La crisis de la socialdemocracia en Europa

Que existe una crisis de la socialdemocracia en Europa no está en duda. La pregunta es si es terminal. Los síntomas son más que preocupantes. Valga como ejemplo Viena, hace un siglo ciudad natal de la política antisemita de los camisas pardas. Hasta el 27% de los ciudadanos ha apoyado en unas elecciones celebradas este otoño al ultraderechista partido del fallecido y poco llorado Jörg Haider. Y más al norte del continente, por primera vez en un siglo los socialdemócratas suecos han salido derrotados en dos elecciones sucesivas. El Partido de los Demócratas Suecos -un nombre progresista para un partido antimusulmán extremadamente antiprogresista- consiguió 20 escaños en el Riksdag, el Parlamento del país escandinavo.

En España y Grecia, los gobiernos socialistas llevan meses haciendo frente a huelgas y manifestaciones mientras tratan, por todos los medios, de recuperar el control de las finanzas públicas. Sin embargo, es demasiado tarde. En el caso español, los excluidos del mercado de trabajo por culpa del proteccionismo corporativo heredado del franquismo en favor de los que tenían trabajo para toda la vida han abandonado en masa a la izquierda.

En el pasado, la izquierda debatía sobre el futuro. Ahora debate sobre su identidad. La derivación de una política de clase a una papilla de políticas sectoriales de intereses caleidoscópicos monoclasistas ha dejado a la izquierda sin voz. No se puede dar cabida al mismo tiempo a los verdes anti-nucleares y a los que creen en la industria y, a la vez, al derecho de los ciudadanos a pulsar un interruptor y al instante, y en todo momento, obtener luz, calor y energía.

El movimiento masivo de personas, que se aceleró en 1990 con la caída del Muro de Berlín y el fin de los controles de las fronteras del comunismo, trajo a decenas de miles de personas a ciudades y comunidades ya asentadas, en las que funcionaba desde hacía mucho tiempo un pacto histórico socialdemócrata. Se trataba de una enorme fuerza de nuevas personas, nuevas culturas, una nueva religión y unas nuevas demandas de derechos. Los inmigrantes han llegado y han cambiado el paisaje urbano de Europa. Son decenas de miles los solicitantes de asilo que nunca han ido a su patria, de parientes que han exigido el derecho a instalarse y, más recientemente, de inmigrantes católicos blancos de Europa del Este, muy trabajadores y con buena formación.

En las grandes ciudades, en general, hasta ahora se ha absorbido la inmigración. Pero cuando ha habido que integrar en pequeñas localidades a unos recién llegados dispuestos a emprender una nueva vida, las tensiones con los oriundos se han vuelto insoportables y han dado paso a las nuevas políticas de identidad.

Para la mayor parte de la derecha nacionalista populista de Europa, los musulmanes -identificados por esa derecha como el nuevo enemigo o como una presencia no indígena que se debe a lealtades exteriores- han reemplazado a los judíos de preguerra. El fantasma de Eurabia, la idea de que Europa está cayendo bajo control musulmán, es lo que se impone ahora. El Estado del Bienestar pagado a lo largo de generaciones por la población autóctona se ha apretado el cinturón en cuanto ha tenido que atender a nuevos ciudadanos recién llegados. La vivienda social, que a partir de los años 50 del siglo pasado, fue un gran regalo de la socialdemocracia a sus partidarios, se había agostado en el año 2000. A medida que los votantes pasaron de vivir de alquiler a vivir en propiedad y vieron que disminuían las esperanzas de que sus propios hijos consiguieran una vivienda social en alquiler, se empezaron a preguntar si sus intereses iban a seguir representados por la izquierda.

Éste y otros muchos problemas sociales, así como una gran mayoría de inmigrantes recién llegados, pudieron ser absorbidos por unas economías europeas en fuerte crecimiento que creaban puestos de trabajo. Sin embargo, la socialdemocracia ha rechazado el liberalismo de los mercados dinámicos debido a su falta de equidad. La izquierda europea tiene políticas para las mujeres, para los homosexuales, para los niños, para los artistas, pero, ¿las tiene para la clase obrera?

Desde hace mucho tiempo, los sindicatos de todos los países europeos han abandonado la lucha contra el capitalismo. En su lugar, enfrentan a la opinión pública con huelgas que niegan a los pobres el acceso al transporte, a los servicios municipales o a la escuela. El rico pasa entre los piquetes de las huelgas de los sindicatos del sector público y no nota ningún efecto. No es culpa de los sindicatos. El sector público es el único en el que es posible el reclutamiento. ¿Qué dirigente sindical hay con las ansias organizativas que hacen falta para levantarse a las tres de la madrugada y captar a los temporeros lituanos de la fruta o presentarse al nuevo proletariado femenino que sale del turno de limpieza de madrugada?

No hay pensadores de la socialdemocracia europea a los que se lea habitualmente. La izquierda intelectual alemana, francesa o británica escribe para sus compañeros comentaristas de su propio país. Mientras que la derecha es capaz de unirse por encima de las fronteras en torno a algunos temas (la obsesión por un Estado más reducido, obstáculos a los musulmanes, reducción de los derechos sindicales, etcétera), la izquierda produce largas listas de demandas y deseos, como si fueran las de la compra, y se resiste a enumerar unas prioridades y un orden de prelación. La izquierda parece genéticamente incapaz de apoyar los compromisos del poder.

Surge entonces la pregunta inevitable: ¿No hay entonces nada que hacer? El cambio es posible. Pero va a ser necesario que haya dirigentes valientes dispuestos a modificar la forma que tenemos de ver el mundo. El líder laborista recientemente elegido en el Reino Unido, Ed Miliband, estuvo acertado cuando dijo que el laborismo ofrecía siempre lo mejor de sí mismo cuando cuestionaba el pensamiento convencional. Hay muchísimas ideas convencionales, demasiadas, en el consejo supremo de la socialdemocracia europea. Sin embargo, cuestionarlas significa asumir riesgos. Cuando la socialdemocracia del Viejo Continente esté preparada para enterrar sus mitos del pasado, estará preparada de nuevo para dar a luz un nuevo futuro.

En el corazón de esta nueva Europa debe estar Europa. Europa, sin embargo, se siente demasiado cómoda y satisfecha consigo misma. Se han realizado grandes avances. Y naturalmente ya no hay fascismo, ya no hay comunismo.

Hoy por todos los lugares de Europa se encuentran buenas carreteras, buenas escuelas y buenos hospitales. Ahora bien, ¿acaso marcamos el signo de los tiempos o nos deslizamos suavemente hacia la irrelevancia por más que disfrutemos de nuestro actual estilo de vida fácil? ¿Está Europa transformándose en un nuevo Imperio Otomano, grande, rico y arrogante, cuando necesitamos una Europa hambrienta y más pobre, dispuesta a asumir riesgos y a aceptar sacrificios para alcanzar la grandeza?

Europa no puede tomar prestado su camino hacia un mañana mejor. Los banqueros han hundido a Europa en una crisis tan grave como no se había visto desde los tiempos de Marx. Lo que ocurre es que los banqueros somos todos nosotros. Son nuestros ahorros, nuestros seguros de vida y nuestros fondos de pensiones y nuestros salarios. Están bajo nuestro control democrático. La socialdemocracia no tiene ninguna teoría eficaz sobre la Banca o el poder del dinero.

Por último, detrás de las políticas y de los programas, llegan los personajes, con más o menos empuje. ¿Dónde está la nueva generación de constructores de Europa? ¿Dónde están los Willy Brandt o los Felipe González dispuestos a cuestionar las ortodoxias de sus partidos? ¿Hay por ahí algún nuevo Monnet o algún nuevo Delors por descubrir? ¿Pueden Alemania y Francia superar sus diferencias y llegar a un nuevo Tratado del Rin que relance el núcleo de una Europa basada en la fusión real de determinadas decisiones? ¿Es excesivamente grande esta Europa de 27 miembros, que quizá pronto esté integrada por 30 estados o más, y que está llegando a convertirse en una especie de Naciones Unidas, un lugar de debate pero no de toma de decisiones reales?

¿Cuáles son los enemigos de Europa? ¿No es la idea de una amenaza externa lo que crea una unidad de objetivos en política? En ese caso, ¿cuál es la verdadera amenaza que afronta Europa?

Denis MacShane, diputado británico del Partido Laborista y ex ministro para Europa en el Gobierno de Tony Blair.