La crisis del núcleo duro del euro

Han pasado dos años del «whatever it takes» que Mario Draghi pronunció para salvar al euro. La reducción de las primas de riesgo de los países periféricos, hasta los actuales 130 puntos de España, que permite que la deuda pública se coloque pagando un 2,6% de interés a 10 años y descensos proporcionales semejantes en Irlanda, Italia, Portugal e incluso Grecia, desconcierta a los opositores de los partidos que han gobernado esos países desde 2012 –en España el Gobierno de Mariano Rajoy– y reaccionan afirmando que esa mejoría es artificial, que España –en concreto– no ha hecho reformas, y que hay una burbuja de deuda pública que estallará en cualquier momento. Es posible que haya una burbuja, pero de haberla estaríamos hablando de Italia, Francia, o incluso Holanda, en la eurozona y del Reino Unido y Japón, fuera del euro. Nunca de España, y por lo que yo sé, tampoco de Irlanda o Portugal, aunque el nivel de deuda pública de estos dos países, junto con el de Grecia, después de dos rescates, obliga a pensar en una refinanciación.

La crisis del núcleo duro del euroEspaña es el ejemplo de los reformistas. El Gobierno de Rajoy ha hecho, en 30 meses, una labor reformadora tan importante como la que tuvo lugar en 1958, el gran hito reformista de la España arruinada por la Guerra Civil y el corporativismo franquista. Al margen de otras reformas, como la laboral, ha sido básico, desde el punto de vista financiero, controlar el déficit y el gasto público y sanear el sistema financiero.

El déficit público de 2011 no era solo del 11,1% del PIB. Los sucesivos planes de pagos a proveedores obligan a reconocer que el déficit público era superior al 14% del PIB, alrededor de 150.000 millones de euros. En 2013, ese déficit se redujo a 67.800 millones y en 2014 podría bajar de los 50.000 millones, inferior, porcentualmente, al que posiblemente registrarán Francia e Italia. Ese objetivo se logrará con un gasto público menor al 44% del PIB, seis puntos porcentuales menos del 49,5% al que llegamos en 2011.

El saneamiento del sistema financiero se ha saldado con provisiones de más de 200.000 millones para compensar posibles pérdidas, y con un aumento de los fondos propios de otros 55.000 millones hasta febrero de 2014. De esos 255.000 millones, 53.500 millones –según el Banco de España–, han sido fondos públicos, de los que podrían recuperarse entre 25.000 y 30.000 millones. Una cantidad muy inferior a la que han pagado el Reino Unido, Alemania o Francia. Hasta hace unos meses la única preocupación de la Troika era la solvencia de los bancos españoles. Nadie les exigía rentabilidad, pues entre otras ventajas contaban con la posibilidad de financiar al sector público a elevadísimos tipos de interés. Todo esto ha cambiado. Invertir ahora en deuda pública es una ruina. Los bancos necesitan prestar para tener beneficios. Y buscan ya activamente a quién prestar, a menores tipos de interés y con exámenes menos draconianos de a quién se considera solvente.

España tiene tres grandes retos, salvados los anteriores: el conflicto de Cataluña, el desempleo y el volumen de deuda nacional. Me voy a centrar en el tercero, la descomunal deuda nacional, que es la suma de la de las familias, las empresas y las Administraciones Públicas. El endeudamiento financiero de familias y empresas se ha reducido en 156.000 millones en 2013 y se situaba en 1.420.000 millones en marzo de 2014. Por su parte, la deuda pública aumentó en 2013 en 76.000 millones, y sumaba, en abril de 2014, 983.000 millones. El endeudamiento nacional se redujo, en consecuencia, en 80.000 millones en 2013. Algo que los catastrofistas consideraban imposible. Para volver a niveles más razonables necesitaremos años pero, en gran parte gracias a los bajos tipos de interés, la deuda no parece un obstáculo insalvable para el crecimiento.

A la mayoría de los comentaristas, periodistas o economistas, de derechas, izquierdas o antisistema, les priva proclamar que el descenso de la prima de riesgo –que determina el nivel de los tipos de interés– es solo la consecuencia de la política expansiva del Banco Central Europeo. Se equivocan. Ni siquiera está claro que su política monetaria haya sido expansiva, como sí lo ha sido la de la FED, el Banco de Inglaterra o el de Japón. Desde 2012 el BCE hace equilibrios para lograr, simultáneamente, que los bancos de la eurozona recuperen su solvencia y que ninguno tenga problemas exclusivamente por falta de liquidez. Una política monetaria es expansiva si aumenta la suma del dinero que crean el banco central y los bancos de la zona que sea. La M1, que mide la creación de dinero por el BCE, ha aumentado un 7,5% en los últimos 27 meses, y la M3, que mide la suma del dinero creado por el BCE y los bancos, lo ha hecho en el 1,1% en ese mismo periodo. Esa cifra refleja contracción monetaria. Incluso las últimas decisiones del BCE, el descenso de los tipos, los tipos negativos, la posible concesión de líneas de descuento por hasta 400.000 millones de euros, y la no esterilización de 120.000 millones de euros, no está claro que vayan a aportar la liquidez necesaria para compensar la restricción crediticia de los bancos de la zona, que siguen aumentando su capital y reduciendo los créditos para soportar los próximos test de stress.

Ni siquiera con un sistema de supervisión único la política monetaria del BCE –diga Draghi lo que quiera– será suficiente para evitar una nueva crisis del euro si los países miembros con desequilibrios fiscales y problemas de competitividad no hacen reformas como las que ha hecho España. Francia no las está haciendo. Italia las anuncia, pero no las ejecuta. Los Gobiernos de ambos países defienden ahora reducciones del gasto público y rebajas simultáneas de impuestos. Esas políticas no van a funcionar. Una crisis del euro, provocada por la imposibilidad política de reformar las economías de Italia o Francia, sería sistémica. Y solo se resolverá con políticas de austeridad. Y si no las hacen, el euro y la propia Europa política, entrarán en un periodo turbulento. El que desean los euroescépticos de última hora, los izquierdistas que no quieren pagar las deudas, los que quieren el caos para fundar una nueva sociedad –libre de pecado y pecadores–, y los que querrían hacer retroceder la globalización, que ha librado de la miseria a más de 2.000 millones de personas, pero que ha reducido el nivel del estado de bienestar en el mundo desarrollado. Esas dudas sobre dos de las economías centrales de la Unión Europea contribuyen, a su vez, a alimentar el aislacionismo británico, que sería una catástrofe para Europa. Efectivamente, la historia no ha terminado, tampoco en Europa.

Alberto Recarte, economista.

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