En algunos momentos excepcionales de su historia las naciones hacen una pausa para reflexionar sobre su futuro. Tales momentos suelen coincidir con situaciones de crisis. Sorprendentemente, las dificultades son oportunidades para el cambio. Ponen a prueba la habilidad y capacidad de una sociedad para cuestionar pasadas trayectorias, fortalecer su vitalidad y reinventarse para seguir creciendo y creando riqueza y bienestar.
Nuestro país es un ejemplo excelente de esa capacidad regeneradora que tienen las crisis cuando se las sabe encarar. En el último medio siglo ocurrió en dos ocasiones. La primera, a finales de los cincuenta, cuando los desequilibrios económicos provocados por el modelo autárquico e inflacionista del primer franquismo amenazaban con llevar al desastre económico y social. La segunda, veinte años más tarde, en los inicios de la transición, cuando la crisis energética y económica internacional vino a poner la puntilla a un modelo de crecimiento obsoleto y desequilibrado que amenazaba la transición democrática y la supervivencia como país. Ambas crisis, sin embargo, significaron el inicio de dos etapas de crecimiento económico y progreso social espectacular: la de los "felices sesenta", que recuerdan todos aquellos que están por encima de la cuarentena, y la del "milagro económico" español, que ha durando hasta ahora.
De nuevo, como en un ciclo, dos décadas más tarde, España está comenzando a experimentar una crisis como no habíamos visto desde esas dos ocasiones. Y aunque la historia nunca se repite de la misma forma, creo es posible extraer algunas lecciones de esas dos experiencias para la situación actual
La capacidad para cuestionar el pasado y reinventar el futuro se apoyó en tres factores. En primer lugar, en el reconocimiento político de la existencia de una situación de crisis. En segundo, en la capacidad para hacer un diagnóstico compartido por la mayoría de la sociedad española sobre las causas y sus remedios. En tercer lugar, en la habilidad del Gobierno para lograr la colaboración de todos los actores a la hora de fijar las dos prioridades esenciales: 1º) repartir equitativamente, a corto plazo, los costes, evitando un conflicto distributivo que dispare la inflación y frene la continuidad del crecimiento, y 2º) lograr acuerdos de largo plazo que fomenten la vitalidad, la innovación y el cambio de modelo productivo para adaptarlo a los cambios económicos y tecnológicos.
La colaboración de todos los actores es esencial para el control de los desequilibrios y el cambio de modelo productivo. Lograrla exige poner en marchanuevos acuerdos -o, como en ocasiones se dice, nuevos "contratos sociales"- que a la vez que permiten a cada actor perseguir su propio interés facilitan la colaboración para lograr objetivos de interés general. A esos acuerdos o reglas los economistas les llaman "instituciones". Pueden consistir en nuevas políticas, reformas o simplemente reglas de colaboración. Pueden ser formales o informales, implícitos o escritos. Un ejemplo de acuerdo escrito fueron los llamados Pactos de la Moncloa de 1978, que contribuyeron de forma decisiva a corregir los desequilibrios macroeconómicos y a enfocar el cambio de modelo de crecimiento. Sea de una u otra forma, lo fundamental es que se genere esa colaboración.
Para que se produzca hay un prerrequisito: que el sistema político sea capaz de reconocer la realidad y liderar el acuerdo. Sin embargo, ahora, el Gobierno de la nación, con su presidente al frente de manera destacada, tiende a negar la existencia de la crisis. Como me cuesta aceptar que sea una cuestión de información, la única explicación racional que encuentro a esta negación es de naturaleza psicológica, tal como escribí hace un mes en la edición de Barcelona de este diario (La negación psicológica de la crisis, 23 de junio de 2008). El poder obnubila y crea lo que psicólogos y sociólogos llaman "disonancia cognitiva". Pero, quién sabe, a lo mejor es el efecto del maleficio de la Moncloa, que sufrieron todos los presidentes de la democracia que vivieron en esa residencia.
En cualquier caso, con su negación de la crisis, Rodríguez Zapatero no sólo arriesga su reputación y su crédito político y el de su Gobierno, como bien reflejaban los resultados de la encuesta de opinión que publicó días pasados este diario. Además, pone en riesgo la capacidad de la sociedad española para aprovechar la crisis como una oportunidad para el cambio de modelo de crecimiento, como ocurrió en las dos ocasiones anteriores mencionadas.
"Es la economía, estúpido". Este lema electoral sirvió al joven político Bill Clinton para percibir cuál era el núcleo de las preocupaciones de la sociedad norteamericana en medio de la crisis de 1992, venciendo a un George Bush padre victorioso de la primera guerra de Irak pero incapaz de ver la realidad económica interna. Ese lema podría ser también utilizado para definir la situación política española actual.
Reconocer la crisis no es ahondar en el pesimismo, sino generar confianza social al mostrar que se conoce la realidad y se sabe cómo enfrentarla. El principal riesgo de la crisis es negarla. Reconocerla, por el contrario, es el primer paso para transformar ese riesgo en oportunidad.
El presidente del Gobierno debe volver a los objetivos y propuestas de cambio que hizo en 2004. Ese programa fue olvidado bajo los efectos de la euforia del crecimiento a corto plazo provocado por la droga del dinero barato y los excesos de la especulación inmobiliaria. Una euforia que alimentó además la falsa ilusión de que la mejora de las políticas sociales se podía financiar con los ingresos de la especulación. La explosión de la burbuja, el final de la euforia y la disminución de los ingresos deben hacer ver al Gobierno que las mejoras de la productividad de nuestra economía son el único camino efectivo y duradero para el crecimiento económico y progreso social a largo plazo.
Para controlar la inflación y revisar nuestro averiado modelo de crecimiento -de baja productividad, escasa vitalidad innovadora, empleo precario y bajos salarios-, no bastan piadosas llamadas a la moderación salarial, ni políticas aisladas. Necesitamos nuevas instituciones y reglas, voluntariamente aceptadas, capaces de hacer que mientras cada uno asume sus responsabilidades y busca su propio interés, faciliten la colaboración mutua en busca del interés general.
Esta colaboración es hoy más necesaria que nunca, porque ésta es la primera crisis económica en la que al no tener la peseta no podemos usar los instrumentos clásicos de la política económica para corregir los desequilibrios de precios y balanza comercial: los tipos de cambio y la política monetaria. Hemos de suplir la falta de esos instrumentos por nuevas instituciones de colaboración social.
Creo sinceramente que esos acuerdos son posibles. Porque a pesar de sus debilidades, España tiene aún una economía fuerte y una cohesión social elevada. Y, ante todo, tiene una sociedad, unos sindicatos y unas empresas con una fuerte cultura de acuerdo y colaboración.
Esos son los mimbres. Lo que se espera del Gobierno es liderazgo político para saber utilizarlos y conducir a la economía hacia la estabilidad y el cambio económico. En manos del presidente del Gobierno está el no desaprovecharlos.
Antón Costas es catedrático de Política Económica de la UB.