Está a punto de acabar una campaña electoral larga y tediosa en la que se han vuelto a comprobar las ineficiencias de un sistema de propaganda trasnochado, costoso y que no consigue alcanzar sus dos objetivos fundamentales: informar con rigor y claridad a los votantes sobre las alternativas que ofrecen los diferentes candidatos e incentivar la participación de los ciudadanos en los procesos electorales.
La falta de originalidad ha sido la tendencia dominante en el campo de la publicidad exterior y de los anuncios en la prensa y la radio. Diseños muy conservadores y poco funcionales y eslóganes en tonos grises y previsibles -que podrían intercambiarse entre partidos con ideologías aparentemente opuestas- han sido la base de un catálogo muy limitado de recursos. En cuanto a las fotos de campaña de los candidatos, han predominado, una vez más, la restauración arqueológica del photoshop y la artificiosidad de las poses. El modelo sonrisa de vendedor de enciclopedias -pese a que parece perder peso esta temporada- y el de mirada perdida en el horizonte (estilo estadista serenamente preocupado por el peso de su responsabilidad) han sido los patrones más utilizados.
Ideas cortas -combinadas con promesas largas y vaporosas y críticas al contrario (en tonos chillones)- conforman el repertorio fundamental de los principales diseñadores de mítines. Éstos, plataformas prioritarias de los partidos políticos para transmitir sus mensajes y a los que dedican una ingente cantidad de esfuerzos y de recursos, tampoco han experimentado novedades dignas de destacar.
Los espacios cedidos a los partidos por las televisiones públicas y los falsos debates, convertidos en una sucesión de monólogos carentes de interés, completan el panorama de una pasarela electoral española que ha evolucionado muy poco desde el siglo pasado.
Al margen de analogías con la moda, resulta evidente que el modelo actual de relación de los partidos con sus electores atraviesa una profunda crisis que se percibe en las encuestas de opinión y, lo que es más grave, en los índices de participación de las últimas convocatorias.
Los inquietantes resultados de la encuesta del CIS del pasado mes de abril, que situaba a los políticos como una de las principales preocupaciones para los españoles (junto al paro, el terrorismo, la inmigración o la vivienda), podrían justificarse en buena medida por el modelo de información y de propaganda impuesto por la democracia televisada al que se han sometido todos los partidos.
El elector percibe a través de la televisión una imagen estereotipada de los candidatos y accede a una información escasa sobre las diferentes propuestas de los partidos. Los políticos, resignados a las limitaciones del medio, se esfuerzan por simplificar sus mensajes, concretándolos en las promesas con más gancho y, sobre todo, en duros ataques al contrario, que suelen ser los que ocupan más tiempo en los espacios informativos.
El hecho de que sean los mítines electorales los lugares elegidos para que, en la muy larga precampaña y la campaña, los líderes lancen sus mensajes fundamentales, condiciona el fondo y el tono de la comunicación. El candidato, contagiado de la euforia de sus leales, se reafirma en una dialéctica simplista dirigida a calentar el ambiente y a conseguir el aplauso y la adhesión inquebrantable de un público entregado.
El tono mitinero, sin duda eficaz para motivar a los militantes y simpatizantes, provoca un cansancio infinito cuando lo tenemos que soportar en el salón de casa o en la intimidad de nuestro dormitorio. Los breves resúmenes de esta clase de actos, transmitidos a través de la radio y la televisión, consolidan en muchos ciudadanos la percepción de que son tratados por los políticos como niños, de que van a su bola y de que utilizan con exceso la demagogia y el oportunismo.
Las últimas elecciones francesas deberían servirnos para imitar unos planteamientos aplicados a la comunicación política mucho más rigurosos e innovadores y que han demostrado de manera rotunda su eficacia, logrando una altísima participación de los electores.
En esta materia tendríamos que seguir humildemente la moda de París, y no sólo en la estética de sus mítines sino, sino, sobre todo, en la búsqueda de fórmulas que permitieran un mejor acercamiento de las ideas y los programas de los partidos al mayor número posible de ciudadanos. Los auténticos debates sobre formas de pensar, los proyectos y programas, los actos de campaña centrados en discursos muy elaborados de los líderes o los nuevos formatos de televisión -a la búsqueda de los espectadores menos comprometidos con la política-, son herramientas esenciales que obligan a los candidatos a cambiar de registro, emplearse a fondo para transmitir credibilidad y comprometerse con los electores.
