La crisis de la ilusión

Ahora que retornamos del hiato de lo cotidiano y de mirar a nuestros adentros -tan olvidados- cabe reflexionar cara al año académico que empieza sobre algunas realidades cardinales que nos afectan en la raíz de nuestro vivir. Esa vida que no nos es dada hecha y que es puro quehacer, cuyo menoscabo parece un fenómeno capital desde hace décadas sin que nos percatemos de ello. Es lo que podríamos llamar pobreza vital latente en el hombre y mujer actuales que viene de muy lejos y que ha desembocado y hecho posible la patente crisis que está a ojos vista. Y es que la vida del hombre -como tantas otras realidades humanas- puede estar bien o mal planteada, con consecuencias muy diversas para uno mismo, su entorno y el devenir colectivo.

Es mérito de Julián Marías haber descubierto el papel que la ilusión -o su ausencia- juegan en la vida individual y social como ingrediente fundamental. Según lo cual podíamos establecer una dicotomía entre personas y épocas ilusionadas o desilusionadas y entender mejor así muchas cosas. Ahí tenemos su obrita Breve tratado de la ilusión, tan recomendable como oportuna. En la que se repara en un fenómeno bien singular que habla de la maravilla de nuestro idioma: solo en español -y desde hace bien poco a raíz de Espronceda en el XIX- posee este vocablo un sentido positivo. Lo cual es una invención magnífica. Recuérdese que en inglés, francés, alemán, italiano, el sustantivo ilusión posee únicamente connotaciones negativas de índole engañosa: una ilusión óptica, un engaño, una quimera... Como sucede también en nuestra lengua según se deriva de la primera definición del DRAE: 1. Concepto, imagen o representación sin verdadera realidad, sugeridos por la imaginación o causados por engaño de los sentidos. De aquí surge el sustantivo iluso como sinónimo de cándido, ingenuo o desconectado de la realidad. Sin embargo, sólo nuestro Diccionario añade otros dos significados ciertamente distintos y positivos de ilusión: 2. Esperanza cuyo cumplimiento parece especialmente atractivo y 3. Viva complacencia en una persona, una cosa, una tarea, etc. De la segunda acepción surge nuestro «estar ilusionado por» y de la tercera la forma «ilusionarse con». Su adjetivo no es aquí iluso sino ilusionado entre los que media un buen trecho. Por así decirlo, el genio castellano distingue muy bien entre «hacerse ilusiones» y «vivir ilusionado». Y de paso surge un gran adjetivo negativo: desilusionado que presupone una ilusión previa. Por cierto que sería muy interesante estudiar cómo uno de los secretos más fecundos del Quijote radica en la continua intersección -y confusión deliberada- de los tres significados vistos. Cervantes sabía muy bien que podían darse asimismo «ilusiones ilusas», como veremos.

Podemos distinguir, pues, entre vidas ilusionadas y las que no lo son o aquellas otras que dejaron de estarlo. Lo mismo en el plano social: recordemos, por ejemplo, en el papel fundamental que jugó la ilusión colectiva en el apoyo y desarrollo de la Transición, sin la cual esta no hubiera sido posible. Pero hay una paradoja con esa cosa tan rara que es la ilusión: si no estamos ilusionados, surge al punto el hastío o desilusión vital. Como si no hubiera término medio. Y ello por un factor evidente: que hay una relación intima ente ilusión y felicidad, apareciendo aquella como condición que hace posible está. La crisis de la ilusión resulta a la postre una crisis felicitaria.

Pedía Marías -con nulo éxito- que una de las primeras preguntas que habría que hacerse, sería por el estado de la ilusión en una sociedad, una época o una persona singular. Podemos ahora intentar responder por nuestra cuenta cómo está el balance de ilusión aquí y ahora y sus consecuencias. Y reparamos en seguida que actualmente la falta de ilusión es un denominador tan común que se ha convertido ya entre nosotros en una vigencia social: y esa vigencia impone por su propia fuerza dos extinciones muy graves como son la ausencia de esperanza y de complacencia como decían las dos últimas definiciones del DRAE. A poco que pensemos, vemos que el repertorio de ilusiones del español medio es más bien escaso. Y están puestas en todo caso en ilusiones pasivas -no dependen de uno su consecución- como que nuestro equipo gane el domingo. Otra vez nos topamos con las ilusiones ilusas del genio cervantino. Creo que a eso se debe que España esté dejando de ser lo que siempre ha sido: un país muy interesante con formas de vida bien originales. Y que esté desapareciendo un vocablo sin la cual la ilusión no se entiende: la vocación.

Por eso creo que una de las claves del fracaso político que padecemos es que hace ya varias décadas han accedido al poder personas carentes de la más mínima ilusión, que es siempre proyectiva. De ahí que careciesen de vocación alguna, siendo sustituida por su antítesis: el cinismo. Por eso la política española ha sido tan presentista e incapaz de futurizar, como si estuviera presidida por la sombra de don Juan. En la que no cabe la nación entendida como «un proyecto sugestivo de vida en común», -ilusionante- como la entendía Ortega. Y al no existir ilusiones nuestra dirigencia -como nosotros mismos- las sustituyó por meros toscos deseos inmediatos: dinero, seguridad, sensualidad. Y un alto grado de ilusionismo que escondía todo ello. Pienso que el delito más hondo que han cometido nuestras élites, ha sido desilusionar a los españoles haciéndoles más cínicos. Es lo que tiene el escándalo.

Claro que en este páramo de la ilusión no extraña que germinen nuevas ilusiones que prenden fuerza en edades donde la capacidad proyectiva -y por tanto ilusionante- es mayor. O en aquellas donde se hace más intolerable el estado de desilusión, precisamente porque la carestía de la vida hace que los toscos deseos ya no estén al alcance de la mano. Mientras había progreso, podíamos permitirnos el lujo de vivir sin ilusión. Roto el progreso, nos quedamos a la intemperie, sin argumentos, con la percepción de una radical inseguridad. Y en ese terreno es lógico que surjan ilusiones ilusas políticas en forma de movimientos extremos. El fenómeno de Podemos, del creciente independentismo catalán y de Esquerra obedece al horror al vacío que tiene también la naturaleza humana y la vida pública: de ahí la forja y auge de estas nuevas ilusiones. De tal modo que la gran batalla -puede que campal- que se avecina en nuestra vida colectiva será entre ilusionados ilusos y cínicos ilusionistas. Lo cual me parece de una gravedad extraordinaria, pero pueden ser los precios que tienen las ilusiones perdidas o traicionadas.

Frente a ello, propongo una tercera vía que empieza por uno mismo: hacer cuentas de nuestra vida personal y social y ver en dónde y en qué y quiénes están puestas nuestras ilusiones, si es que las tenemos. Y si responden a nuestra genuina vocación. Porque es menester urgente que sin hacerse ilusiones nos empeñemos en vivir ilusionados. Y desde ahí, sumando y aunando ilusiones verdaderas, hacer todo lo posible para evitar la colisión civil que se avecina entre ilusos e ilusionistas.

Ignacio García de Leániz Caprile es profesor de Recursos Humanos en la Universidad de Alcalá de Henares.

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