La crisis

Se la ha calificado —una vez comprobado que sus dimensiones desbordan la economía— de guerra y de plaga. Quedándose cortos. Plagas y guerras, con todo el dolor que crean, son fenómenos temporales, y a la destrucción que causan sigue la reconstrucción que traen, una vez enterrados los muertos, cuyo sitio ocupan unos supervivientes con enormes ansias de superación.

Pero lo que hoy tenemos no eso. Es más bien un cambio de era, de edad para hablar en términos históricos. Y es lo que lo hace tan difícil de entender y casi imposible de manejar. Nos encontramos en el umbral de lo desconocido. Nada de lo anterior sirve. Aunque, a falta de otra cosa, nos empeñamos en aplicarlo. Políticas de recorte —a lo Friedman— o de estímulo —a lo Keynes—, sin que den resultado unas ni otras. Tenemos un nuevo escenario, el global, con nuevos actores, China, India, Brasil, los llamados «emergentes», junto a nuevos problemas, que van desde el cambio climático a las hambrunas africanas, y las viejas lacras que resurgen, como la piratería o los nacionalismos.

¿Cuándo empezó esta nueva era? ¿Con el desplome del Muro berlinés? ¿Con el atentado a las Torres Gemelas? ¿Con el hundimiento de Lehman Brothers? Todas esas fechas forman parte del mismo bloque, como el paso de la Edad Antigua a la Media igual puede marcarse con la división del Imperio Romano o con la toma de Roma a cargo de Odoacro, rey de los hérulos (imagino que aquellos romanos sentirían el mismo temor que hoy nosotros). ¿Qué es lo que acaba? Pues la era en que Europa gobernó el mundo, tras digerir a los «bárbaros» que la habían asaltado, con tres etapas gloriosas: el Renacimiento —con los descubrimientos—, la Ilustración —con la racionalidad— y la Revolución, con los derechos civiles, la cultura de izquierdas y la política, incluso de derechas, social. Objetivo: crear el «paraíso en la Tierra», una vez que el del más allá había desaparecido del horizonte. Claro que ese paraíso condujo al socialismo real, el comunismo, con sus campos de concentración. Pero incluso tras su fracaso apoteósico le quedaba a la izquierda una última bala en la recámara: la socialdemocracia, que a falta de paraíso proclama un «Estado del bienestar», que no estaba nada mal, al cubrir las necesidades fundamentales del ciudadano —vivienda, salud, educación, empleo—, más algunas otras, como su ocio e incluso sus pequeños caprichos. Así hemos tirado un siglo que empieza a parecer de oro.

Lo malo —en este mundo no hay nada perfecto— es que ese Estado del bienestar es muy caro. Y que, como todo lo bueno, tiende a crecer, hasta terminar siendo insostenible. Un simple ejemplo lo muestra mejor que todos los razonamientos: las pensiones están calculadas para trabajadores que se jubilaban con 70 años y una media de vida de 76. Pero hoy la media de vida ronda los 80 años y las jubilaciones han bajado a 65, muchas de ellas a 63 o incluso menos. El desfase es tal que las pensiones ya no se pagan con lo que ha capitalizado cada trabajador en su vida laboral, sino con las aportaciones de los que están aún trabajando. Que son cada vez menos. Mientras que los jubilados son cada vez más. El Estado del bienestar se ha tornado Estado de beneficencia. O de bancarrota.

Uno de los aspectos menos estudiados de la situación actual es que los primeros en reformar el «Estado Social» fueron aquellos países donde había llegado a su máximo desarrollo: los escandinavos. Hoy es mucho más fácil despedir a un trabajador en Suecia que en España. Claro que allí es mucho más fácil encontrar otro puesto de trabajo. Siguieron los ingleses, que estarían hoy como están los griegos si Mrs. Thatcher no hubiera puesto coto a la generosidad laborista, que permitía a los extranjeros beneficiarse de su sistema de salud y otras sinecuras. Alemania fue la siguiente, con su «Programa 2010», puesto en marcha por un gobierno de gran coalición en vista de las necesidades que les había creado su reunificación, aunque les ha venido muy bien para afrontar la crisis actual. Entre los demás, hubo quien hizo los deberes y hubo quien no los hizo, especialmente en el área mediterránea, donde nos dedicamos a gozar de «un lugar en el sol» a la sombra de los fondos de cohesión que llegaban de Bruselas, y cuando estos no alcanzaban, con los préstamos que pedíamos a una banca tan avariciosa como incontrolada. Algo que no podía acabar bien, pues, como dice el refrán norteamericano, «no hay almuerzo gratis». Al final, tiene uno que pagar la factura, con intereses. Pero duró lo que duró. Fueron los años en que creímos pertenecer al primer mundo, al club de los ricos, manejando un euro superior al dólar. Años de jubilaciones anticipadas, de aumentos de salarios sin tener en cuenta la productividad, de subvenciones a chorro, de viajes a las islas del Índico pagados con tarjetas de crédito y de creer que el ladrillo era de oro. Hasta que la crisis nos despertó de ese sueño.

El segundo error fue creer que ese «primer mundo» era el de siempre. Ya no lo es. El futuro no pertenece a Europa. Pertenece a Asia. Y no solo a China o India, sino a Corea, Taiwán, Singapur y otros «tigres asiáticos», con índices de crecimiento inalcanzables en una Europa envejecida, sobrecargada, dividida. Los únicos que lo han comprendido son los Estados Unidos, cuya «asiatización» tanto humana como mental es uno de los fenómenos más interesantes en la reciente historia de aquel país.

El tercer error ha sido no querer ver este cambio de era y empeñarse en mantener las estructuras de la anterior. Como los romanos empeñados en mantener sus termas, su capitolio, su foro, sus leyes tras las invasiones bárbaras. En nuestro caso, son las redes sociales, los partidos convertidos en grupos de intereses, los sindicatos como freno a la innovación, las subvenciones de todo tipo, la cultura de la contracultura, la mentira como instrumento político. A lo que, en el caso particular de España, se añade un salto atrás: los nacionalismos excluyentes y reaccionarios, que van, no ya contra la conversión de Europa en una unidad, sino contra la globalización en marcha.

La crisis es el desplome de ese mundo. Hay dos actitudes ante ello: llorar, como Fabio, en medio de las ruinas o intentar salir de ellas. Bueno, hay una tercera: echar la culpa a los demás de nuestra desgracia. Es la que nos gusta a los españoles.

La última pregunta que surge es: ¿vamos hacia una nueva Edad Media? No lo sé ni me atrevo a hacer pronósticos. Todo es distinto. Solo sé que tenemos ya a los nuevos bárbaros dentro de casa —ellos o sus productos—, que no distinguen entre izquierdas y derechas. «Gato negro o gato rojo, lo importante es que cace ratones», decía Deng Xiaoping a Felipe González. Y nosotros enzarzados en la polémica ideológica o en la nacionalista, que debe de parecer a los emergentes bizantina o escolástica. Occidente al fin y al cabo. El mundo de ayer.

José María Carrascal, periodista.

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