La credibilidad electoral de la Argentina está en juego

Un hombre en bicicleta pasa frente a un anuncio de la fórmula a la presidencia de Juntos por el Cambio. Credi tJuan Mabromata/Agence France-Presse — Getty Images
Un hombre en bicicleta pasa frente a un anuncio de la fórmula a la presidencia de Juntos por el Cambio. Credi tJuan Mabromata/Agence France-Presse — Getty Images

El fantasma del fraude electoral reapareció en la Argentina justo antes de las elecciones primarias que se celebran este domingo.

Las también llamadas primarias, abiertas, simultáneas y obligatorias (PASO) serán el primer escalón para definir quién será el próximo presidente y en muchos sentidos son un gran termómetro de cómo actuarán los votantes rumbo a las elecciones generales del 27 de octubre. Pero desde ahora hay una situación controversial y peligrosa: se comenzaron a sembrar dudas sobre la transparencia de los resultados. Y con ello, después de décadas de solidificar la legitimidad del sistema electoral, la credibilidad de las elecciones está en juego.

Esta es una situación que puede regresarnos, en términos de percepción ciudadana, a algunos de los momentos más oscuros de la historia argentina, cuando no había certidumbre sobre quién había ganado realmente una elección. Pero, sobre todo, pone sombras sobre el proceso electoral en el país.

Este entuerto, de alto riesgo democrático, se podría resolver con hacer una reforma electoral que, de una vez y para siempre, garantice la autonomía de la Dirección Nacional Electoral del poder ejecutivo. Ningún gobierno que se juega la reelección puede estar involucrado con el proceso de recuento de resultados. Y tampoco los políticos opositores deben encender antes de tiempo las alarmas de un fraude.

El escrutinio provisorio de todas las elecciones del extenso ciclo electoral argentino, que es responsabilidad del gobierno, quedó en parte a cargo de una empresa nueva, Smartmatic, lastrada por antecedentes dudosos. Las circunstancias que rodean la elección de esa empresa se dan en un contexto especialmente delicado en la Argentina: hay extrema polarización social y se prevé una paridad muy alta entre los dos principales contendientes a la presidencia: el presidente Mauricio Macri (quien va por la reelección) y Alberto Fernández (el candidato por el kirchnerismo, quien marcha primero en la mayoría de las encuestas).

Aunque el consenso de los expertos —como la presidenta de Transparencia Internacional, Delia Ferreira Rubio—, fiscales y jueces es que no hay posibilidad de un fraude, quizá eso importe poco: los temores pasan por lo que ocurra con la percepción ciudadana durante la noche del domingo, cuando se desarrollará el recuento provisorio de los votos de las PASO. Este recuento no tiene validez legal, pero carga con todo el peso de la inmediatez para categorizar ganadores y perdedores.

Desde el gobierno niegan toda posibilidad de manipulación electoral. Han explicado que escogieron a Smartmatic porque ofreció una mejor propuesta y más barata que Indra —la empresa española que desde 1997 se ha encargado de los recuentos de votos—, y afirman que los opositores agitan ese fantasma porque las encuestas muestran que Macri puede derrotarlos. La preocupación generalizada, en particular entre los candidatos opositores, es que los votantes y los medios de comunicación se queden con los datos que el gobierno de Macri y Smartmatic difundan del escrutinio provisorio y, para cuando salgan los resultados oficiales del recuento definitivo, ya será tarde para modificar las percepciones. Con ello, la credibilidad del proceso electoral argentino podría terminar perjudicada. De nuevo.

En el régimen electoral de la Argentina, la Justicia Nacional Electoral es la única responsable del recuento definitivo y legal de los votos, pero ese conteo puede tomar hasta diez días. Para ofrecerle a los votantes una respuesta inmediata, el poder ejecutivo organiza su propio recuento desde el retorno de la democracia en 1983. Y aquí se centra el entuerto.

