La crisis: ¿conspiración o mercado?

No hace mucho, al final de una conferencia, me preguntó una señora si creía posible que detrás de la crisis se ocultaran intereses poderosísimos e inaprensibles, agentes ocultos que la hubieran provocado en su provecho. Hace unos años hubiera contestado con la condescendencia con que uno se dirige a todo cultivador de la teoría de la conspiración, pariente próximo de los aficionados a ver ovnis y destinado, como ellos, a terminar en un manicomio. Esta vez, sin embargo, me pareció que la pregunta merecía algo más que una burla. Veamos: en intereses de esa calaña pensaba el presidente Eisenhower al referirse al complejo militar e industrial, en su discurso de despedida en 1961, como una amenaza para la democracia. Medio siglo antes el presidente Wilson decía en su libro La nueva libertad que había sido testigo de cómo los empresarios más poderosos de Estados Unidos sabían de un poder “tan organizado, sutil, vigilante, completo y omnipresente” que sólo se atrevían a hablar de él en voz baja cuando querían criticarlo. Digamos de paso que Wilson no era en modo alguno el pobre ingenuo cuya caricatura nos legó Keynes en Las consecuencias económicas de la paz y que, como Eisenhower, sabía lo que se decía. Más próximo a nosotros, en sus Confesiones de un sicario económico (Confessions of an economic hit man) John Perkins, un autor menos augusto que los anteriores, cuenta que su tarea, como consultor de organismos multilaterales basados en Washington, consistía en visitar un país, pobre pero poseedor de abundantes recursos naturales, para persuadir a las autoridades de que se endeudaran más allá de sus posibilidades y obligarles luego, ante el inevitable impago, a través de planes de reestructuración y programas de privatización, a vender los activos interesantes a precios de remate a sus acreedores, normalmente bancos americanos. La persuasión, el soborno y en última instancia la violencia eran los instrumentos empleados para lograr el objetivo: someter un país a la voluntad de sus acreedores. Ya se ve que lo ocurrido durante el siglo pasado en algunas de las repúblicas centroamericanas guarda un estrecho parecido con las hazañas del sicario económico. Aunque las declaraciones anteriores no pueden considerarse prueba de la existencia de maquinaciones ocultas, provienen de personas que sería impropio condenar al manicomio, como sería imprudente descartar terminantemente la hipótesis de la conspiración. Sin embargo, esta presenta serias limitaciones.

Tratemos de aplicar la agenda de Perkins, ejemplo práctico de conspiración, a la crisis de la eurozona. ¡Parece ajustarse a ella! Hoy, los países del Norte han prestado enormes sumas a los del Sur, que los han gastado de tal forma que hace en extremo difícil su devolución, lo que los somete al dictado de sus acreedores, mientras los activos más preciados del Sur (nadie está comprando las promociones construidas en zonas desérticas o deshabitadas) están siendo vendidos a bajo precio. ¿No es este el esquema del sicario económico? Desde luego se le parece; pero esa correspondencia no autoriza a deducir que existe una conspiración. Afortunadamente, en este caso existe una explicación que se ajusta a los hechos sin recurrir a la intervención de poderes maléficos: la crisis es la consecuencia lógica de dos factores, un sector financiero mal regulado y peor vigilado en el Norte y, en el Sur, inversores potenciales que nunca habían visto tanto dinero tan barato. La naturaleza humana ha hecho el resto, y el resultado es lo que hoy sufrimos; basta con la lógica del mercado para dar cuenta de él. Negligencia, sí; optimismo y miopía, también; pero, en este caso, ¿conspiración? Creo que no; menos aún en nuestro país, demasiado pequeño y pobre para interesar a los grandes actores de las finanzas internacionales.

Lo malo de las teorías de la conspiración no es que sean falsas, porque no sabemos si lo son, sino que nos dejan impotentes: ¿Dónde buscar a los conspiradores, cómo atraparlos, con qué pruebas llevarlos a juicio? Por el contrario, una explicación más pedestre en un marco más conocido nos sugiere vías de solución que sí están a nuestro alcance: esforzarnos por una regulación más eficaz, que limite el poder del sector financiero y lo haga menos vulnerable, por difícil que sea defenderla; rogar por que las graves consecuencias de conductas a veces irreflexivas permanezcan en nuestra memoria e informen nuestro comportamiento por lo menos por espacio de una generación. En resumen, que es mala la arrogancia intelectual que nos hace negar la existencia de cuanto está más allá de nuestras narices, pero tampoco es bueno quedarse fascinado por lo desconocido. En nuestra vida diaria, y en particular en la solución de problemas económicos, no es mala idea dejarse guiar por aquella regla práctica que dio el franciscano inglés Guillermo de Ockham: “Es vano hacer con mucho lo que puede hacerse con menos”.

Alfredo Pastor, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes.

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