La crisis de los Sudetes de Crimea

Una vez que Crimea ha votado en favor de la secesión, la agitación en Ucrania aviva un ambiente cargado entre Rusia y el tándem EE.UU.-UE. ¿Representan los líderes estadounidenses y europeos una nueva versión de la crisis de los Sudetes de 1938?

Inmediatamente después de la anexión de Austria por la Alemania nazi, Hitler dirigió su atención a la etnia alemana residente en los Sudetes de Checoslovaquia. Primero exigió la cesión de los Sudetes a Alemania, obteniendo un relativamente fácil acuerdo del primer ministro británico Neville Chamberlain y su homólogo francés Édouard Daladier. Hitler, acto seguido, elevó sus exigencias para incluir la ocupación militar alemana de la zona. Al calificar tanto Chamberlain como Daladier la cuestión de “conflicto en un país lejano entre personas de las que no sabemos nada” y, por tanto, no merecía la pena desafiar a Hitler por ello, reconocieron la ocupación firmando los acuerdos de Munich. Al hacerlo, reforzaron considerablemente a Alemania y envalentonaron a Hitler.

Ciertamente, Vladímir Putin no es Hitler, Rusia no es la Alemania nazi (o la Unión Soviética, para el caso) y el mundo no hace frente al mismo panorama apocalíptico que se desplegó en 1939. Sin embargo, hay algunas analogías de importancia entre los Sudetes y la crisis de Crimea.

La más clara es la presencia de una mayoría de expatriados en la zona ocupada. Los rusos son casi el 60 % de los dos millones de habitantes de Crimea y muchos están más estrechamente vinculados a su tierra “materna” que a Ucrania. Los tres millones de alemanes de los Sudetes sentían mucha más lealtad hacia Alemania que hacia Checoslovaquia y una abrumadora mayoría abrazó el Tercer Reich.

De hecho, el pretexto de Putin para la ocupación y la anexión –proteger a la población local– es el mismo que el de Hitler. Hasta fecha reciente, Putin mostró escaso interés en los asuntos de Crimea más allá de la renovación del contrato de arrendamiento de la base de la flota del mar Negro. Pero desde la revolución ucraniana, la supuesta vulnerabilidad de la población rusa local ante los “fascistas” se ha convertido en una cuestión emblemática y en una excusa para la intervención militar rusa. Hitler utilizó un pretexto similar al exigir la transferencia del territorio de los Sudetes de Checoslovaquia.

Putin tiene algo más en común con Hitler: el punto de vista de que el país que ocupa es, de alguna manera, una realidad “artificiosa”. Aunque Putin no ha impugnado formalmente la independencia de Ucrania, nunca ha ocultado su opinión de que no es un “verdadero país” y se ha referido a él como parte del “mundo ruso”. Del mismo modo, para Hitler, Checoslovaquia era un conglomerado artificial de naciones y regiones dispares.

Hitler trató de destruir Checoslovaquia. Seis meses después de separar los Sudetes, abrogó los Acuerdos de Munich al ocupar la totalidad de Bohemia y Moravia y convertir las tierras checas en un protectorado alemán, al tiempo que colocaba un régimen títere en Eslovaquia. Si Putin tiene planes similares, empezaría con la anexión de Crimea –ahora, según parece, un trato hecho– seguido de una presencia militar directa en el este de Ucrania y, posiblemente, algún género de partición a largo plazo. Por supuesto, como Hitler, Putin no se halla interesado sólo –o sobre todo– en la zona ocupada. Trata de proyectar su poder más allá.

También existen sorprendentes similitudes entre las respuestas de los líderes occidentales a las dos crisis; es decir, su renuencia a actuar de manera resuelta. De hecho, parecen escasamente dispuestos a respaldar sus advertencias de “costes” y “consecuencias” con medidas importantes como congelar activos, sanciones comerciales y restricciones de desplazamientos, reforzando así la creencia de Putin de que seguirán optando por sus relaciones con Rusia sobre la protección de la integridad territorial de Ucrania. Esta timidez recuerda la política británica y francesa en 1938. ¿Qué lecciones cabe extraer de la comparación entre las crisis de Crimea y de los Sudetes? Cualquier tipo de diálogo con Putin será infructuoso, a menos que los líderes occidentales adopten un enfoque resuelto, articulado de acuerdo con objetivos concretos y no según falsas “asociaciones estratégicas”. A la inversa, el menosprecio –como la acusación de Obama, en el sentido de que Rusia está “en el lado equivocado de la historia”– no tiene sentido.

Occidente debería dejar de reaccionar frente a Putin con “conmoción y temor reverencial”, conmoción ante el hecho de que puede actuar con tanta aparente impunidad y temor reverencial ante su brillantez táctica constatada. Europa y EE.UU. tienen mucha más influencia que Rusia, con su atrofiado sistema político y su modelo económico agotado. Lo que les falta es la voluntad de aceptar los costes económicos y políticos de la defensa de los valores que dicen defender.

Los líderes occidentales deben reconocer que el apaciguamiento no puede garantizar la paz y la estabilidad en Europa. Cuando se trata de un líder cuyo credo se define por la noción de que “los débiles reciben una paliza”, los gobiernos occidentales deben mostrar su determinación, sin sacrificar la flexibilidad. Sólo sobre esta base puede abordarse la crisis en Ucrania sin comprometer de modo esencial la seguridad transatlántica.

Bobo Lo, especialista en política exterior rusa, Chatham House, Londres.

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