La Covid-19 en el mundo más pobre

Un miembro del colectivo de graffiti senegalés RBS CREW pinta murales informativos para que los ciudadanos que no saben leer sepan cómo detener la propagación del coronavirus. Sylvain Cherkaoui AP Photo
Un miembro del colectivo de graffiti senegalés RBS CREW pinta murales informativos para que los ciudadanos que no saben leer sepan cómo detener la propagación del coronavirus. Sylvain Cherkaoui AP Photo

Tras su eclosión en China, la evolución de la Covid-19 ha volcado la atención internacional sobre los países desarrollados de Europa y Norteamérica. No faltan razones para ello, dada la escalada de muertes registradas y la severidad de las medidas adoptadas en estos países, incluyendo los confinamientos selectivos y la paralización de la actividad económica. Al tiempo, en ellos, sistemas sanitarios que se suponían sólidos y bien financiados, se han visto desbordados y enfrentados a insospechadas carencias.

En medio de este fragor, son pocos los que reparan en lo que sucede (o podría suceder) en el mundo en desarrollo. ¿Es que en esta ocasión el mundo más pobre se está librando de los efectos de la pandemia? Hay quien sugiere esa posibilidad, aludiendo a las condiciones climatológicas propias del trópico. Ojalá fuese así, pero lamentablemente no existe sustento para esa opinión. De hecho, ya se aprecia el ascenso de los efectos de la pandemia en países como Argentina, Ecuador, México, Egipto, Líbano, Kenia o Sudáfrica; todos ellos con medidas de confinamiento. Si las cifras de que se dispone en estos casos son inferiores a las de Europa, es debido a la secuencia de penetración de la pandemia en cada país y a los deficientes sistemas de detección y registro. Pero todo parece indicar que la senda de transmisión es parecida a la seguida en Europa, pero con el efecto multiplicador en este caso de las carencias de que se parte. Debemos, por tanto, abrir los ojos al mayúsculo desafío al que se enfrentan los países más pobres.

Salir del propio reducto y reparar en las necesidades de los más vulnerables no solo traslada al ámbito internacional un principio ético básico, ante una pandemia que a todos nos afecta, sino también se revela como un ejercicio de responsabilidad o, si se prefiere, de egoísmo ilustrado. En un mundo interdependiente, la persistencia de un foco de contagio acentúa el riesgo de rebrote de la pandemia. La seguridad sanitaria es un bien público global que los técnicos denominan de weakest link: al igual que la cadena, la solidez del conjunto se la proporciona la resistencia del eslabón más débil. Es imprescindible fortalecer la capacidad de respuesta de los sistemas sanitarios más frágiles si se quiere alejar el riesgo de nuevos episodios de contagio.

Por lo demás, el efecto de la crisis en los países en desarrollo puede ser especialmente severo, articulándose a través de tres vías complementarias. En primer lugar, a través de las limitadas capacidades de prevención del contagio y de resistencia posterior ante la enfermedad. Con el grueso de la población residiendo en núcleos urbanos superpoblados, en viviendas hacinadas y con dificultades para el acceso al agua potable, los riesgos de contagio entre la población son elevados.

Además, en las megaurbes del mundo en desarrollo una mayoría de la población sobrevive en un régimen de hand to mouth (de la mano a la boca), con los ingresos diarios conseguidos en su actividad informal, con rentas inferiores a los cinco dólares diarios, con lo que el confinamiento sin ayudas puede amplificar el hambre y la desesperación. La situación es aún más extrema en el caso de la población que reside en campos de refugiados con alto grado de hacinamiento, bajas condiciones de salubridad y disponibilidad de agua limpia y alimentación muy limitada.

Una segunda vía de impacto se produce a través de la presión sobre unos sistemas sanitarios que son notablemente precarios en buena parte del mundo en desarrollo. Mientras que Suecia tiene 5,4 médicos por cada 1.000 habitantes (y España 4,1), esa ratio es de 0,1 en Burundi, Etiopia o Camerún; Alemania dispone de ocho camas hospitalarias por cada 1.000 habitantes (España tres), pero en Malí esa ratio es de 0,1. De 0,4 en Burkina Faso. Si en nuestro caso los hospitales han llegado a la saturación, imaginemos lo que puede suceder en esos países.

Por último, el impacto sanitario de la crisis se refuerza por su efecto sobre economías que son altamente vulnerables. La caída del 30% en los precios de las materias primas, debido a la interrupción de la cadena de suministro por parte de China, el desplome de los precios del petróleo, la caída del turismo internacional o la súbita interrupción de la demanda europea ya están repercutiendo severamente sobre las economías de América Latina y África. El impacto sobre el crecimiento en estos países será profundo y los márgenes para enfrentarlo, muy limitados. Todo ello se traduce en menores ingresos para las familias y menores capacidades fiscales de los gobiernos para afrontar la crisis sanitaria.

