede condicionada en todo momento por el interés general.

Gobierno y Administración son constitucionalmente órganos diferentes, pero estrechamente vinculados. Uno de dirección política y otro de ejecución administrativa. A ambos se les presume trabajar para el interés general, pero no siempre es así.

La lógica del pluralismo político explica además que exista un desacuerdo sobre los medios para satisfacer ese interés general e incluso sobre el interés general mismo. Son los ciudadanos quienes evalúan si su actuación se dirige a tal fin o no, disponiendo del voto para enmendar el curso de los acontecimientos o, por el contrario, permitir su desarrollo.

No hay precisión sino juicios de valor en este campo, dirán algunos, lo cual explica la dinámica del propio sistema político e incluso el de las ciencias sociales con carácter general. Lo advirtió Milton Friedman en su obra Paro e inflación al referirse a la dificultad de parangonar las ciencias sociales con las ciencias exactas, citando la dificultad de situar las primeras en el mismo nivel que la física o las matemáticas.

¿Sirve la Administración con objetividad a los intereses generales? ¿Puede esto verificarse con exactitud? ¿Interesa valorar las propuestas y acciones de los Gobiernos por sus resultados o sólo por sus intenciones?

Hay quien considera que Gobiernos y Administración cumplen razonablemente bien su cometido. Pero cada vez somos más los que creemos que se han convertido en una especie de colmenas en la que se trabaja, intriga y conspira mayormente contra el adversario político e incluso contra el propio ciudadano.

Los Gobiernos ejercen ya sobre las Administraciones una capacidad y determinación nunca vista, yendo más allá de la mera dirección política. Es seguramente la presión ideológica lo que provoca que veamos a ambos órganos prácticamente fusionados y que pensemos que no sirven con objetividad al interés general sino a los propios.

Servir con objetividad al interés general y actuar conforme a la ley es sin duda un problema para determinada clase política. Y aunque los jurisconsultos de partido, esos a los que Jacob Burckhart llamaba intelectuales de cámara, intenten convencerles de otra cosa y guiarles al mencionado terreno del desacuerdo sobre los medios, los numerosísimos ejemplos de interesada o desviada forma de proceder por parte de la Administración debería escandalizarnos.

El bochornoso asunto de la aerolínea Plus Ultra, en el que el interés general no asoma por ningún sitio, ha sido especialmente destacado. Pero no es más que una gota en el océano.

El desvarío ha llegado a tal punto que ya vemos iniciativas normativas que se dirigen casi exclusivamente a galvanizar o narcotizar gran parte de la ciudadanía, además de los programas de gasto público que comprometen directamente el voto de cientos de miles de personas sin rubor. Motivos estrictamente ideológicos deciden qué actividades pueden ser subvencionables y cuáles no, llegándose incluso a determinar burocráticamente qué es cultura y qué no.

Cuando se generaliza esta forma de proceder, parece evidente que se incumple el deber constitucional de objetividad, y es lógico esperar consecuencias sociales, económicas y de todo tipo.

Es legítimo pensar que una Administración que desboca la deuda pública no persigue el interés general. Tampoco la multiplicación de figuras impositivas, haciendo creer a los contribuyentes y la opinión pública que es por nuestro bien. Intervenir intensamente el sistema educativo no es obrar en aras del interés general. Y menos aún promover el costosísimo invento de las lenguas territoriales propias con desprecio a la común y a las autoridades históricas o lingüísticas.

Tampoco hay iniciativa normativa o actuación administrativa en favor del interés general cuando se promueve y financia reescribir en interés propio la historia o se permite el arrinconamiento de un porcentaje importante de personas o familias en una o varias partes del país.

No se persigue el interés general cuando se financia un sinfín de organizaciones o entidades especializadas en enfrentar a los ciudadanos. O cuando se impide, o no se garantiza como es debido, el ejercicio normal de la actividad política de grupos que demuestran estar en la legalidad y defensa de la Constitución.

No hay objetividad ni servicio al interés general en la colonización de organismos y entidades de control, transparencia y fiscalización de los actos del propio Gobierno. Como tampoco hay intención de atender el interés general cuando se descuida conscientemente la seguridad en las fronteras del país o se introduce clandestinamente a una persona que luego hay que devolver igualmente de modo clandestino.

Ni que decir tiene que tampoco hay intención alguna de satisfacer el interés general cuando se diseña el reparto de cantidades millonarias a determinados medios de comunicación, asociaciones o colectivos afines. O incluso cuando se decide financiar determinados organismos internacionales para facilitar antes o después la colocación de afines.

La lista es interminable.

La Administración pública y los Gobiernos que la dirigen llevan demasiado tiempo desviándose del correcto y racional entendimiento del concepto de interés general constitucionalizado en 1978. Quienes lideran este proceso y quienes lo justifican no hacen más que contribuir al derrumbe de los pilares sobre los que se cimienta la actuación de las Administraciones en un Estado de derecho y el Estado de derecho mismo.

La objetividad que exige el artículo 103 de la Constitución es incompatible con el uso general y continuo de la Administración y sus medios y recursos por razones meramente subjetivas, algo que siempre oculta una forma de entender el propio sistema democrático.

Por esto conviene recordar que el camino del infierno está empedrado de buenas intenciones y que antes o después aparecen sátrapas que, predicando buenas intenciones, nos conducen al sufrimiento.

Juan José Gutiérrez Alonso es profesor titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Granada.

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