Este año, a través de una licitación internacional, Smartmatic se quedó con el trabajo. En al menos uno de los simulacros de escrutinio desarrollados hasta ahora se presentaron ciertos problemas técnicos, como fallos en las máquinas que escanean y envían los resultados. No solo eso, aunque las normas imponen que todos los partidos tienen que acceder con treinta días de anticipación al software que se utilizará la noche electoral, el gobierno lo distribuyó solo 48 horas antes.

“Las fallas con Smartmatic son tremendas. Me temo que el gobierno busque manipular el escrutinio provisorio y así instalar un resultado falso”, dijo el principal contendiente, Fernández. Y el martes pasó de las palabras a la acción: presentó un recurso de amparo que aparte a Smartmatic del proceso y ordene el despliegue de interventores judiciales que auditen el recuento. Otros dos candidatos también alimentaron las sospechas alrededor de Smartmatic: Roberto Lavagna pidió volver a Indra y José Luis Espert dijo estar preocupado por el software de la empresa.

Todo esto ocurre en un país afectado por una intensa polarización y que guarda el recuerdo de épocas en que la trampa electoral fue una realidad concreta y hasta grotesca. Como en los años treinta —un periodo que pasó a la historia como la “década infame”—, cuando las votaciones estaban tan amañadas que se hablaba con descaro del “fraude patriótico”. Desde entonces, la Argentina acumula sospechas y denuncias de manipulación electoral en comicios provinciales y nacionales. Las últimas dos veces también ocurrieron en escenarios de gran polarización: las elecciones de medio término de 2009 y las presidenciales de 2015.

En las de 2009, cuando gobernaba el kirchnerismo, el entonces ministro del Interior, Florencio Randazzo, calificó la posibilidad de fraude como un “disparate”; y la prueba de que tenía razón es que un opositor terminó derrotando a Néstor Kirchner. Y en 2015, el contendiente kirchnerista a la presidencia, Daniel Scioli, optó por desoír a sus acólitos y salió a reconocer su derrota y a felicitar al ganador, Macri.

Esta vez, sin embargo, es distinto. Ya nadie espera que un candidato o facción política pretenda adulterar el contenido físico de las urnas con los votos, como en la década de los treinta. Ahora las sospechas se centran en la tecnología. Tanto la que busca la manipulación psicológica de los ciudadanos con la proliferación de noticias falsas por internet y redes sociales, como en el procesamiento informático de casi 34 millones de votos.

Si el resultado resulta tan parejo como se anticipa, la contienda podría dirimirse en un balotaje muy competitivo entre Macri y Fernández, a fines de noviembre. En ese panorama, cualquier percance técnico puede escalar a acusaciones de fraude.

Por eso, si la Argentina quiere que el fraude electoral no pase de ser un fantasma, ahora y en el futuro, debe implementar cambios urgentes. La Justicia Nacional Electoral tiene que extremar los recaudos y controles, y convocar a los ciudadanos a sumarse como observadores y autoridades de mesa. También es sano que se convoquen observadores internacionales, quienes han sido cruciales en América Latina para establecer estándares respetados por la comunidad internacional para garantizar la celebración de elecciones libres y transparentes. Es indispensable que los candidatos opositores y líderes de opinión apelen a la mesura y no invoquen fantasmas antes de tiempo, pero sin dejar exigir al gobierno toda la información posible sobre Smartmatic y todo el proceso electoral.

Y, lo más importante, pasado este ciclo electoral se debe impulsar de una vez la muy postergada reforma que le otorgue a la Dirección Nacional Electoral una autonomía total del poder ejecutivo y remedie, al fin, los problemas que resurgen cada dos años: el robo de boletas, el financiamiento ilegal de las campañas, el uso intensivo de los bienes y dineros del Estado por los gobernantes de turno y otros vicios de la política argentina.

Hugo Alconada Mon es abogado, prosecretario de redacción del diario La Nación y miembro del Consorcio Internacional de Periodistas de Investigación (ICIJ). Es autor de La raíz (de todos los males).

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