Kristalina Georgieva, directora del FMI, señalaba recientemente que en un solo mes se había registrado una salida de capitales de los mercados emergentes de 83.000 millones de dólares, la mayor de la historia. Esa reacción de los mercados agrava la situación de vulnerabilidad antes descrita. Máxime si se tiene en cuenta que la mitad de los países de ingresos bajos en África ya estaba en situación de crisis de deuda o en alto riesgo de estarlo antes de la Covid-19. El volumen del presupuesto destinado a pagar la deuda, que en promedio se ha duplicado en los últimos cuatro años, ha llevado en muchos países a recortes precisamente en la salud pública, cuando más necesaria resulta.

Digámoslo claramente, el mundo está condenado a una profunda y grave recesión como consecuencia de esta crisis. Pero, al igual que en 2008, la durabilidad de este episodio dependerá crucialmente de la capacidad que la comunidad internacional tenga para articular una respuesta que esté a la altura de la excepcionalidad del momento. Una reacción que necesariamente debe ser, al tiempo, cooperativa entre los principales poderes internacionales y multidimensional, para atender las diversas vías a través de las que se manifiesta la pandemia.

A este respecto, y en relación con el mundo en desarrollo, es necesario, en primer lugar, dar respuesta a las necesidades de la población desplazada por conflictos y crisis y de aquella en situación de alta vulnerabilidad por inseguridad alimentaria. Esto implica fortalecer la ayuda humanitaria y, en especial, la orientada a la inversión en salud e higiene en los lugares donde estén instaladas esas poblaciones. Prevención, detección y mejora de la higiene son esenciales en una operación que no se puede atrasar para evitar una tragedia.

En segundo lugar, hay que atender la población en riesgo de contagio principalmente en las grandes urbes en América Latina o África. Es clave en este caso fortalecer los sistemas públicos de salud, junto a medidas de ayuda para quienes deben confinarse sin contar con recursos económicos para ello. En esta línea, es necesario proteger los presupuestos en salud pública frente a los recortes derivados del pago de la deuda y de la crisis fiscal, incrementando, al tiempo, los compromisos de la cooperación internacional, en especial los referidos a la salud.

Por último, también es necesario afrontar los costes que se puedan derivar del shock económico generado por la pandemia. En esta línea, y para permitir a los países afrontar la urgente respuesta a la crisis sanitaria, debe considerarse la promoción de suspensiones o moratorias en los pagos de la deuda externa de los países más pobres en situaciones de estrés de deuda, ampliable a casos adicionales con problemas severos, como Pakistán, Líbano o Ecuador.

Es necesario, también, que se mantengan los flujos de ayuda internacional en un momento en que los presupuestos públicos de los donantes se verán presionados por las necesidades de reconstrucción de sus propias economías. Para muchos países en desarrollo, la ayuda internacional constituye un complemento insustituible de los ingresos públicos, contra-cíclico y de bajo coste.

Y, en fin, es importante que, más allá de la ayuda, se produzca un incremento sustancial de la financiación internacional orientada a los países en desarrollo, apelando a mecanismos de movilización de recursos como las garantías, e implicando a las instituciones financieras tanto multilaterales como bilaterales. En esta línea debería estudiarse, además, la posibilidad de una provisión extraordinaria de liquidez internacional, mediante una emisión especial de Derechos Especiales de Giro o la venta de las reservas de oro del Fondo Monetario Internacional (FMI).

Momentos extraordinarios requieren respuestas igualmente extraordinarias. El Secretario General de las Naciones Unidas, Antonio Guterres ha pedido esta misma semana una respuesta multilateral basada en la responsabilidad compartida y la solidaridad global para ayudar a quienes más lo necesitan, en materia sanitaria y económica. En la construcción de esa respuesta debería estar implicada la Unión Europea, como primer donante a escala internacional. No se trata, al fin, más que de proyectar a escala internacional aquello que se demanda para el espacio europeo.

El G-20 debe retomar el papel de liderazgo que asumió en la crisis de 2008, coordinando la respuesta agregada, sin que las disputas entre EE UU y China oscurezcan su papel como instancia de coordinación global. Por último, el FMI debe preparar un amplio espectro de mecanismos financieros, y establecer medidas especiales de protección para las economías más vulnerables. Su Asamblea de Primavera, conjunta con el Banco Mundial, de mediados de abril, se antoja como un primer momento crítico para iniciar esa respuesta.

José Antonio Alonso es catedrático de Economía Aplicada en la Universidad Complutense y miembro del UN Committee for Development Policy. Y Jaime Atienza Azona es responsable de financiación al desarrollo de Oxfam Intermón.

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