La crisis de España es la oportunidad de Europa

El desagradable conflicto entre el gobierno regional de Cataluña y el estado español puede ser justo lo que hacía falta para revivir al desfalleciente proyecto europeo. Una crisis constitucional en uno de los miembros principales de la Unión Europea ofrece una oportunidad única de reconfigurar la gobernanza democrática de las instituciones regionales, nacionales y europeas, y así crear una UE defendible y, por tanto, sostenible.

La reacción oficial de la UE a la violencia policial que se vio durante el referendo independentista catalán es abandono de responsabilidades. Declarar, como hizo el presidente de la Comisión Europea, que se trata de un problema interno de España en el que la UE no es competente es hipocresía pura.

Es verdad que la UE se comporta de manera hipócrita hace tiempo. Sus funcionarios no tienen el menor empacho en inmiscuirse en los asuntos internos de un estado miembro cuando se trata, por ejemplo, de demandar la remoción de políticos electos por negarse a implementar recortes en las pensiones de los ciudadanos más pobres o ventas de bienes públicos a precios ridículos (algo que yo he experimentado personalmente). Pero cuando los gobiernos húngaro y polaco hacen una renuncia expresa a principios fundamentales de la UE, de pronto la no interferencia es sagrada.

La cuestión catalana tiene profundas raíces históricas, como más en general las tiene el nacionalismo. Pero ¿hubiera estallado como lo hizo si Europa no hubiera manejado mal la crisis de la eurozona desde 2010, al imponer un estancamiento cuasipermanente a España y el resto de la periferia europea, mientras creaba condiciones propicias para la xenofobia y el pánico cuando los refugiados comenzaran a cruzar las fronteras externas de Europa? Esta conexión puede ilustrarse con un ejemplo.

Barcelona, la exquisita capital de Cataluña, es una ciudad rica con superávit presupuestario. Pero hace poco, muchos de sus ciudadanos vieron que los mismos bancos españoles que antes habían rescatado con sus impuestos ahora los desalojaban de sus casas. El resultado fue la formación de un movimiento cívico, que en junio de 2015 logró la elección de Ada Colau como alcaldesa de Barcelona.

Uno de los compromisos de Colau con el pueblo de Barcelona fue una rebaja local de impuestos para las pequeñas empresas y las familias, asistencia para los pobres y la construcción de viviendas para 15 000 refugiados (buena parte del total que España iba a absorber desde países de entrada como Grecia e Italia). Todo esto podía lograrse sin poner en rojo los libros contables de la ciudad; bastaba reducir el superávit presupuestario municipal.

Pero Colau pronto chocó contra obstáculos insuperables. El gobierno central español, con el argumento de las obligaciones del estado conforme a las directivas de austeridad de la UE, aprobó una normativa que en la práctica prohíbe la reducción de superávits municipales. Al mismo tiempo, impidió el ingreso a los 15 000 refugiados para los que Colau había construido unas viviendas excelentes.

Hasta el día de hoy, el superávit presupuestario se mantiene, las rebajas locales de impuestos y servicios prometidas no se cumplieron, y las viviendas sociales para refugiados siguen vacías. La relación entre este estado de cosas lamentable y el fortalecimiento del separatismo catalán no podría ser más clara.

En cualquier crisis sistémica, la combinación de austeridad para los más, socialismo para los banqueros y estrangulamiento de la democracia local crea desesperanza y descontento, el oxígeno del nacionalismo. Los catalanes progresistas y antinacionalistas, como Colau, están encerrados entre dos frentes: por un lado, el aparato estatal autoritario, que usa las directivas de la UE como excusa para sus propias decisiones; por el otro, el renacer del localismo radical, el aislacionismo y el nativismo atávico. Ambos frentes reflejan el incumplimiento de la promesa de prosperidad paneuropea compartida.

Cataluña es un claro ejemplo de un dilema europeo más amplio. Elegir entre un estado español autoritario y un nacionalismo de “hacer a Cataluña grande otra vez” es lo mismo que elegir entre Jeroen Dijsselbloem, presidente del Eurogrupo de ministros de finanzas de la eurozona, y Marine Le Pen, líder del ultraderechista Frente Nacional francés: austeridad o desintegración.

El deber de los europeos progresistas es rechazar ambas cosas: el aparato profundo en el nivel de la UE y los nacionalismos en pugna, que destruyen la solidaridad y el sentido común en estados miembros como España.

La alternativa es europeizar la solución a un problema causado en gran medida por la crisis sistémica de Europa. En vez de obstaculizar la gobernanza democrática local y regional, la UE debe fomentarla, por ejemplo, con enmiendas a sus tratados constitutivos que consagren el derecho de los gobiernos regionales (como el de Cataluña) y los concejos municipales (como el de Barcelona) a tener autonomía fiscal e incluso a usar dinero fiscal propio; también podría permitirles la implementación de políticas propias para los refugiados y las migraciones.

Si todavía hubiera regiones que quieran separarse de los estados internacionalmente reconocidos a los que pertenecen, la UE podría aplicar un código de conducta que, por ejemplo, estipule la celebración de un referendo independentista si el gobierno regional que lo solicita ya ganó por mayoría absoluta de los votos una elección a la que se presentó con esa plataforma. Además, el referendo debería celebrarse al menos un año después de la elección, para dar tiempo a un debate adecuado y sobrio.

El nuevo estado debería estar obligado a mantener al menos el mismo nivel de transferencias fiscales. Por ejemplo, que el rico Véneto se separe de Italia si quiere, mientras no reduzca las transferencias al Mezzogiorno. Además, los estados nuevos estarán impedidos de crear fronteras nuevas y obligados a garantizar a sus residentes el derecho a la triple ciudadanía (la del estado nuevo, la del viejo y la europea).

La crisis de Cataluña es una clara señal histórica de que Europa necesita crear un nuevo tipo de soberanía que fortalezca las ciudades y regiones, disuelva los particularismos nacionales y sostenga las normas democráticas. Los beneficiarios inmediatos serán los catalanes, el pueblo de Irlanda del Norte y tal vez los escoceses (que tendrían así una oportunidad de escapar a las garras del Brexit). Pero a futuro, la beneficiaria de este nuevo tipo de soberanía será Europa toda. Imaginar una democracia paneuropea es el prerrequisito para imaginar una Europa digna de ser salvada.

Yanis Varoufakis, a former finance minister of Greece, is Professor of Economics at the University of Athens.

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