La pandemia de COVID‑19 ha arrojado al mundo entero (ricos y pobres) a territorio desconocido y ha suscitado respuestas oficiales extraordinarias en casi todas partes. Las consecuencias económicas que acechan serán más graves que las de la Gran Depresión, la crisis financiera global de 2008 y tal vez incluso las dos guerras mundiales. Al fin y al cabo, ninguna de estas monumentales crisis anteriores provocó un derrumbe global simultáneo de la demanda y de la oferta, con pocas certezas respecto de cuánto durará la interrupción de la actividad económica.
En un mundo que ya era desigual, la crisis de la COVID‑19 aumentó todavía más las desigualdades dentro de los países y entre los países. Las naciones en desarrollo (incluso aquellas con muy pocos casos de coronavirus) se enfrentan a una devastación económica y financiera por el derrumbe del comercio internacional, la inversión de los flujos de capitales y la depreciación de sus monedas, todo lo cual intensifica las dificultades para el pago de la deuda externa.
Además, las medidas de respuesta nacionales han agravado las desigualdades previas. En la India, por ejemplo, la inepta y draconiana respuesta del gobierno de Modi está obligando a millones de personas vulnerables a dejar las ciudades y volver a sus aldeas natales, lo que superpone a la crisis de la COVID‑19 una catástrofe humanitaria innecesaria.
Un desafío global inédito exige una respuesta inédita, lo que incluye una estrategia sanitaria mundial coordinada, porque el coronavirus seguirá siendo una amenaza mientras siga habiendo un solo país donde haya contagios. Lamentablemente, hasta ahora la respuesta ha sido todo lo contrario: el mundo ha caído en una lucha competitiva por elementos básicos tales como mascarillas, medicamentos y kits de testeo; y esta competencia encarnizada la lidera el país más poderoso del mundo. Peor aún, las terribles implicancias sanitarias de la pandemia pueden terminar empequeñecidas por la enorme escala del desastre económico y sus efectos sobre los medios de vida y otras condiciones sanitarias.
En lugar de esta inacción, hay que empezar a hacer lo que haga falta para evitar una catástrofe todavía mayor. La urgencia nos obliga a arreglarnos con las herramientas que tenemos a mano. Pese a sus defectos, tendremos que adecuar las instituciones internacionales actuales para afrontar la crisis. No podemos repetir los errores cometidos tras la crisis financiera de 2008, cuando los gobiernos y la comunidad internacional rescataron a grandes actores del capitalismo global sin imponer condiciones que aseguraran una conducta socialmente responsable.
La actual arquitectura financiera internacional permite tomar tres medidas que en particular merecen consideración inmediata. En primer lugar, el Fondo Monetario Internacional debe preparar una emisión masiva de derechos especiales de giro (DEG), su activo de reserva complementario. En segundo lugar, las autoridades deben hacer planes para una importante reestructuración de deudas, que incluya un alivio sustancial de la deuda soberana de los países de ingresos bajos y medios. Y en tercer lugar, los gobiernos deben analizar nuevos controles de capitales más estrictos, para evitar que los mercados financieros sean un factor que agrave las consecuencias de la COVID‑19 en los mercados emergentes.
El FMI tendrá un papel crucial en los tres ámbitos mencionados, de modo que debe poner manos a la obra. Para ello, debe abandonar su tradicional propensión a apoyar medidas de austeridad innecesarias y su compromiso instintivo con proteger los intereses de los actores financieros antes que los de la gente de a pie. También debe poner fin en forma clara a errados gestos políticos como el de negarle a Venezuela el acceso a su cuenta de DEG en la institución.
En lo referido a los DEG, una gran emisión nueva proveerá activos de reserva para complementar las reservas oficiales de divisa extranjera de los países afectados por la crisis. Hay que emitir al menos uno o dos billones de DEG, que equivalen a entre 1,4 y 2,7 billones de dólares (el valor se basa en una cesta formada por cinco monedas de curso legal importantes), y distribuirlos sin condiciones entre todos los países miembros, según sus respectivas cuotas.
Las economías avanzadas poseedoras de monedas de reserva no necesitarán esta ayuda, pero será crucial en las economías emergentes y en desarrollo, que tienen muchos menos recursos para combatir la pandemia y mitigar el concomitante desastre económico. La emisión de DEG también es mejor opción que hacer líneas de swap de divisas con la Reserva Federal de los Estados Unidos. Si bien ya se usa este mecanismo como estabilizador del sistema financiero global, su funcionamiento refleja en última instancia los intereses estratégicos nacionales de Estados Unidos, no los del mundo.
En toda la historia sólo se han creado y distribuido en el mundo unos 204 000 millones de DEG, de los que 182 000 millones se asignaron en 2009 para ayudar a los países a enfrentar las consecuencias de la crisis de 2008. Son sumas insignificantes en comparación con el monto anual de las transacciones internacionales. En 2018, sólo el comercio global ascendió a cerca de 19,5 billones de dólares, y el flujo bruto de capitales fue más de 20 billones de dólares. Un aumento masivo de los DEG ahora mismo incrementará la oferta mundial de moneda, pero no generará necesariamente inflación global, especialmente si los nuevos recursos se destinan a prevenir las restricciones que inevitablemente surgirán como resultado de las medidas de confinamiento.
Por otra parte, un país que en forma individual tratara de evitar el pago de la deuda externa apelando a las circunstancias extraordinarias actuales enfrentaría costos adicionales, además de que le sería difícil imponer los necesarios controles de capitales. Ambas opciones serán mucho más efectivas si se las coordina en forma internacional. El FMI sigue siendo la institución más apta para facilitarlo, pero debe abandonar su insistencia, derivada del fundamentalismo de mercado, en la liberalización de la cuenta de capital y la desregulación.
Cuesta imaginar un momento más adecuado para que el FMI haga un cambio de hábitos; de hecho, es ahora o nunca. Al momento de su creación en 1945, se estipuló como finalidad explícita del Fondo «promover la cooperación monetaria internacional, garantizar la estabilidad financiera, facilitar el comercio internacional, promover un empleo elevado y un crecimiento económico sostenible, y reducir la pobreza en el mundo entero». Hace décadas que el desempeño del FMI en todos esos aspectos es deprimente. Ahora que la economía mundial está al borde del colapso, el FMI tiene una oportunidad de expiar los pecados del pasado y justificar finalmente su existencia.
Jayati Ghosh is Professor of Economics at Jawaharlal Nehru University in New Delhi, Executive Secretary of International Development Economics Associates, and a member of the Independent Commission for the Reform of International Corporate Taxation. Traducción: Esteban Flamini.