La crisis del liberalismo

Antes de meternos en harina, ¿qué es el liberalismo?, pues aunque se trata de una de las ramas más frondosas del árbol político, hay muy distintas interpretaciones del mismo, hasta el punto de ser incompatibles. En Europa, liberal siempre ha sido sinónimo de libertad tanto de pensamiento como de actitud en la vida y su lema podría ser el atribuido a Voltaire, ese «no creo en lo que usted dice, pero estoy dispuesto a morir para que siga pensándolo», que no practicó el francés, pues pasó buena parte de su vida en la corte prusiana, mucho más cómoda que el resto de las europeas, dominadas por la revolución o el conservadurismo.

Encuentro a Marañón mucho más cerca, tanto de la teoría como de la práctica al decir «se es liberal como se es limpio, y consiste en no desear al otro lo que no quieras para ti»; puede ser la actitud más civilizada que existe y, desgraciadamente, la menos practicada. Aunque hubo periodos en Inglaterra y Alemania posnazi en que el partido liberal gobernó o cogobernó, tanto con la izquierda como con la derecha moderada, últimamente apenas ha tenido papel relevante, con lo que llegamos a la médula del tema abordado.

¿A qué se debe esa huida del centro hacia los extremos? ¿Es una moda, un fiebre temporal, como lo fue el romanticismo en el XIX o los fascismos en el XX? Piénsenlo bien y, antes de contestar, recuerden que fascismos o nacionalismos exaltados los hubo debido a guerras, victorias, derrotas o simple aburrimiento. Por otra parte, está el hecho constatado de la aceleración de cuanto existe, sean nebulosas, especies, ideas, modas, teorías o certezas. ¿Hacia dónde? Nadie lo sabe ni puede saberlo porque el universo es infinito y como tal no tiene límites, aunque no descarten las sorpresas, como la que nos llevamos los humanos cuando nos enteramos que nuestro planeta es redondo o que podía vivirse con el corazón de otro o incluso de un cerdo.

Las certezas son cada vez menos e incluso hay que ponerlas una interrogación detrás. Duran lo que duran, hasta ser sustituidas por otras. Conviene no aferrarse a una sola convicción ya que puede ser un simple espejismo, aunque conforme la vida humana se acerca al siglo, es decir, según ha podido apreciar y comparar lo ocurrido a tres generaciones, lo que llamamos progreso en el sentido más elemental –cubrir sus necesidades y defenderse de los peligros que le acechan por todas partes–, el progreso existe y puede gozar de él, aunque el resto de la humanidad, especialmente mujeres, niños, ancianos están excluidos del mismo. Basta ver un telediario para comprobarlo. ¿Por qué? Por haber tenido la mala suerte de nacer en un lugar donde el progreso aún no ha llegado. E incluso donde ha llegado, se dan ocasiones y circunstancias tan injustas que no tienen explicación razonable. Me refiero a terremotos, avalanchas, inundaciones y otros desastres naturales. Los anglosajones las llaman «acts of God», hechos de Dios, aunque sea un Dios muy poco caritativo. El resto de los desastres los produce el hombre y son tanto o más inexplicables si pensamos que somos el producto más elaborado de la naturaleza. También es verdad que desde que empezó a ser consciente de sí mismo y de su circunstancia, el hombre buscó la forma de defenderse de la Naturaleza, a veces más madrastra que madre. La madre la encontró en la mujer que le trajo al mundo, cuidó, amamantó y enseñó los primeros pasos en la vida.

La historia, esa odisea de la humanidad, nos muestra sus pasos a través de siglos y milenios, un camino que no fue recto sino sinuoso. Estamos en los comienzos de la civilización, que toma su nombre de la civis romana, aunque más apropiado hubiera sido el de la polis griega o como se las llamase en los primeros imperios del Oriente Medio, donde, con mucha imaginación, se supone estuvo el paraíso terrenal, hoy escenario de las más cruentas guerras.

Si he hecho este recorrido con botas de siete leguas por la historia de la humanidad es para indicar el origen religioso de la política. En la mayoría de los casos, como antirreligión. No hace falta remontarse a la condena de Sócrates por enseñar a los jóvenes el «sólo sé que no se nada», sino que la mayoría de las grandes religiones nacieron en esa zona del planeta y, sobre todo, que los grandes partidos políticos que surgen de la guerras de religión de los siglos XVI y XVII, así como las revoluciones del XVIII y XIX, son producto de aquellas. Marx y Engels, padres del comunismo moderno –«una religión sin Dios» se le ha llamado– eran judíos, el pueblo que más ha cuidado la inteligencia y más problemas ha tenido por ello. Y no es casualidad que Stalin fuera seminarista antes de crear «el paraíso del proletariado» en la URSS, con el partido como ángel guardián de las esencias comunistas y que cuando Lenin, ya enfermo, insistiera en que antes de su revolución debía haber la burguesa (según Marx) que aquella Rusia no había tenido. Pero Stalin le echó a un lado y no le mató porque iba a morirse muy pronto, según cuenta Isaac Deutscher en la mejor biografía del déspota georgiano.

La izquierda necesita controlarlo todo y eliminar la libertad individual para conseguir una falsa igualdad. Todos los intentos de subsanar este fallo inicial –desde el eurocomunismo hasta los de Pedro Sánchez de igualar a los españoles con los fondos de recuperación europeos, pasando por el castrismo, sandinismo y chavismo– están condenados al fracaso por la sencilla razón de que el dinero regalado mata la iniciativa individual, y se va tan fácil como entra.

Es el esfuerzo personal el que crea la riqueza en las personas y en los pueblos. Sólo la socialdemocracia, adoptando una economía de mercado y una libertad de empresa (regulada para que no se dé la explotación que reinó en la época del capitalismo de los barones) pudo ofrecer una solución intermedia que se beneficiaba de ambos sistemas. Pero resulta que esa fuga hacia los extremos de que hablábamos al principio está haciendo disminuir la socialdemocracia hasta dejarla sin posibilidad de influir en las decisiones de gobierno. Lo vemos no sólo en los países escandinavos, que habían adoptado ese modelo y eran ejemplo para el resto del mundo desarrollado, ya que en el subdesarrollado vuelve a reinar la ley de la selva. Abandonan su tradicional neutralidad ante la amenaza de una Rusia que, bajo Putin, intenta retornar al mismo tiempo a la de los zares y a la de Stalin. Y no sólo allí, sino también en Chile, el intento de instaurar una socialdemocracia no está convenciendo a los chilenos, visto lo que ocurre en los países vecinos, incluidos los más ricos. En cuanto a nosotros, los españoles, les dejo a ustedes opinar, que puede que tengan experiencias más próximas a las de un nonagenario.

José María Carrascal es periodista.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *