La covid-19 como acelerador social

La covid-19 y la forma de enfrentarse a ella están cambiando algunas tendencias, pero también acelerando otras que estaban en marcha antes de la pandemia. En el terreno socioeconómico, algunas para bien, otras para mal. Como el sentido de la empresa y su organización más plana, más líquida y centrada en los partícipes. Pero también un crecimiento del precariado —frente a las clases medias y trabajadoras— que puede tener lamentables consecuencias políticas. Todo ello clama por un nuevo contrato social, nacional y europeo, en el que la digitalización ha de tener un papel central.

Con su influyente libro Prosperity, Colin Mayer, de la Universidad de Oxford, había impulsado una reflexión sobre el cambio de sentido de la empresa que, en los años ochenta, bajo la influencia de Milton Friedman, optó porque su único propósito fuera el beneficio, lo que luego se distorsionó aún más con la búsqueda de su maximización, junto a la de la cotización de la acción y de los emolumentos para los directivos. La empresa, ese gran invento, debe buscar beneficio —de otro modo no sobreviviría— pero debe preocuparse por sus stakeholders, los partícipes, los interesados, que incluyen los accionistas, sí, pero también los empleados, los clientes y la sociedad en general. Puede que la crisis en curso sirva para avanzar en la rectificación del desvío friedmaniano-neoliberal de las últimas cuatro décadas. Muchas grandes empresas han colaborado con sus aportaciones en la lucha contra el coronavirus. Pero se trata de ir mucho más allá de lo que se venía llamando la Responsabilidad Social Corporativa que tenía mucho de fachada.

La segunda tendencia de aceleración socioeconómica, en este caso negativa, se refiere a lo que Guy Standing detectó con el acertado nombre del precariado. Para Standing, estamos en una nueva Gran Transición, con una nueva política de clases, en la que los conceptos tradicionales no sirven. El precariado se plantea como concepto frente a la élite, al capitalismo de rentas, y al “salariado”, más apoyado en general por las medidas de ayuda de urgencia que el primero. Es decir, que en parte responde al desclasamiento de las “clases medias y trabajadoras”. Las instituciones al uso no hacen caso de ese precariado, cuyo número está aumentando de forma dramática en casi todas nuestras sociedades occidentales. Ya lo estaba, y el tipo de crisis en la que hemos entrado agrava la situación sobremanera. El ascensor social va hacia abajo deprisa y en diagonal. En las últimas elecciones británicas, recuerda Standing, en las que Boris Johnson “arrasó” (en escaños) con un 29% del voto, una parte de la “clase trabajadora” le apoyó, mientras la mayor parte del precariado se abstuvo. Cuidado.

En cuanto a la digitalización, Internet se ha mostrado en esta crisis y con vistas a la “nueva normalidad” como un bien público, bien común, si bien gestionado por empresas privadas. Ese no es el problema —aunque habrá que regular mejor, incluido el trabajo en remoto, desde casa—, sino que tanto para el trabajo como, sobre todo, para la educación on line e incluso para la telemedicina, ha quedado de manifiesto una brecha social digital —de competencias y de conectividad— que hay que colmar rápidamente para generar al menos un atisbo de igualdad de oportunidades.

Son numerosas ya las voces que, ante el cambio de paradigma que se va dibujando, aunque sus contornos sean aún muy imprecisos y estemos en un contexto de “incertidumbre radical”, piden un nuevo Informe Beveridge, como el que en 1942, en plena Guerra Mundial, sentó las bases para lo que iba a ser en la posguerra el Estado de bienestar no solo para los británicos sino para toda la Europa libre (lo que excluyó a España durante tiempo). Pues con la crisis de la covid-19 se va a acelerar la Cuarta Revolución Industrial, con más Inteligencia Artificial, más automatización, que también desde los poderes públicos y privados hay que gestionar impulsándola con propósito para no dejar a nadie en la cuneta. Es necesario ir perfilando un nuevo contrato social, lo que requiere también una transformación del sistema impositivo. Sin nuevos ingresos, no será posible. Aunque no estemos en un conflicto bélico, sino en una calamidad, Kenneth Scheve y David Stasavage han demostrado que tras las guerras los ricos están dispuestos a pagar más impuestos.

Cada vez hablaremos más de bienes públicos, nacionales, europeo y globales, que han de ser parte de ese contrato. Pero incluso el European Green Deal tiene que ser social. Todo ello ha de formar parte de la conferencia sobre el futuro de Europa —que ya contemplaba como cuestión central la justicia social—, que tenía que iniciarse este mayo y, prudentemente, se ha demorado al otoño, aunque está pensada para durar dos años y hay cosas que urgen. La “nueva normalidad”, siempre provisional, tiene que ser una mejor normalidad, en lo que se pueda.

Andrés Ortega es investigador sénior asociado del Real Instituto Elcano y director del Observatorio de las Ideas.

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