La crisis de los misiles: de Cuba a Ucrania

Dos superpotencias nucleares enfrentadas sin una vía de salida evidente. Un líder ruso errático que utiliza un lenguaje apocalíptico. Bronca en Naciones Unidas con reproches de estar jugando con el juicio final de un armagedón… La era moderna empezó hace justo sesenta años cuando el mundo se asomó primero al abismo de la destrucción mutua asegurada antes de engañarse durante la 'posguerra fría' con la idea de que las armas nucleares eran algo del pasado, irrelevantes y condenadas a desaparecer por sí mismas.

Durante trece días del mes de octubre de 1962, ante el despliegue soviético de armas nucleares en la isla de Cuba, Washington y Moscú llevaron su antagonismo hasta el límite. Y aunque la última opción para las dos naciones protagonistas de la Guerra Fría fuese una confrontación imposible de ganar, estuvieron a punto de enzarzarse antes de encontrar la manera de evitarla.

A comienzos del verano de 1962, Raúl Castro –hermano menor de Fidel y ministro de Defensa de Cuba– viajó a Moscú para intensificar el respaldo militar soviético a un régimen cada vez más alineado con la causa comunista para sobrevivir. En virtud de un acuerdo secreto cerrado con Nikita Kruschev, entre finales de septiembre y principios de octubre, 85 cargueros soviéticos transportaron hasta la isla caribeña 42 misiles de alcance intermedio y un total de 164 cargas nucleares, además de 42.000 tropas.

Los misiles, que podían alcanzar la mayor parte del territorio americano, estaban bajo control de la Unión Soviética, que contaba con tenerlos operativos para la última semana de octubre. Aunque el Kremlin tenía otras poderosas opciones nucleares para amenazar a Estados Unidos, las motivaciones de Kruschev para embarcarse en esta escalada siguen debatiéndose hoy en día. El propio presidente Kennedy llegó a calificar como «un maldito misterio» las intenciones soviéticas.

Una posibilidad era que los misiles de Cuba sirvieran como pieza de trueque para obtener concesiones en otros escenarios más relevantes para la Unión Soviética. Pero no hay que descartar que Kruschev quisiera demostrar un genuino compromiso con la revolución cubana, especialmente tras el fallido desembarco de bahía Cochinos/playa Girón por parte de exiliados cubanos entrenados por la CIA. En esa coyuntura, Cuba ya se había convertido para la Unión Soviética en una cuestión de prestigio con una relevancia comparable a la que Estados Unidos asignaba a Berlín occidental.

Lo cierto es que la Unión Soviética tomó muy pocas precauciones para disimular su despliegue en Cuba. Era inevitable que tanto trasiego de hombres y material no fuera eventualmente descubierto. Pero por diversos motivos, incluido el mal tiempo, la alerta no llegó a la Casa Blanca hasta el 16 de octubre, gracias a la información obtenida por un sofisticado avión de reconocimiento U-2. En un sobrevuelo de siete minutos, el piloto Richard Heyser obtuvo 928 fotografías en las que el Centro de Interpretación Fotográfica Nacional de la CIA identificó los componentes de los misiles balísticos de medio alcance en pleno proceso de ensamblaje.

Lo primero que hizo Kennedy para gestionar esta crisis fue reunir con la máxima discreción a un selecto grupo de consejeros, conocido como el Comité Ejecutivo del Consejo de Seguridad Nacional (Excomm por sus siglas en inglés). Las respuestas barajadas incluían esencialmente negociar, quizá con la ayuda de la ONU u otros canales confidenciales, un bloqueo naval contra los barcos soviéticos rumbo a Cuba, y una acción militar, con planes que abarcaban desde ataques selectivos hasta una invasión tipo Normandía.

El 22 de octubre, tras ignorar a sus propios halcones, Kennedy, en una alocución televisiva desde el Despacho Oval, desveló la gravedad de la crisis y anunció la imposición de un bloqueo rebautizado como una «estricta cuarentena» para evitar sus connotaciones beligerantes. El forcejeo que siguió durante varios días, incluido el derribo de un U-2 estadounidense, se complicó sobremanera por la carencia de un canal directo de comunicación entre la Casa Blanca y el Kremlin.

Entre mensajes contradictorios, al final emergió un principio de acuerdo sin concesiones públicas. Ignorando tanto a Cuba como a los aliados de la OTAN, el entendimiento bilateral permitía a ambas partes salvar la cara y presumir de haber conseguido sus objetivos. La Unión Soviética retiraba sus misiles y Estados Unidos se comprometió a no invadir Cuba y prescindir de sus propios misiles de alcance medio Júpiter desplegados en Turquía.

En cuestión de dos años, Nikita Kruschev fue destronado en un golpe palaciego. Y todavía hoy se debate por qué pareció que había claudicado mucho más que Kennedy. Una posible respuesta sería el ferviente marxismo del líder soviético que le hacía pensar que la historia estaba de su lado y que la hoz y el martillo se estaban imponiendo de forma inexorable por todo el mundo. Odd Arne Westad, en su magistral historia de la Guerra Fría, lo explica así: «Kruschev quería celebrar el triunfo del comunismo no elogiarle en su pira funeraria».

Sesenta años después de la crisis de los misiles cubanos, el mundo vuelve a hablar demasiado y mal sobre armas nucleares. En el contexto de Ucrania, Vladímir Putin ha chantajeado desde el principio con lo único que le queda a Rusia de superpotencia. Desde la tarantela de 'bombas sucias' y cargas tácticas como 'pequeños Chernóbils' hasta las primeras maniobras desde la invasión simulando una imparable escalada con Estados Unidos, todo ello acompañado por la constante presión tipo 'Múnich 1938' que insiste en no humillar a Putin y permitirle salvar la cara a través de negociaciones.

Es cierto que la búsqueda de una solución diplomática sea quizá el ingrediente más conspicuamente ausente en estos ocho meses de tragedia en Ucrania. En 1962, el pulso nuclear entre Washington y Moscú tuvo como telón de fondo una diplomacia secreta que acabó por desactivar el riesgo de confrontación. Quizá sea un error presentar la diplomacia como una alternativa incompatible con el respaldo militar a Ucrania. Como ha explicado con elocuencia Gideon Rachman en las páginas del 'Financial Times', «ambos enfoques deberían ir de la mano y ser complementarios entre sí».

También es cierto que ahora sería una locura ceder al chantaje nuclear y regalarle un alto el fuego al Kremlin cuando los ucranianos están avanzando con éxito y recuperan su territorio. Lo verdaderamente urgente es que Occidente siga facilitando a Ucrania la suficiente potencia de fuego como para recuperar objetivos como Jersón y todo los que se pueda del Donbass antes del invierno y de que un previsible Congreso hostil en EE.UU. empiece a cuestionar la ayuda a Kiev. Cuanto más fuerte sea la posición militar de Ucrania en la próxima primavera, más probable será que Putin no consiga revertir el rumbo de una guerra que está no solo perdiendo sino aniquilando la Rusia que él ha creado.

Pedro Rodríguez

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