La crisis de valores

Seguro que habrán oído más de una vez que el origen de la mayoría de los problemas de nuestra sociedad se debe a «la crisis de valores». La verdad es que hablar de ellos no es sencillo: no me refiero a nuestras preferencias cotidianas ni a los derechos que disfrutamos por vivir en democracia; los valores son los cimientos irrenunciables que sostienen nuestras vidas, y de ahí la delicadeza que precisan al ser tratados. Unas veces religiosos, como las obras de misericordia, otras fundamentos del derecho, como que los pactos han de cumplirse; sin desdeñar los instintos de supervivencia que nos orientan hacia el conservadurismo o hacia el riesgo.

De los valores por lo general conocemos tres cosas. Son más emocionales que racionales, cambian con el tiempo y unos importan más que otros. La conclusión es que en cada persona, cultura o época nuestras ideas más firmes se ven inquietadas por su entorno, y por eso la crisis es su naturaleza más inmanente.

La crisis de valoresCon los años los principios se convierten en teoremas, y los valores más emocionales han de revisarse. Antonio Banderas, la noche de los Goya, aclaró a sus colegas que no existía la crisis del cine español, que la suya era una profesión de riesgo. Se demudaron los rostros. Banderas transmitía que, si los actores habían hecho de la seguridad un valor al que aspirar, en ese trabajo lo tendrían complicado. En las escuelas empresariales antes solían preguntar a los futuros ejecutivos: «¿Usted qué prefiere, comer bien o dormir bien?». Los que preferían dormir bien deseaban que sus certezas vitales permaneciesen intactas, y eran menos idóneos para la empresa. Los que preferían comer bien se apuntaban a una vida más excitante, aunque llena de incertidumbres.

Es por otro lado indiscutible que los valores cambian con el tiempo. Las grullas para los japoneses ya no son sagradas; la feminista Colette se avergonzaría por haber escrito: «Las mujeres que quieran votar se merecerían el harén y el látigo»; y el omnipresente honor hace siglos perdió su esencia reivindicativa. Parecían salmodiarlo las brujas de Macbeth: «Lo bueno es malo y ahora lo malo es bueno». Fue a partir de la Ilustración, cuando se derribaron mitos y trasnochadas cantinelas. Por entonces la curiosidad se saciaba con la filosofía; después la ciencia se desgajó de ella presentándose como fórmula para convertir los valores abstractos, como el amor al prójimo, en invenciones concretas como la donación de órganos.

Cuando el trasunto de los valores se complica, es cuando los contraponemos a otros. En una prisión de Iowa, una forma de reducir pena es la rehabilitación religiosa, y en ese caso seguir estudios evangélicos. Un interno católico ha decidido, para ser coherente con sus creencias, no acogerse al sistema. Algunos dirán que hace bien, pero permaneciendo en la cárcel su mujer y sus hijos estarán peor sin su ayuda. Enfrascarse en estudios evangélicos no es apostatar de los valores católicos, y la libertad de la persona es un valor superior. «¡Oiga, esa manga ancha es relativismo!». Manga ancha quizá sí, relativismo no.

La permanente crisis de valores exige algo de cintura, pero el relativismo es otra cosa: supone endiosar lo útil, o la nada, toda vez que lo práctico en cada caso es distinto, y que los nuevos supermercados de la conducta como Instagram o Facebook no aportan novedades. La falta de valores nunca fue propia de impíos revolucionarios ni incendiarios progresistas, que por lo general eran hombres con «otros valores», pero valores al cabo; la amoralidad anida en desapercibidos relativistas. El relativismo es la exaltación de lo pragmático, y sus destilados más cotidianos son la corrupción, la frivolidad en la denuncia y la hipocresía. ¿Hay algo más práctico que el dinero o que alivie más tensiones que el despotricar, o que nos haga pasar por más honrados que rasgarnos las vestiduras? Hemos visto en Andalucía hasta qué extremos ha llegado esa filosofía que tiene comprada el alma a media Comunidad; o podemos, desde las seis de la mañana, sintonizar alguna emisora de radio para recibir nuestra dosis diaria de nihilismo desbocado y sin matices, o presenciar con incredulidad cómo algunos políticos y periodistas se turban por el asunto Rato, por si cuela, y así nos olvidamos por unos minutos de sus propias desvergüenzas.

En la confrontación de valores la clave es no atribuir a unos un peso excesivo en perjuicio de los demás. Aconteció en la tragedia de «Charlie Hebdo»: el valor de la libertad devino absoluto, mientras que la fraternidad hacia los musulmanes injuriados no se mostraba por ninguna parte. Tal vez convendría en casos similares aligerar la obesidad de las palabras. Si los valores no se comparten no hay que abrazarlos, pero sí suavizarlos. Enlazarlos. Por ejemplo: el acercamiento político de principios irreconciliables para procurar estabilidad en momento de elecciones, o entender la nueva figura del patriotismo tanto como solidaridad para con los convecinos pobres que como una suma de enternecimientos, himnos y banderas.

En un mundo cambiante, los cimientos terminan siempre haciéndose frágiles o pueriles, y hay que apuntalarlos o substituirlos. No hay otra. ¿Recuerda una época en que no hubiera crisis de valores? Siempre la hubo. Y, sin embargo, la persona tradicional tiene la percepción de que solo ahora algo colosal acontece: «¡No sé dónde está la derecha!», manifestaba alguien el otro día. Si el diagnóstico de nuestros males es la crisis de valores, la solución que se deduce no está en enseñarlos, que es lo que la gente de manera homóloga repite. Los valores no se predican, o tendríamos cientos. Es necesario que sean pocos y claros, para no perdernos, como en el cuento de las cartografías de Borges. Los valores se instruyen con el ejemplo: franqueza, sentido positivo, templanza…; y los instruyen personas tan anónimas como usted o como yo, no premios Nobel; por eso los que se consolidan, los que prueban su verdad, son escasos pero contributivos, o sea, nos mejoran.

Cuando el suelo se abre a nuestros pies, como acontece con los seísmos del progreso, no basta con pisar con cuidado, menos aún ignorar los hechos desagradables, o clamar que ¡alguien haga algo! como se dice cuando no se sabe qué hacer, o como se decía que había que hacer en Cataluña. Acaso precisemos también la prudencia de arriesgar a hacer o a no hacer, pero sabiendo lo que hacemos. El Papa Francisco lo señala en un sinnúmero de iniciativas que para los ultramontanos, e incluso también para conservadores razonables, pueden parecer transgresoras, y que a la postre buscan más conciliar que abdicar. Aprender a conciliar es uno de los valores de nuestro tiempo que conjuran la alarma en que vivimos.

José Félix Pérez-Orive Carceller, abogado.

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