La crisis del optimismo capitalista

En el último debate presidencial que acabo de seguir por la televisión -debate decisivo, de acuerdo con los comentarios unánimes, único capaz de sacar a John McCain de la posición incómoda en que se encuentra, con siete u ocho puntos de desventaja en las encuestas- tuve la impresión de que el candidato republicano se defendía con garra, con fuerza, incluso con momentos de chispa, a pesar de algunos lapsus molestos (¿productos de la edad, del nerviosismo, de la presión psicológica?), pero, en el fondo, su desventaja era demasiado evidente.

Como no estaba en condiciones de defender frente al electorado, frente a decenas de millones de espectadores, la política de la Administración actual, trataba de desmarcarse de ella a toda costa, de mostrar gestos de independencia, de reformismo interno, de libertad crítica. Era como si un candidato de la Concertación, en Chile, dijera que había estado muy pocas veces de acuerdo con la Concertación, o como si un candidato de la derecha confesara, en circunstancias extremas, puesto contra las cuerdas, que nunca le habían gustado las políticas de la derecha.

En el caso de McCain y la política económica de George Bush, que en este momento hace agua por todos lados, que entra en una crisis de consecuencias imprevisibles, en una verdadera reformulación del orden mundial, la réplica resultaba fácil para Barack Obama. Si no estaba de acuerdo con las concepciones económicas del Gobierno de Bush, ¿por qué había votado en el Senado a favor de todos los presupuestos y de las principales medidas propuestas en materias de economía por la Casa Blanca? En uno de los momentos más agitados del debate, McCain llegó a decirle a su rival: Oiga, usted, yo no soy el presidente Bush. Por favor, no me confunda.

Pero esto, seguido con la máxima atención, y después de haber escuchado durante casi tres semanas los comentarios internos, y no en un lugar cualquiera: en la Universidad y en la ciudad de Chicago, en un ambiente de análisis político acalorado, apasionado, comprometido hasta la médula, tenía un eco penoso. Era como reconocer que la evidencia, el desarrollo de los sucesos, su lógica interna, revelaban una responsabilidad que el candidato republicano trataba de eludir a toda costa, pero que lo salpicaba por todos lados.

En último término, McCain resistió, pero no pudo dar los golpes decisivos que habría tenido que dar para conseguir un cambio de tendencia. Las malas noticias económicas de hace unos cuantos días, que amainaron luego, pero que después volvieron con fuerza dramática a las primeras planas, no le ayudaron en nada. Hace poco leía en la prensa que en los meses decisivos de finales de 1929 y en 1930 hubo jornadas de alza espectacular de la Bolsa de Wall Street, pero que después siempre vino una corrección a la baja mucho más pronunciada.

En las crisis menores de años recientes este fenómeno nunca se produjo: una vez que los valores reaccionaron, después de jornadas negras, la reacción al alza se mantuvo y fue en aumento, cosa que ahora, por lo visto, no está ocurriendo.

¿Estamos, entonces, en el centro de una recesión comparable a la de los años treinta, de repercusiones internacionales quizá más profundas todavía? Nadie, que yo sepa, ha conseguido dar un diagnóstico medianamente confiable. Hay una atmósfera de anuncios, de suposiciones, de conjeturas, de pesimismo más o menos general. Si la crisis es tan seria como parece, querría decir que los gurús de la economía que se concentraban en esta universidad, los Milton Friedman y sus discípulos, con su optimismo sobre la libertad de mercado, que se elevó a veces a dimensiones líricas, no fueron tan infalibles ni tan seguros como muchos pretendían.

Un constante crítico de esto que se podría definir como optimismo capitalista, un hombre que opinaba a contracorriente y que, a juzgar por los resultados prácticos de sus negocios, no se equivocaba, es el inversionista de origen húngaro George Soros. Los profesores no lo toman demasiado en serio, sus teorías económicas son discutibles, pero el personaje tiene una capacidad de diagnóstico francamente notable. Es un especulador notablemente afortunado, con una tendencia irresistible a mezclarse en los debates intelectuales de estos días, y leerlo a él o leer ensayos sobre su caso me deja una impresión clara: no existe ninguna necesidad de seguirlo al pie de la letra, pero si uno lee sus textos y sus declaraciones con libertad de espíritu, con una conciencia crítica alerta, no pierde nada, y hasta puede, si sabe tomar las cosas con beneficio de inventario, ganar más de algo.

Soros, que se encuentra en Estados Unidos desde hace más de medio siglo, fundó en 1973 el Fondo Quantum. Desde su fundación, Quantum obtuvo beneficios superiores al promedio anual del mercado. En 1992 hizo una apuesta gigante en contra de la libra esterlina y se supone que ganó más de un billón de dólares. A comienzos del año pasado calculó que la crisis sería inevitable y se puso al frente en persona, a pesar de su edad avanzada, de su empresa de inversiones. Pues bien, las ganancias obtenidas por Quantum en el periodo recién pasado fueron espectaculares, sólo comparables, según las revistas especializadas, a las de otro de los mega-especuladores norteamericanos, John Paulson. En lo que va de 2008, sin embargo, el desplome de los valores bursátiles de la India tuvo a Quantum por las cuerdas.

Pero la historia de George Soros como especulador y hombre de negocios no es lo que me interesa en este momento. Hace algunas semanas, cité las páginas de Groucho Marx sobre el descalabro de la Bolsa en 1929, y dije que me parecían más razonables, más reveladoras, más certeras, a pesar de su humor desenfadado, o precisamente por eso, que muchas otras. En estos días, Soros y sus seguidores nos hablan de la burbuja de la especulación inmobiliaria y de su repentino descalabro. Cuando la propiedad raíz subía todos los días, endeudarse, comprar conjuntos de edificios y venderlos era una manera fácil y rápida de hacerse rico en poco tiempo y con poco trabajo. Pero un buen día, como contó Groucho Marx, alguien amaneció con una sombra de duda, optó por vender en lugar de seguir comprando, y el castillo de naipes se vino abajo.

Parece que este amanecer después de la gran farra especulativa, esta intromisión del gusano de la duda, del pesimismo, en el núcleo mismo de la euforia inmobiliaria, ya se produjo. Los sucesos de estos días lo demuestran. Pero los escépticos del estilo de George Soros y de muchas otras personas tienen una visión todavía más grave: esa burbuja inmobiliaria ocultaba en realidad una burbuja mucho mayor, que compromete al conjunto de la economía interna y externa. La explosión de esta burbuja global, que se está produciendo ahora ante nuestras narices, anuncia tiempos verdaderamente nuevos, la instalación de un orden mundial diferente, y sugiere que el dólar dejará pronto de ser la divisa hegemónica del mundo contemporáneo.

En otras palabras, la economía estaba inflada y distorsionada, los déficit presupuestarios de la Administración de Bush habían llegado a niveles monstruosos, y los trastornos de estos días no son más que los anuncios de una nueva época que asoma en el horizonte, de una página inédita, no del todo predecible, que se comienza a abrir. ¿Estamos preparados, nosotros, para estos tiempos nuevos? Algunos países tenemos mejores defensas que otros, pero la verdad es que nadie está completamente preparado, y que los cataclismos que se avecinan son de grados muy altos de sus respectivas escalas. No queda más remedio, en resumidas cuentas, y aunque no nos sintamos responsables o culpables de la debacle, que mantener la cabeza fría y resistir a pie firme.

Jorge Edwards, escritor chileno.