La crecida de la extrema derecha

Cuenta la leyenda que cuando las crecidas del Nilo eran malas, los egipcios sacrificaban al faraón para volver a congraciarse con los dioses. Siguiendo esa misma lógica, parece que para cuando acabe 2017 no quedarán testas coronadas en los Gobiernos europeos. Los principales valedores de ese sacrificio ritual están siendo los partidos de extrema derecha, que en breve medirán sus fuerzas en Países Bajos, Francia y Alemania, el corazón de una Unión Europea sumida en una fuerte crisis de identidad. Aunque el fenómeno está en ebullición y toda conclusión es tentativa, quizá si se revisan los tres vectores del apoyo electoral a estos partidos podamos entender algo mejor los mimbres de su crecimiento.

Un primer argumento para explicar su progresión se basa en los “perdedores económicos de la globalización”. La tesis es que la integración económica mundial y las decisiones políticas que la han favorecido habrían generado una brecha entre dos sectores de trabajadores. De un lado, aquellos más formados, empleados en sectores tecnológicos o con mayor movilidad geográfica, que se habrían visto beneficiados por la globalización. Del otro lado, obreros manuales tradicionales, perjudicados por los procesos de desindustrialización y deslocalización. Este último grupo, desclasado y abandonado por los partidos tradicionales, sería receptivo a las políticas nacionalizadoras y proteccionistas defendidas por los partidos de extrema derecha. Por lo tanto, la desigualdad pareja a la globalización favorecería su nueva orientación política.

Sin embargo, pese a que es plausible, el mecanismo por el que opera no es del todo claro. Primero, porque podría ser que realmente se trate de perdedores en términos de expectativas —es decir, no de los damnificados directamente por la desindustrialización, que más bien se abstienen, sino por precarios cualificados en un ascensor social averiado—. Pero además, porque tal vez no cambian el voto directamente los “perdedores”, sino sus vecinos de buena posición que, alarmados por el avance de guetos en las ciudades, se apoyan en partidos que prometen mano dura. Al fin y al cabo, no está del todo claro por qué estos sectores no preferirían a partidos a la izquierda de los socialdemócratas si no hay algo más. El elemento económico parece condición necesaria, pero no suficiente.

La segunda base de apoyo de esos partidos, no necesariamente relacionada con la anterior, es la de los que temen la “globalización cultural”. La presencia de minorías étnicas o religiosas, en muchos casos emigrantes de segunda generación, estaría generando miedo a perder su forma de vida entre un grueso de votantes. Frente a una posición cosmopolita y abierta apadrinada por partidos de nueva izquierda, cada vez moviliza más la identidad nacional y la búsqueda de referentes de corte comunitarista, algo que quizá está tras el regreso de la fractura entre el campo y la ciudad. Esto se vería reforzado por problemas de integración en muchas sociedades occidentales y una creciente islamofobia, que va asociada a sentimientos de inseguridad en sectores de clases medias y acomodadas.

La activación de este fenómeno, de nuevo, no es fácil de contrastar. Se puede conectar, sin embargo, con la dimensión económica basada en el chauvinismo del Estado de bienestar. Es perfectamente posible que haya votantes a favor de que el Estado intervenga en la economía y a favor de más gasto público, pero que entienden que la redistribución tiene que quedar acotada a los nacionales, a los que son “puramente” del país. Además, esto permite promocionar la idea de competencia por unas ayudas sociales limitadas, en especial cuando en las barriadas de las grandes ciudades conviven minorías y antiguos obreros. La combinación de esta dimensión económica y cultural ayuda a entender por qué sectores que parecerían intuitivamente más propensos a votar a la izquierda lo acaban haciendo por la extrema derecha.

Finalmente, estos partidos también beben directamente del voto de protesta o antiestablishment. La retórica fuertemente antielitista de estos partidos, incluso cuando se basan en hiperliderazgos y sus dirigentes rara vez son outsiders,sería atractiva para amplias capas de votantes desencantados. Esta narrativa tendría mayor facilidad para germinar cuando existe una crisis económica que supone aplicar políticas impopulares, un desprestigio creciente de las instituciones clásicas y el abandono imparable de los agentes clásicos de representación como partidos o sindicatos. El debate, en todo caso, está entre integrarlos en el Gobierno o tender un cordón sanitario. Es decir, entre hacerlos parte del sistema normalizando su discurso excluyente o confiar en que en el futuro habrán perdido fuerza, aún con el riesgo de que capitalicen toda la oposición y sigan sumando apoyos.

Como se puede deducir, es complicado que las corrientes de fondo que espolean a este tipo de partidos se agoten, incluso con la mejora de la situación económica. No debería olvidarse que la extrema derecha más fuerte está en el norte y centro de Europa, donde los efectos de la crisis y la desigualdad se han notado menos. La movilización xenófoba es más importante de lo que se reconoce y ello implica un reto mayor para los Gobiernos de izquierdas que para los de derechas. Es más sencillo desde los Gobiernos nacionales aplicar políticas que restrinjan derechos, eliminar contrapesos o limitar minorías que aquellas que busquen revertir y embridar las desigualdades ligadas a la globalización. Las unas son visibles inmediatamente, las otras son más complejas. De ahí que una vez en el poder sea más fácil la reelección de Viktor Orbán en Hungría que la de Alexis Tsipras en Grecia.

Pero la victoria de estos partidos no es inevitable. Hay dos frentes desde los que sus rivales pueden comenzar a dar la batalla. El primero es construir una nueva coalición de votantes que incluya a los sectores excluidos gracias a unas políticas públicas más ambiciosas. Solo una revisión a fondo del Estado de bienestar para llegar a esos sectores servirá para oponer números que les impidan ganar elecciones a los extremistas. La UE debe entender que solo si permite estas políticas nacionales puede salvar a los partidos que hacen sostenible su proyecto de integración.

El segundo es levantar diques de contención contra la xenofobia huyendo de las cifras y apelando a la emotividad. Campañas de propaganda y tantos relatos como haga falta para impedir que este virus infecte al conjunto del sistema. Dos frentes que necesitan coraje porque, por más faraones que sacrifiquemos, la extrema derecha está decidida a hacernos perder la cosecha de toda una generación.

Pablo Simón es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III.

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