La crisis de las hipotecas

No es exagerado decir que el Estado liberal es aquel en el que el derecho ciudadano se remite al trabajo por encima de los otros dos factores de producción —la tierra y el capital—, que fundamentaban en cambio el orden estamental del Antiguo Régimen. El reconocimiento de que las personas se hallan en una potencial situación de igualdad para hacerse un sitio en la vida social obedece sobre todo a una valoración antropológica, que considera los individuos mondos y lirondos, como sujetos capaces de hacer suyas aquellas palabras del poema de la Storni: «El sustento me lo gano y es mío / donde quiera que sea, que yo tengo una mano / que sabe trabajar y un cerebro que es sano». Por supuesto, cuando la filosofía política comenzó a postular esto el mundo llevaba ya unos cuantos milenios dando vueltas, y no era posible volverlo al momento en que el linaje humano salió desnudo del Paraíso con la recomendación de ganarse el pan con el sudor de su frente. Existían las herencias y las grandes fortunas asociadas a estatus privilegiados por la tradición, y las reformas liberales tuvieron que emplearse en medidas de cariz indudablemente revolucionario, como la supresión del feudalismo, las desvinculaciones y las desamortizaciones, para equilibrar aquella preeminencia del poder atesorado. El comunismo pretendió llegar más lejos con su «socialización de los medios de producción», pero el resultado fue un control asfixiante que, lejos de conferir autonomía a los trabajadores, los terminó haciendo esclavos al servicio de las oligarquías agavilladas tras el tótem del Estado.

Mientras que las teorías de Proudhon y de Marx buscaban la abolición de la propiedad privada (es decir, la depauperación general), las políticas liberales entendieron, por el contrario, que el nuevo momento no era solo el de facilitar el acceso a los bienes, sino el de multiplicar estos gracias a una inédita expansión productiva impulsada por la industria, la tecnología y la internacionalización del comercio. El vaso comunicante entre la dignidad ciudadana y esta riqueza expansiva debía ser el crédito. Desde que el mundo es mundo se había prestado dinero con interés a los necesitados; una actividad que, infamada a veces con el feo nombre de usura, se orientaba sobre todo al rédito de los prestamistas. Por el contrario, el crédito del que debía servirse el orden liberal no era ya un simple filón para aumentar ganancias, sino una condición fundamental para el desarrollo de la inversión productiva, que al redundar en empleo incorporaba a los ciudadanos al beneficio de los negocios, y que, empoderándolos así, les permitía también a ellos acudir a las fuentes de financiación para hacerse con las cosas a las que podía aspirar un hombre civilizado: vivienda, educación, bienes de consumo, etcétera. Si queremos ver esto con claridad podemos echar una lectura a la exposición de motivos de la Ley Hipotecaria española de 1861, que debía servir para garantizar ese necesarísimo sistema crediticio al que se subordinaba el desarrollo de una clase media. Decían entonces los legisladores que esta ley iba mucho más allá de lo que hasta la fecha había regulado el derecho en tales materias, pues nada de lo existente cumplía con propósitos como el de «ejercer una saludable influencia en la prosperidad pública» o el de «dar actividad a la circulación de la riqueza». Un programa que se orientaba, sin duda, a mucho más que a fijar correctamente unas pautas contractuales, y que se proyectaba al irrenunciable desiderátum de que la libertad y la igualdad reconocidas por las Constituciones no fuesen papel mojado, sino que se realizasen frente al poder innegable y cada vez mayor de las cuestiones económicas.

Todas estas cosas son muy dignas de recordarse cuando uno ve a muchos que, en nombre del liberalismo, quieren aplicar un principio de «fiat iustitia et pereat mundus» según el cual, en la crisis de las hipotecas impagadas, la realización del Estado de Derecho no consiste sino en que el acreedor cobre lo suyo y el deudor se atenga a las consecuencias de su mala ventura. No creo yo que sea justo ni liberal plantear las cosas en esos términos cuando esos prestatarios se comprometieron a afrontar la deuda con su trabajo, como debe hacerse si es que verdaderamente el crédito no consiste en esa cínica fórmula de prestar a quien no lo necesita. Y sobre todo porque mientras ellos, castigados por un desempleo en buena medida estructural, mendigan día tras día un sueldo que les permita hacer frente a sus obligaciones –con la disposición de someterse a condiciones cada vez más desventajosas y humillantes–, la diligencia en el trabajo es precisamente lo que menos han exhibido sus acreedores, entregados a una especulación indecente, buscando llenarse por la mera virtud para el envite y el engaño, ocultando cifras, apostando a operaciones insensatas, exhibiendo un catálogo interminable de marrullerías que hacen el museo de la mala gestión financiera. ¡Y resulta que es esta antibanca la que se premia ahora con los rescates, y es de su lado donde caen las razones del Estado de Derecho!

El Estado liberal debe fundarse en el mérito, cuyo valor es el mayor argumento que puede oponer al igualitarismo totalitario comunista, y la mejor respuesta ante quienes lo acusan de ser injusto. Si no se quieren perder esas defensas frente a la avanzada de una conflictividad social alimentada por aquellos despropósitos, los que sostienen las razones liberales deben atender, sobre todo, a que prevalezca la lógica de que el esfuerzo honrado ha de rendir sus frutos. El paro es la amenaza más tenaz contra ese principio; y es en el tema del modelo productivo, de la falta de competitividad, de la flexibilidad de las condiciones laborales y de la formación donde ha de insertarse el drama de los desahucios, cuya solución reclama ser tratada no de cara al fenómeno del impago, sino de la posibilidad de volver a tener ingresos. La España justa y próspera que ha de buscar la mentalidad liberal se logrará con hombres y mujeres productivos, no con mendigos sin techo, arrojados para siempre a la miseria y ¡ay! al resentimiento.

Xavier Reyes-Matheus, secretario general de la Fundación Dos de Mayo, Nación y Libertad.

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