¿Qué modelos de comunicación política deberíamos utilizar en la próxima temporada otoño-invierno para cambiar las tendencias de la moda retro dominantes aún en nuestra democracia? En primer lugar, es urgente revisar la normativa sobre campañas electorales y, especialmente, el apartado dedicado a la televisión. Mantener los mismos criterios cuantitativos sobre los espacios gratuitos cedidos a los partidos en las televisiones públicas y los repartos de tiempo en sus informativos no tiene ya sentido, porque la caída de audiencia de estos programas ha limitado de manera drástica su impacto en los electores.
Debemos recordar que la ley electoral se aprobó en 1985, una época de monopolio de la televisión pública que nada tiene que ver con la España de 2007. La meticulosidad de la normativa en el reparto de los tiempos se ha convertido en una reliquia que sólo sirve para evocar el pasado esplendor de los medios públicos. La aparición de dos nuevas cadenas privadas nacionales, la oferta multicanal en TDT y el progresivo incremento de la audiencia en la televisión de pago tienden a reducir todavía más la influencia de estos altavoces públicos que la ley considera esenciales para garantizar la difusión controlada de los mensajes políticos en las campañas electorales.
El desinterés progresivo de los ciudadanos hacia la información política también afecta a las cadenas privadas durante el periodo electoral. Estas empresas reducen los tiempos dedicados al género y se centran en aquellos aspectos más espectaculares o anecdóticos de las campañas.
Si se exige a estas cadenas que participen en la producción de cine europeo, ¿no se podría negociar su implicación en la difusión de espacios electorales y de información política que complementasen las audiencias decrecientes de los canales públicos? Apoyando, por supuesto, esta labor de interés social con desgravaciones fiscales.
En segundo lugar, los debates electorales deben institucionalizarse -a ser posible por ley-, obligando a los candidatos a que se sometan a normas estrictas que eviten la adulteración de estos espacios y anulen, al mismo tiempo, los posibles recursos escapistas de los que no quieren que se celebren.
Sería recomendable igualmente promover una mayor creatividad de las cadenas de televisión en el tratamiento de los contenidos políticos. El éxito del programa Tengo una pregunta para usted... (diseño de París) demuestra que los ciudadanos responden positivamente a las propuestas innovadoras que rompen con la monotonía de los formatos convencionales.
El uso de las nuevas tecnologías transformará radicalmente en el futuro inmediato las campañas electorales. Las primeras experiencias que ya se están realizando en diferentes países -incluida España- con internet, los teléfonos móviles y la televisión digital, muestran las inmensas capacidades de esos soportes, pero obligan a analizar en profundidad los aspectos positivos y negativos que pueden derivarse de su uso intensivo.
Una última consideración. Las cadenas de televisión deberían incorporar a sus códigos de autorregulación, recomendaciones dirigidas a los responsables de los programas no informativos durante los procesos electorales. La tendencia -surgida en Estados Unidos- a introducir mensajes políticos en los programas de humor, los talk shows y las comedias de situación, pueden alterar gravemente las reglas de juego aplicadas por la mayor parte de los profesionales y las empresas de televisión a sus espacios informativos.
Estas prácticas, en el caso de generalizarse, incorporarían fórmulas camufladas de propaganda política en las programaciones de entretenimiento. Al menos durante las campañas electorales, las empresas tendrían que ejercer un seguimiento meticuloso para evitar la picaresca de los que se consideran más listos que aquéllos a los que tratan de manipular e, incluso, que los ejecutivos de las cadenas para las que trabajan.
¿Conseguiremos entre todos que en las elecciones de la próxima temporada otoño-invierno podamos participar en una campaña diseñada para ciudadanos adultos, exigentes y convencidos de la importancia de su voto? Si fuera así, viviríamos en España la primera campaña política del siglo XXI.
Eduardo García Matilla, director general de Corporación Multimedia.