La crisis del Estado de las Autonomías

Dos hechos fundamentales —decía Enric Prat de la Riba un día de abril de 1906 a Azorín, enviado por Abc a Barcelona con la misión de “oír el pensamiento de las personas más salientes de Cataluña”— determinan el problema que España debe resolver: la coexistencia de varios grupos nacionales, étnicos o de cultura dentro de sus fronteras y la existencia secular de un Estado común a todos ellos. La pluralidad de nacionalidades dentro de España era un hecho fundamental que nadie podía ya destruir ni modificar. Pero, con igual vigor, con igual fuerza irresistible se imponía el hecho de la unidad política de España. Había, pues, que encontrar para España una Constitución en la que la pluralidad de pueblos y la unidad de convivencia tuvieran su representación: un poder unitario para las empresas unitarias, un poder en cada nacionalidad para los elementos de personalidad característica. Nada de imposiciones —concluía el líder de la Lliga Regionalista—, nada de unitarismo violento, pero nada tampoco de despedazar España en pequeños Estados.

Y este era exactamente el problema que España debía resolver a la altura de 1931 una vez que, tras la fiesta popular revolucionaria de aquellos luminosos días de abril, el Gobierno provisional de la República encargó a una comisión jurídica asesora la redacción de un anteproyecto de Constitución. Cumplido con premura el encargo, el presidente de la comisión, Ángel Ossorio, envió al Gobierno el anteproyecto reconociendo que la principal materia de su preocupación había sido “la referente a la estructuración de España en régimen unitario o federal”. Dividida la opinión, la comisión prefirió no teorizar sino apoyarse en los “anhelos de personalidad autónoma” que habían surgido o apuntaban en las regiones españolas para, en vez de inventar un federalismo uniforme y teórico, “facilitar la formación de entidades que, para alcanzar una autonomía mayor o menor, habrán de encontrar como arranque su propio deseo”.

Así nació el célebre principio dispositivo, cuya paternidad no sería muy arriesgado atribuir a catedráticos de Derecho que, como Adolfo Posada —miembro de la comisión— habían distinguido, desde 1910 al menos, tres sistemas políticos de Administración: centralización, descentralización y selfgovernment o autonomía, implicando esta una estructura diferenciada en la vida del Estado compuesto, “producido por obra de natural espontaneidad”. Y arrancar en el deseo de cada región para producir una estructura diferenciada a partir de la natural espontaneidad fue lo que las Cortes Constituyentes de la República española consagraron en el artículo 11 del texto finalmente promulgado cuando atribuían a “una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes” la iniciativa de organizarse en región autónoma.

Es claro que con eso los constituyentes republicanos pretendían establecer el cauce por el que habría de resolverse el problema catalán. Pero aquellos anhelos de personalidad autónoma, despiertos desde principios de siglo y crecidos en los años de la Gran Guerra en Andalucía y Galicia o en Valencia y Aragón, volvía imposible resolver lo catalán sin proceder a una reestructuración general de la organización territorial del Estado a partir de iniciativas elaboradas desde abajo. Los constituyentes de la República eran conscientes de que creaban un nuevo Estado, sin precedente alguno que les sirviera de guía. Y por eso, con el principio dispositivo introdujeron también el de generalización de la autonomía a todo el territorio del Estado, sin diseñar el mapa de regiones autónomas, dejando al “deseo” de las provincias con historia común el ritmo que hubieran de imprimir hasta la presentación en las Cortes de un estatuto como norma institucional básica.

De modo que nacionalidad, región, autonomía y estatutos eran conceptos más que rodados en el léxico político español cuando, en los primeros pasos de la segunda democracia del siglo XX, siete profesionales del Derecho —catedráticos, letrados y abogados— se dispusieron en agosto de 1977 a elaborar el borrador constitucional. Como ninguno de ellos ignoraba el pasado y ninguno sufría un ataque de amnesia o de miedo, se inspiraron en las Constituciones europeas de los años cuarenta en lo que se refería a derechos, libertades y demás; y volvieron la mirada a la Constitución española de 1931 en lo que se refería a la organización territorial del Estado. Y así, el principio dispositivo, la generalización de las autonomías a todo el territorio del Estado, la definición de los estatutos como norma básica de cada comunidad y la prohibición de federación de las comunidades autónomas fueron literalmente copiados de la Constitución de la República. No se requiere ser experto en Derecho para comprobar que en los artículos 11 y 13 de la Constitución de 1931, los constituyentes de 1978 encontraron no ya la música sino la letra para redactar los artículos 143.1, 145.1 y 147.1 de la actual Constitución española.

¿Podía ser de otro modo? Según los nuevos profetas del finis Hispaniae, autores del alud de literatura terapéutica que nos abruma, eso que suelen llamar “régimen de la Transición” —o también “régimen actual” para vincularlo en origen al “pasado régimen”— o sea, el Estado de las autonomías, estaría dando ya sus últimas boqueadas, asfixiado por su pecado original: no haberse atrevido sus diseñadores a tomar el toro por los cuernos, amedrentados por el sable siempre desenvainado del estamento militar. Por eso, nos dicen, para no despertar al monstruo, anegaron a Cataluña en un indiferenciado océano autonómico, por eso inventaron el binomio nacionalidad/región, por eso el principio dispositivo y por eso la generalización a todos de lo que solo algunos exigían. Ah, si entonces se hubieran hecho las cosas como ahora proponen los que juegan a refundar el Estado, el capital y la nación, otro gallo nos cantara. Pero no se hicieron y así estamos, abocados al mismo problema que planteaba Enric Prat de la Riba a José Martínez Ruiz y para el que la comisión jurídica asesora y luego las Cortes de la República creían haber encontrado una vía de solución.

Porque aunque esté de moda asegurar que la Constitución de 1978 fue, en lo que se refiere a distribución territorial del poder, la argucia de unos advenedizos para anegar en el agua sucia común de la autonomía a las tres nacionalidades históricas, es lo cierto sin embargo que con ella, y con la nueva organización territorial del Estado español, culmina la larga historia que vincula en España la autonomía a la libertad y la democracia. Se estaría tentado de decir que, más allá de los azares propios de cualquier proceso histórico, lo que De Gaulle gustaba llamar la force des choses es lo que ha unido en España democracia y autonomía: no disponemos de una experiencia de democracia que no haya sido a la vez experiencia de autonomía; su maridaje es lo que constituye nuestro original sistema político.

Pero, como dijo Manuel Azaña en un memorable discurso sobre el Estatuto de Cataluña, una cosa es el sistema político y otra la política del sistema. Y no es en el sistema político construido en 1978 —necesitado sin duda de reforma— sino en las políticas del sistema desarrolladas desde entonces, donde es preciso buscar las causas de la crisis del Estado español. En resumidas cuentas, esa política, de la que han sido responsables los partidos políticos pero también las élites intelectuales y profesionales, ha consistido en proceder, desde instituciones públicas, de Estado, a la construcción de identidades diferenciadas como soporte de un nuevo anhelo o deseo, no ya a la autonomía sino a la secesión y a la independencia. De este modo, “las afinidades de civilización, la vecindad territorial, los vínculos de interés común establecidos durante cuatro siglos” que, según recordaba Prat de la Riba a Azorín, obligaban a las diferentes nacionalidades españolas a mantener su unión dentro de un mismo Estado, han acabado por disolverse en el aire, envenenándolo de agravios y discordias.

Santos Juliá es historiador.

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